Tras el incierto Horizonte (11 page)

BOOK: Tras el incierto Horizonte
4.31Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Wan chilló a la defensiva:

—¡Nunca le hice daño a nadie!

No era capaz de comprender de qué se le acusaba exactamente, pero no cabía duda de que Paul le estaba acusando. Lurvy le puso la mano sobre el brazo.

—Ojalá fuese así, Wan, pero lo importante —le dijo— es que no vuelvas a hacerlo.

—¿Que no vuelva a dormir en el diván?

—Sí, Wan.

Él miró a Janine en busca de orientación y se encogió de hombros.

—Pero eso no es todo —terció Paul—. Tienes que ayudarnos. Decirnos todo lo que sabes en relación al diván, a los Difuntos, a la radio esa más rápida que la luz, a la comida...

—¿Y por qué tendría que hacerlo?

Pacientemente, Paul intentó convencerle.

—Porque de esta manera puedes compensar el daño que has causado con la fiebre. No creo que comprendas lo importante que eres, Wan. Los conocimientos que posees pueden salvar a la gente de morir de inanición. Millones de vidas humanas, Wan.

Wan meditó unos instantes, pero el término «millones», referido a personas, no significaba nada para él; todavía no se había acostumbrado a «cinco».

—Me pones de mal humor —le amonestó.

—No era mi intención, Wan.

—A lo mejor no era ésa tu intención, pero lo consigues. Bien, lo que me tenías que decir ya lo has dicho. ¿Y ahora qué? —refunfuñó con rencor.

—Queremos que nos digas todo lo que sepas —dijo Paul con rapidez—. No de una vez, claro; a medida que te acuerdes. Y queremos que nos lleves por la Factoría y nos lo expliques todo; en la medida en que seas capaz, desde luego.

—¿Por aquí? ¡Pero si lo único que hay aquí es el diván de los sueños y no queréis que lo vuelva a usar!

—A nosotros todo nos resulta nuevo, Wan.

—¡Pero si no vale la pena! No hay agua, no hay libros, los Difuntos se muestran reacios a hablar conmigo y nada crece por aquí. En casa tengo de todo, y casi todo funciona, de manera que podéis verlo por vosotros mismos.

—Chico, nos lo pintas como el paraíso.

—¡Vedlo vosotros mismos! ¡Si no puedo utilizar el diván, no hay razón por la que quedarse aquí!

Paul miró a los demás perplejo.

—¿Es que podemos ir?

—¡Claro! Os llevaré en mi nave; bueno, no a todos, sólo a unos pocos —se autocorrigió—. Podemos dejar aquí al viejo. No tiene mujer, así que no romperemos ninguna pareja. O mejor —añadió astutamente—, podríamos ir solos Janine y yo. Así habría más espacio en la nave. Podríamos traeros de vuelta las máquinas, los libros, cosas interesantes...

—Olvídate de todo eso, Wan —dijo Janine con conocimiento de causa—. No nos dejaran hacerlo nunca.

—No tan deprisa, mi niña —dijo su padre—. No eres tú quien ha de decidirlo. Lo que dice el chico es interesante. Si nos puede abrir las puertas del paraíso, ¿por qué esperar?

Janine escrutó el rostro de su padre, pero su expresión era neutra.

—No querrás decir que nos dejáis ir solos, ¿verdad?

—Bueno —dijo Lurvy al cabo de un instante—, tampoco hace falta que lo decidamos ahora mismo. El paraíso puede esperar, tenemos tiempo por delante.

—Eso es cierto —dijo su padre—, pero expresado en términos más concretos, a algunos de nosotros nos queda menos tiempo por vivir que a otros.

Cada día llegaban nuevos mensajes de la Tierra. Era irritante, sólo hacían referencia a un lejano pasado, anterior a la aparición de Wan, sin ningún interés para lo que estaban haciendo o planeando en aquel momento. Envíen un análisis químico de esto. Pasen esto otro por rayos X. Midan esto y aquello. En aquellos momentos, los lentos grupos de fotones que transmitían su mensaje de llegada a la Factoría Alimentaria debían de estar llegando a la matriz de Vera en la Tierra, y tal vez la respuesta anduviera de camino. Pero tardaría aún varias semanas. La base de Tritón poseía una computadora más eficiente que Vera, y Paul y Lurvy discutían la conveniencia de transmitir todos sus mensajes allí para que estudiaran los datos y les aconsejaran. El viejo Peter rechazaba la idea con furia:

—¿A esos gitanos vagabundos? ¿Por qué habríamos de darles lo que tanto esfuerzo nos ha costado conseguir?

—Pero si nadie va a poder aprovecharse de ello, papá. El contrato bien claro lo dice —intentó convencerle Lurvy.

—¡No!

Así que metieron toda la información que Wan les había dado en Vera y la torpe y lenta inteligencia de Vera la transformó, dolorosamente, en cifras, e incluso en gráficos. En la pantalla apareció el lugar del que había venido Wan. El parecido no debía de ser demasiado grande, porque aparentemente Wan no sintió ninguna curiosidad por estudiarlo. Aparecieron los corredores. Las máquinas. Los propios Heechees; y cada vez, Wan tenía alguna corrección que hacer.

—¡Ah, no! Los dos tienen barbas, machos y hembras. Incluso cuando son jóvenes todavía. Y los pechos de las hembras son...

Y se ponía las manos justo debajo del plexo solar para mostrar hasta dónde les colgaban.

—Y además no dais con el olor correcto.

—Wan, las proyecciones holográficas no huelen a nada —le corrigió Paul.

—¡Claro! Pero ellos sí, ¿sabes? Cuando están en celo huelen mucho.

Y Vera murmuraba y resoplaba con los nuevos datos en su interior, y admitía con esfuerzo las nuevas revisiones. Después de varias horas, lo que había empezado siendo un juego se había convertido para Wan en un trabajo pesado. Cuando empezó a decir:

—Sí, justo, es perfecto, éste es el aspecto de la sala de los Difuntos.

Se dieron todos cuenta de que estaba asintiendo sin más a todo aquello que acabara con el aburrimiento durante un rato, y le concediera a él un descanso. Entonces Janine se lo llevó a dar una vuelta por los corredores, con el transmisor video-audio colgado al hombro —por si decía algo de interés o le mostraba algo de valor—, y hablaron de otras cosas. La ignorancia de Wan era tan sorprendente como sus conocimientos, y ambos eran imprescindibles.

Pero Wan no era el único que tenía que trabajar. A cada momento, Lurvy y el viejo Peter daban con una nueva idea para desviar la Factoría de su curso programado y poder así cumplir con su propósito originario. Pero ninguna funcionaba. Cada día llegaban nuevos mensajes de la Tierra. Seguían siendo de una utilidad nula. No eran siquiera interesantes; Janine dejó que un montón de cartas de sus admiradores se fuera almacenando en la memoria de Vera sin mostrar el más mínimo interés por contestarlas, ya que su relación con Wan satisfacía por completo sus necesidades. Aunque a veces la relación fuera un tanto extraña. A Lurvy le llegó la noticia de que su club la había nombrado Mujer del Año. Al viejo Peter, una petición formal de su ciudad natal. La leyó y se echó a reír:

—¡En Dortmund todavía insisten en que me presente como
Bürgermeister
! ¡Qué idiotez!

—¿Por qué? Si es muy bonito —dijo Lurvy conciliadora—. Es todo un cumplido.

—No es nada —le corrigió severamente su padre—.
¡Bürgermeister!
Con lo que tenemos podría ser elegido presidente de la República Federal, o incluso... —Se calló y después dijo tristemente—: Eso si es que vuelvo a ver la República Federal. —Se detuvo, mirando por encima de sus cabezas. Sus labios se movieron en silencio durante un instante, y dijo entonces—: Quizá debiéramos volver ahora.

—¡Oh, papá! — empezó Janine. Y se calló porque le había lanzado una mirada de lobo.

Se produjo una súbita tensión entre todos ellos, hasta que Paul se aclaró la garganta y dijo:

—Sin duda que ésa es una de las opciones de que disponemos. Desde luego, hay una cláusula legal en el contrato...

Peter afirmó con la cabeza.

—Ya he pensado en ello. ¡Nos deben ya tanto! Sólo por haber acabado con la fiebre, si nos pagan un uno por ciento de los daños ahorrados, son millones. Y si no nos pagan... —vaciló y dijo—: No, no hay duda de que nos pagarán. No tenemos más que hablar con ellos. Hay que enviar un mensaje diciendo que hemos acabado con la fiebre, que no podemos mover la Factoría y que nos volvemos a casa. Para cuando llegue el mensaje de respuesta, hará ya semanas que estaremos de camino.

—¿Y qué hay de Wan? —preguntó Janine.

—Vendrá con nosotros, claro. Estará de nuevo con los suyos, que es a buen seguro lo mejor para él.

—¿No crees que es él quien tendría que decidirlo? ¿Y qué pasa con lo de ir a ver su paraíso particular?

—Eso no es más que un sueño —dijo su padre fríamente—. Y la realidad es que no podemos hacerlo todo. Es mejor dejar que otros lo exploren, hay de sobras para todos; y nosotros estaremos de vuelta en casa, disfrutando de fama y riquezas. No es una mera cuestión contractual —continuó, casi justificándose—. ¡Somos unos héroes! ¡Haremos giras y daremos conferencias, y nos pagarán por la propaganda! ¡Seremos gente de mucho poder!

—No, papa —dijo Janine—, escúchame. Habéis estado hablando de nuestro deber, de ayudar a la gente, alimentarla, hacer que sus vidas sean mejores. Bueno, ¿es que no vamos a cumplir con nuestros deberes?

Él la miró con rabia.

—Pequeña puta, ¿qué sabrás tú de deberes? ¡Sin mí estarías en algún cuchitril de Chicago esperando que te dieran la cartilla de racionamiento! ¡Hemos de pensar también en nosotros!

Ella le hubiera contestado, pero se contuvo al ver los ojos de Wan abiertos de espanto.

—¡Odio todo esto! —sentenció—. Wan y yo nos vamos a dar una vuelta para perderos a todos de vista.

—No es del todo mala persona —le explicó a Wan, una vez fuera del alcance del oído de los otros.

Voces de discusión habían seguido a su marcha, y Wan, poco acostumbrado a las peleas, estaba evidentemente triste.

Wan no contestó directamente. Señaló un bulto en la pared azulada.

—Éste es uno de los pozos de agua, pero está seco. Los hay a docenas, pero la mayoría están secos también.

Sin sentirse obligada a hacerlo, Janine le echó un vistazo, apuntando al objeto con la cámara que llevaba colgada del brazo, mientras deslizaba adelante y atrás la cubierta abultada. En la parte superior había una protuberancia parecida a una nariz, y en la de abajo, lo que debía de ser un desagüe. Era lo suficientemente grande como para meterse dentro, pero estaba completamente seco.

—Dijiste que hay uno que aún funciona, pero que el agua no es potable, ¿no?

—Sí, Janine, ¿te gustaría que te lo enseñara? —Sí, creo que sí. —Añadió—: De veras, no dejes que te afecten. Lo único que pasa es que se ponen nerviosos.

—Claro, Janine —le contestó. Pero lo cierto es que no le apetecía hablar.

Ella le dijo:

—Cuando era pequeña, solía contarme historias. Casi todas eran de miedo, pero no siempre. Me contó no sé qué de un tal Schwarze Peter, que, por lo que me imagino, debía ser alguien como Santa Claus. Me decía que si me portaba bien, Schwarze Peter me traería una muñeca por navidades, pero que si no era buena, me traería carbón. O algo peor. Es por eso que yo solía llamar a mi padre Schwarze Peter. La verdad es que nunca me trajo carbón.

Wan la miraba y la escuchaba con atención, mientras iban corredor adelante, pero no decía nada.

—Fue entonces cuando mi madre murió —dijo ella— y Lurvy y Paul se casaron, y yo me fui a vivir con ellos algún tiempo. Pero la verdad es que papá no era tan malo. Venía a verme siempre que podía, bueno, eso creo. ¡Wan! ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

—No —dijo él—. ¿Quién es Santa Claus?

—¡Oh, Wan!

Así que tuvo que explicárselo; y también lo que eran las navidades, y lo que era el invierno, y la nieve, y la costumbre de intercambiar regalos. Su rostro se relajó, y empezó a sonreír. Y cosa curiosa, a medida que mejoraba el humor de Wan, empeoraba el de Janine. El tener que explicarle el mundo en el que había vivido le hizo contrastarlo con el que tenía ante sí. Casi, pensó, sería mejor hacer lo que Peter proponía, meterlo todo en la nave y volver al mundo real. Las demás alternativas daban todas miedo. El lugar en el que se hallaban daba miedo, si se paraba uno a pensarlo: una especie de máquina que seguía tercamente su camino a través del espacio, en dirección a un destino desconocido. Y una vez en ese destino, suponiendo que llegaran ¿con qué se iban a encontrar? Y si en lugar de eso marchaban hacia el lugar del que procedía Wan, ¿qué encontrarían allí? ¿Heechees? ¡Heechees! ¡Qué horror! Janine había pasado su corta vida con el fantasma Heechee alrededor; terribles en caso de ser reales, pero menos reales que míticos. Algo así como Schwarze Peter o Santa Claus. Como Dios. Todos los mitos y divinidades son lo bastante tolerables como para creer en ellos; pero, ¿y si se convertían en seres reales?

Sabía que su familia tenía miedo como ella, aunque no podía asegurarlo a partir de nada de lo que hubieran dicho; intentaban ser un ejemplo de valor para ella. Sólo podía adivinar que así era. Suponía que Paul y su hermana tenían miedo, pero que habían decidido arriesgarse por los beneficios que de ello pudieran derivarse. Su propio temor particular era de un tipo bastante especial, era menos el miedo a lo que pudiera ocurrir que a lo mal que ella podía reaccionar si algo le llegaba a suceder. Lo que sentía su padre era evidente a todas luces. Tenía miedo y estaba furioso, y de lo que tenía miedo era de morir antes de embolsarse el importe de su valor.

¿Y qué podía sentir Wan? Parecía tan poco complicado, mientras le iba enseñando sus dominios, era casi como un niño mostrándole a otro las entrañas de sus juguetes. Pero si había algo que Janine había aprendido a lo largo de sus catorce años de vida era que nadie es tan poco complejo como parece. Las preocupaciones de Wan eran simplemente de otra clase, como comprobó mientras él le mostraba la instalación de agua que no funcionaba. No había podido bebería, pero había podido utilizarla para asearse. Janine, educada en la conspiración occidental que pretende que las secreciones no existen, jamás hubiera llevado a Wan a ver un lugar lleno de suciedad y malos olores, pero él no estaba en absoluto avergonzado. Ni queriendo habría conseguido que se sintiera avergonzado.

—En algún sitio tenía que hacerlo —replicó cuando ella le echó en cara no haber utilizado el sanitario de la nave como todo el mundo.

—Sí, pero de haberlo hecho como se debe, Vera hubiera sabido que estabas enfermo, ¿no te das cuenta? Ella analiza siempre nuestras, eh, secreciones.

—Pues debería haber otro método.

—Bueno, lo hay.

Estaba la unidad portátil de bioanálisis, que tomaba muestras de cada uno para analizarlas, y que de hecho, se había puesto a funcionar sobre Wan cuando la necesidad se hizo evidente. Pero Vera era una computadora poco imaginativa, y no se le ocurrió programar la unidad portátil para analizar a Wan hasta que se lo ordenaron, algo tarde ya.

BOOK: Tras el incierto Horizonte
4.31Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Barracks by John McGahern
El secreto de los flamencos by Federico Andahazi
Revive Me by Ferrell, Charity
Front Page Face-Off by Jo Whittemore
The Red Collection by Portia Da Costa
Jump Shot by Tiki Barber, Ronde Barber, Paul Mantell
For the Love of Sami by Preston, Fayrene
Return to Mystic Lake by Carla Cassidy