Read Tras el incierto Horizonte Online
Authors: Frederik Pohl
Pero las máquinas no son más que máquinas. En el Instituto Superior de Akademogorsk, la joven S. Ya. Lavorovna había comprendido perfectamente que la inteligencia de las máquinas no era «personal». Se las construía añadiendo las máquinas a los procesadores. Se las llenaba de datos. Se les construía un banco de memoria con respuestas adecuadas a los estímulos recibidos y se les proporcionaba una escala jerarquizada de adecuación a las preguntas. Por supuesto que, de vez en cuando, uno mismo podía llegar a sorprenderse de lo que hacía un programa propio. Claro que sí, era parte de la naturaleza del proceso. Pero nada de todo aquello indicaba la existencia de libre albedrío por parte de la máquina, ni tampoco la existencia de identidad individual.
De todas formas no dejaba de ser conmovedor ver como hablaba a propósito de sus programas. Era un hombre enternecedor. Conseguía desarmarla tocando sus fibras más sensibles, los lugares en que ella era más vulnerable y estaba más desprotegida, porque en algunas cosas se parecía al otro único hombre que le había importado realmente, su padre.
Cuando Semya Yagrodna era niña, su padre era la persona más importante del mundo, un hombre alto, delgado, entrado en años, que tocaba la mandolina y el ukelele y que daba clases de biología en el instituto. A él le encantaba tener una hija tan despierta e inquisitiva. Y aún se habría sentido más complacido si ella hubiera dirigido su interés a las ciencias de la vida en lugar de hacerlo hacia la física y las matemáticas, la ingeniería, pero él la aceptaba tal como era. Cuando ya no pudo enseñarle más matemáticas, pues los conocimientos de su hija superaban a los suyos, le enseñó cosas de la vida.
—Tienes que ser consciente de lo que te vas a encontrar —le explicó—. Tanto aquí y ahora como cuando yo era joven, en tiempos de Stalin, cuando los movimientos feministas promovieron la igualdad y el que las muchachas pudieran igualmente disparar un cañón o conducir un tractor; siempre ha sido lo mismo, Semya. Está comprobado que las matemáticas son cosa de los jóvenes, y que las chicas pueden competir con los muchachos hasta, por lo menos, los quince, o a lo mejor, los veinte años. Y entonces, justo cuando los chicos empiezan a convertirse en Lobachevskys o Fermats, las chicas se detienen. ¿Por qué? Porque se convierten en madres, en esposas, sabe Dios porqué. Pero no vamos a dejar que eso te pase a ti, paloma mía. ¡Estudia, lee, aprende, comprende! ¡Tantas horas al día como puedas! Que yo te ayudaré tanto como me sea posible.
Y lo hizo; y desde los ocho a los dieciocho, Semya Yagrodna Lavorovna cada día al llegar a casa de la escuela, dejaba en el apartamento una cartera llena de libros, cogía otra igualmente repleta y se iba corriendo al edificio amarillo donde vivía su tutor, más allá de la Avenida Nevsky. Nunca dejó de lado las matemáticas, cosa que tuvo que agradecerle a su padre. Jamás aprendió a bailar, ni tampoco a maquillarse o a citarse con chicos, hasta que llegó a Akademogorsk, cosa que también tuvo que agradecerle a su padre. Allí donde el mundo pretendía obligarla a desempeñar su papel de mujer, él la defendía como un tigre. Pero en casa, a decir verdad, había que cocinar, y coser, y barnizar las sillas de palisandro; y él no hacía ninguna de todas aquellas tareas. Físicamente, Robín y su padre no se parecían en nada... ¡Pero en otras cosas, se parecían tanto!
Robin le había propuesto que se casaran cuando hacía menos de un año que se conocían. A ella le hizo falta otro año para decir sí. Lo comentó con todo el mundo. Con su compañera de habitación, con el decano de su departamento, con su novio, que se había casado con la chica de la habitación de al lado. Mantente lejos de ése, S. Ya., le habían aconsejado. A la vista de los hechos el consejo parecía lógico, porque ¿quién era él, a fin de cuentas? Un millonario irresponsable, de luto aún por la mujer de su vida, desconsoladamente solo, con complejo de culpabilidad, recién salido de un largo tratamiento psiquiátrico... ¡Una perfecta descripción de los inevitables riesgos del matrimonio! Pero por otra parte, sin embargo...
Sin embargo la conmovía. Fueron juntos a Nueva Orleans el martes de carnaval, con un tiempo frío que calaba los huesos, y se pasaron la mayor parte del tiempo en el Café Du Monde, sin ver un solo desfile. El resto lo pasaron en el hotel, lejos del mundanal ruido, haciendo el amor, saliendo sólo por las mañanas para desayunar un delicioso café con leche y pastelillos cubiertos de azúcar en polvo. Robin se esforzaba por ser galante:
—Podríamos hacer una travesía por el río. ¿Quieres ver alguna exposición de pintura? ¿Te apetece ir a bailar esta noche?
Pero era evidente que no quería hacer nada de todo lo que le proponía, él, un hombre que le doblaba la edad y que tan solo quería casarse con ella, sentado con las manos en torno a la taza como si el simple hecho de calentárselas así fuera una tarea como para dedicarle todo el día. Y entonces ella se decidió.
Le dijo:
—Creo que lo que tendríamos que hacer es casarnos.
Y así lo hicieron. No aquel mismo día, pero sí tan pronto como pudieron. S. Ya. jamás había tenido motivos para arrepentirse; no era nada de lo que pudiera arrepentirse. Tras las primeras semanas había dejado de preocuparle incluso cómo acabaría siendo la relación. No era celoso ni tacaño. A menudo le absorbía el trabajo, pero a ella le sucedía otro tanto, al fin y al cabo.
Quedaba tan solo el problema de aquella mujer, Gelle-Klara Moynlin, su amor perdido.
Seguramente estaba muerta. O como si lo estuviera, porque se hallaba más allá de su alcance, para siempre. Bien claro lo decían las leyes físicas fundamentales... pero había veces, Essie estaba segura, en que su marido no acababa de aceptarlo.
Y entonces ella se preguntaba:
—Si existiera la más mínima posibilidad de que Robín tuviera que hacer una elección entre ambas, ¿a cuál escogería?
¿Y qué pasaría si al final las leyes físicas acabaran por permitir una excepción de vez en cuando?
La cuestión de cómo aplicar las leyes físicas a las naves Heechees seguía abierta. Al igual que a cualquier otro individuo pensante, los interrogantes abiertos por los Heechees la habían intrigado durante mucho tiempo. El asteroide Pórtico fue descubierto siendo ella una niña. Mientras estuvo en la universidad, nuevos hallazgos habían ido apareciendo cada semana. Algunos de sus compañeros de clase habían dado el gran salto y se habían especializado en Teoría de los Sistemas de Control Heechees. Dos estaban en Pórtico ahora. Y al menos tres de ellos habían salido en las naves y no habían regresado.
Las naves Heechees no eran incontrolables. De hecho, se las podía manejar con precisión. Se conocían los mecanismos más superficiales del procedimiento. Cada nave poseía cinco nonios de conducción principales, y otros cinco auxiliares, los cuales establecían coordenadas en el espacio (¿pero cómo?), a las que se encaminaba la nave en cuanto éstas se fijaban (de nuevo, ¿cómo?). Una vez alcanzado el objetivo, la nave volvía inequívocamente al punto de origen, generalmente, a menos que se quedara sin combustible o se encontrara con una contingencia repentina. Era un triunfo de la cibernética que S. Ya. sabía irreproducible por ninguna inteligencia humana. La dificultad estribaba en que seguía sin saberse a ciencia cierta cómo interpretar los controles.
¿Pero podría llegar a saberse? Gracias a la información que llegaba de la Factoría Alimentaria y del Paraíso Heecheé; gracias a lo que decían los Difuntos; con un piloto humano —Wan, el chico— semicapaz de hacerlo; gracias, sobre todo, al nuevo saber que podía obtenerse de los molinetes de oraciones...
¿Cuánto se tardaría en desvelar alguno de aquellos misterios? Tal vez no demasiado.
S. Ya. hubiese deseado estar en el meollo del asunto, como lo estaban sus excompañeros de clase, ahora en Pórtico. Igual que lo había estado su marido. Aunque lo que deseaba de verdad era no sospechar dónde querría estar él en caso de poder escoger. Pero la sospecha subsistía. Si Robín consiguiera que una nave Heecheé le llevara a un destino escogido por él mismo, ella creía saber cuál sería ese destino.
Semya Yagrodna Lavorovna-Broadhead llamó a su secretaria:
—¿Cuánto tiempo me queda aún?
El programa apareció y dijo:
—Son las cinco y veintidós. Se espera a la doctora Liederman a las siete menos cuarto. Entonces te prepararán para la operación, que empezará a las ocho en punto. Te queda algo más de hora y cuarto. ¿Te apetece descansar?
S. Ya. se echó a reír. Le encantaba que sus propios programas se permitieran aconsejarla. Pero no sintió necesidad de contestar, sino que preguntó:
—¿Están preparados los menús de hoy y de mañana?
—No, compañera.
Aquella pregunta era a la vez un alivio y una contrariedad. Al menos, Robín no le había prescrito más menús para cebarla aquel día... ¿o, simplemente, su orden había quedado anulada por la operación?
—Elige alguno —ordenó.
El programa era, de sobra, capaz de programar menús; lo que, de hecho, se debía a que Robín había decidido que ninguno de los dos se preocuparía jamás de tales menudencias. Robin era Robín, y a veces le apetecía practicar en la cocina, y se ponía a cortar cebolla y
a
darle vueltas con un cucharón. En ocasiones lo que cocinaba era horrible, otras veces no tanto; pero Essie no se lo recriminaba, porque le importaba poco lo que comía. Y también porque le agradecía no tener que preocuparse de esas enojosas rutinas; en este sentido, al menos, Robin superaba a su padre.
—No, espera —añadió al recordar algo—. Cuando Robin llegue tendrá hambre. Prepárale un café y pasteles de aquellos de Nueva Orleans. Como los del Café Du Monde.
—Sí, compañera.
«Qué sucio juegas», pensó Essie, sonriéndose. Le quedaban una hora y doce minutos. No le vendría mal descansar.
Aunque, a decir verdad, no tenía sueño.
Podía, pensó, volver a interrogar a su programa médico. Pero no le apetecía realmente escuchar de nuevo el proceso al que tendría que enfrentarse. ¡Todas aquellas piezas que había que extraerle a alguien para que ella se beneficiara! El riñon, sí, se podía vender uno y seguir viviendo. En su época de estudiante, Essie había sabido de compañeros que lo habían hecho, y también ella lo hubiera tenido que hacer de haber sido algo más pobre de lo que era. Pero aunque sabía poco más de anatomía de lo que le había enseñado su padre, sentada en sus rodillas, sabía que aquella persona que le había facilitado los demás tejidos no podía seguir viva. Era una sensación nauseabunda.
Tanto como la sensación que le sobrevino al enterarse de que a pesar del Certificado Médico Completo, podía perfectamente no superar la próxima intervención de Wilma Liederman en su organismo.
Una hora y once minutos todavía.
Volvió a incorporarse. Tanto si había de sobrevivir como si no, era una esposa tan atareada como lo había estado siendo una estudiante, y si Robin quería que se ocupara del asunto de los molinetes de oraciones, lo haría. Se dirigió a la terminal de la computadora:
—Ponme con el programa Albert Einstein.
Cuando Essie Broadhead dijo: «Ponme con el programa Albert Einstein», puso en marcha una enorme cantidad de procesos. De los cuales, muy pocos eran evidentes de por sí a los sentidos. No tenían lugar en el mundo de la física macroscópica, sino en un microuniverso compuesto en su mayor parte por cargas y conexiones que operaban a la escala de un electrón. Las partículas individuales eran minúsculas, pero no así el conjunto que formaban, ya que estaba compuesto por unos sesenta mil millones de gigabits de información.
En Akademogorsk, los profesores de la joven S. Ya. la habían introducido en el estudio de la entonces en boga lógica computacional de lentes de iones y campos magnéticos, y ella había aprendido a adiestrar sus computadoras en la realización de unos cuantos prodigios, como hallar un millón de números primos o calcular las mareas de una marisma durante un período de cien años. Podían convertir los garabatos de un niño que representaban «una casa» o «Papá» en un plano arquitectónico o en un maniquí de sastre, respectivamente. Podían darle la vuelta a la casa, añadirle un porche, darle una mano de cal o cubrirla de hiedra. Podían afeitarle la barba a un hombre, ponerle un peluquín y vestir al maniquí de gala o sport. A la joven Semya de diecinueve años aquéllos le parecían unos programas fantásticos. Los encontraba apasionantes. Pero había madurado desde entonces. En comparación a los programas que estaba escribiendo para su secretaria, para «Albert Einstein» y para sus muchos clientes, aquellas tentativas primerizas no eran más que unas caricaturas lentas y balbuceantes. Claro que no habían podido aprovecharse de la incorporación de los circuitos Heechee, ni de la ventaja que suponía disponer de una memoria inmediata de sesenta mil millones de gigabits.
Por supuesto, ni siquiera Albert utilizaba los sesenta mil millones de bits de información él solo. Si, por una parte, no se veía obligado a compartir la totalidad de los datos disponibles, no era menos cierto que aquellos bancos de memoria comunes se veía obligado a compartirlos con varios cientos de millares de programas tan sutiles y complejos como él mismo, y con otros varios millares de programas menos sofisticados. El programa llamado «Albert Einstein» se movía entre todos ellos sin interferencias: ciertas «señales de tránsito» le advertían de cuáles eran los circuitos que estaban siendo utilizados. Otros indicadores le conducían a aquellos programas auxiliares que necesitaba para alimentar sus funciones. El camino que seguía para llevar a cabo sus cometidos no era nunca una línea recta. Era un árbol en las yemas de cuyas ramas se iban tomando decisiones sucesivas, una especie de zigzagueante relámpago de acuse de recibos. En realidad, no era ni tan siquiera un camino; Albert no necesitaba moverse de su sitio, ya que, de hecho, jamás estaba en un lugar específico desde el que moverse. Era incluso discutible el que Albert existiera en algún sentido. No tenía una existencia continua. Cuando Robín Broadhead se cansaba de él y le desconectaba, su existencia cesaba, y los programas auxiliares que lo conformaban se dedicaban a otras tareas. Cuando volvía a conectarlo, se recreaba de nuevo gracias a los circuitos que estaban ociosos en aquel momento, de acuerdo con el programa que S. Ya. había creado. Albert no era más real que una ecuación, y por ello mismo, no menos real que Dios.
«Ponme con...», había dicho S. Ya. Lavorovna-Broadhead. Antes de que su voz acabara de pronunciar la primera palabra, la entrada del receptor de su monitor, que se activaba por sonido, activó a su vez el programa de su secretaria, que no llegó a aparecer en pantalla. Su secretaria captó el primer atisbo del nombre que seguía, «...el programa Albert...», lo contrasto con su banco de órdenes, efectuó una evaluación aproximada del resto y formuló una serie de instrucciones.