Tras el incierto Horizonte (26 page)

BOOK: Tras el incierto Horizonte
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—¡Caramba, Wilma, eso de «razonables» no acaba de gustarme!

—Más que razonables, pero no me atosigues. Y no te preocupes. Recibes informes con regularidad, y puedes llamar a mi programa siempre que lo desees, y a mí también, si lo crees preciso. ¿Quieres que nos apostemos algo? Dos contra uno a que todo va a salir bien. Cien contra uno a que si falla algo lo podemos enmendar. Y ahora, tengo que hacer un trasplante de genitales a una joven dama que quiere asegurarse unos cuantos años más de buena vida.

—Creo que mi obligación es volver —le dije.

—¿Para qué? Lo único que harás será estorbar. Robin, te prometo que no la dejaré morir mientras estés fuera. —A su espalda, el sistema piezófono dejaba oír una melodía—. Esa es mi señal, Robin, te llamo más tarde.

Hay ocasiones en que me siento el centro del mundo, sabiendo que puedo dirigirme a cualquiera de los programas que mi mujer ha escrito para mí, enfrentarme a cualquier situación o dar la orden que sea.

También hay veces en que, sentado frente a la consola llena de instrumentos y con la cabeza llena de preguntas candentes, soy incapaz de sacar nada en claro, porque ni siquiera sé cómo empezar a formular las preguntas.

Hay otras ocasiones en que tengo tanto que aprender, ser y hacer, que los instantes pasan volando y los días se evaporan; y otras en que estoy como en aguas tranquilas junto a una corriente por la que el mundo se escurre aceleradamente. Había mucho que hacer. Y no me apetecía hacerlo. Albert me acosaba con noticias del Paraíso Heechee y de la Factoría Alimentaria. Le dejé que se explayara, pero sus extractos y sus esquemas caían en saco roto, sin que yo hiciera una sola pregunta; cuando estaba en plena disertación acerca de las deducciones que había extraído de las divagaciones de los Difuntos, lo desconecté. Era de lo más interesante, pero por algún motivo no era interesaba en absoluto. Ordené a Harriet que pusiera en marcha mi simulacro para que se encargara de la rutina diaria, y le dije que toda llamada que no fuera urgente esperara hasta más tarde. Me estiré en uno de los sofás, contemplando el increíble cielo de Brasilia, deseando que fuera el diván aquel de la Factoría Alimentaria, conectado a alguien a quien yo amaba.

¿No habría sido maravilloso? Ser capaz de contactar con alguien muy lejano, de la misma manera que Wan había contactado con la humanidad, y sentir lo que esa persona siente, y dejar que ella sienta tu interior. ¡Qué milagro para los amantes!

Y, ante pensamiento tan espiritual, no se me ocurrió mejor reacción que llamar a Morton para consultarle la posibilidad de patentar este nuevo uso del diván de los sueños.

No, no fue una reacción demasiado romántica para semejante pensamiento. El problema estribaba en que yo no sabía con quién deseaba contactar. Si con mi querida esposa, a la que tanto quería, tan necesitada de mi cariño en aquellos momentos, o si con otra persona mucho más alejada de mí, y mucho más difícil de contactar.

Y así acabé de pasar mi larga tarde brasileña, con un chapuzón en la piscina, una siesta bajo el sol poniente y una suculenta cena en mi suite, regada con una buena botella de vino, y entonces llamé de nuevo a Albert para preguntarle lo que deseaba saber.

—Albert, ¿dónde está exactamente Klara?

Se tomó su tiempo, mientras apretujaba el tabaco en la cazoleta de su pipa, reconcentrado en lo que hacía. Dijo por fin:

—Gelle-Klara Moynlin está en un agujero negro.

—Ya. ¿Y eso qué significa?

Dijo a modo de disculpa:

—Eso es difícil saberlo. Quiero decir que no es fácil explicarlo con palabras sencillas, y además es difícil porque no lo sé. Me faltan datos.

—Inténtalo.

—Seguro que sí, Robín. Supongo que está en la nave de exploración que quedó en órbita, justo debajo del incierto horizonte de la sorpresa aquella con la que os topasteis, que —se apartó de golpe y detrás de él apareció una pizarra— está, por supuesto, dentro del radio Schwarzschild.

De pie, metiéndose la pipa aún por encender en el bolsillo superior de su arrugada bata de algodón, sacó un trozo de tiza y escribió:

2GM

c
2

—Llegado a este límite, la luz no puede seguir avanzando. Es algo así como un frente inmóvil de olas, el último punto al que la luz ha podido llegar. Más allá de él no puedes ver lo que hay en el agujero negro. Nada puede volver hacia atrás desde el otro lado de ese frente inmóvil. Estos símbolos significan, por supuesto, gravedad y masa, y supongo que a alguien como tú, acostumbrado a viajar más rápido que la luz, no hará falta decirle qué es c
2
, ¿no? De acuerdo con los instrumentos de la nave en que volviste, aquel agujero negro tenía sesenta kilómetros de diámetro, lo que hace pensar en una estrella diez veces mayor que el sol. ¿No te estaré explicando más de lo que quieres saber?

—Tal vez un poco, Albert.

Me moví incómodo sobre el colchón de agua. Realmente, seguía sin saber exactamente qué era lo que quería saber.

—Quizá lo que quieres averiguar es si está muerta, Robby —dijo—. No, no lo creo. Habrá mucha radiación por allí, y sabe Dios qué tipo de fuerzas. Pero es que, además, no ha pasado el tiempo suficiente como para que haya muerto. Depende de la velocidad angular. Tal vez ni sepa que te has ido. El tiempo se dilata. Esa es una de las consecuencias de...

—Ya sé lo de la dilatación del tiempo —le interrumpí. Y lo hice porque estaba empezando a padecer todo aquello en propia carne—. ¿Hay manera de saberlo?

—No hay manera de saberlo, Robby —subrayó solemnemente—. Según la ley de Carter-Werner-Robinson-Hawking, lo único que puede saberse de un agujero negro es su masa, su carga y su momento angular. Nada más.

—A no ser que te metas dentro, como le pasó a ella.

—Bien, sí, Robby —admitió sentándose y ocupándose de la pipa de nuevo. Hizo una pausa, chupeteó la pipa, y después dijo:

—Robín...

—¿Sí, Albert?

Me dio la sensación de que estaba avergonzado o, al menos, tan avergonzado como pueda estarlo una proyección holográfica.

—Me temo que no he sido totalmente sincero contigo. Podemos saber algo más de los agujeros negros. Pero eso nos llevaría a cuestiones de mecánica cuántica, y no creo que te sea de gran ayuda en tus propósitos.

No me hizo ninguna gracia que mí programa computerizado insinuara que sabía cuáles eran mis «propósitos». Sobre todo porque ni yo mismo estaba demasiado seguro de saber cuáles eran.

—¡Cuéntame! —ordené.

—Está bien. Bueno, lo cierto es que no sabemos demasiado. Se trata de lo que Stephen Hawking enunció en uno de sus principios. Señaló que, en cierto modo, puede decirse que los agujeros negros tienen temperatura, lo que implica cierta clase de radiación. Algunas partículas, pues, sí escapan. Pero no de los agujeros negros que te interesan, Robby.

—¿De qué clase de agujeros negros escapan esas partículas?

—Bien, más que nada de los más pequeños. De los que tienen la masa, digamos, la masa del monte Everest. Los sub-microscópicos. Llegan a alcanzar temperaturas altísimas, cien mil millones de grados Kelvin, e incluso más. Cuanto más pequeños se hacen y mayor es la aceleración cuántica, más se calientan. Hasta el punto de explotar. Pero los grandes, no. Con los grandes sucede al revés. Cuanto mayores son, más difícil es que recuperen su masa, Y más les cuesta a las partículas escapar. Uno como el de Klara tiene una temperatura inferior a un millón de grados Kelvin, y esa es una temperatura bajísima, Robín. Y se enfría cada vez más.

—Así que no hay manera de salir de uno como ése.

—No de un modo que yo conozca. Robín, ¿contesta esto tu pregunta?

—Por ahora sí —le dije al acercarme para desconectarlo.

Y era cierto que satisfacía mi curiosidad, menos en un punto: ¿Por qué al hablarme de Klara me llamaba «Robby»?

Essie creaba programas francamente buenos, pero tenía la impresión de que empezaban a pasarse de la raya. Era cierto que uno de mis programas utilizaba, al hablar conmigo, diminutivos de mi infancia, pero es que al fin y al cabo era mi psiquiatra. Tenía que decirle a Essie que reajustara sus programas, porque desde luego, los servicios de Sigfrid von Shrink no me hacían ninguna falta en aquellos momentos.

La oficina provisional del senador Praggler no se encontraba en la Torre de Pórtico, sino en la planta vigesimosexta del edificio de la magistratura, cortesía del congreso brasileño hacia un colega, todo un detalle, porque era apenas dos plantas por debajo de la azotea. A pesar de haberme levantado al salir el sol, llegué allí un par de segundos tarde. Me había pasado la mañana deambulando por la ciudad, que empezaba a despertar, paseando por las calzadas elevadas que colgaban por encima de mi
cabeza,
hasta que llegué al solar del parking. Paseando. Me encontraba padeciendo todavía una especie de estasis temporal.

Pero Praggler acabó de despabilarme, desbordante de energía y radiante como estaba.

—¡Buenas noticias, Robín! —gritó llevándome a su despacho después de ordenar que nos trajesen café—. ¡Jesús, qué imbéciles hemos sido!

Por un momento creí que iba a decirme que Bover había retirado la demanda, lo cual no hizo sino evidenciar el estado de imbecilidad en el que yo me encontraba sumido todavía. De lo que me hablaba era de las últimas noticias llegadas desde la Factoría Alimentaria. Los libros Heechees, tan buscados, habían resultado ser los molinetes de oraciones que teníamos entre nosotros desde hacía décadas.

—Creí que ya lo sabías —se disculpó cuando hubo acabado de informarme.

—He estado paseando por ahí —le dije.

Le resultaba bastante desconcertante tener que contarme algo de tal importancia relacionado con mi propio proyecto. Pero soy de recuperación rápida.

—Eso me hace pensar, senador, que tenemos un argumento más para impugnar la vista.

Me sonrió

—¿Sabes?, hubiera tenido que imaginarme que reaccionarías así. ¿Te importaría mucho explicarme cómo crees que vas a poder hacerlo?

—Bueno, a mí me parece que está la mar de claro. ¿Cuál es el principal objetivo de la misión? Adquirir conocimientos nuevos acerca de los Heechees. Y ahora nos enteramos de que hay un montón de información por ahí tirada, esperando que se nos ocurra recogerla.

Frunció la frente.

—Aún no estamos seguros de cómo decodificar los malditos cacharros.

—Ya aprenderemos. Ahora que sabemos qué son, algo inventaremos para hacerlos funcionar. El misterio ha sido desvelado. Todo lo que necesitamos ahora, es cuestión de ingeniería. Deberíamos...

Me detuve a media frase. Iba a decir que deberíamos comprar todos los molinetes de oraciones disponibles en el mercado, pero era una idea demasiado buena incluso para decírsela a un amigo. Así que en su lugar, dije:

—Tendríamos que obtener resultados más deprisa. La cuestión es que la expedición Herter-Hall ya no es un asunto que nos concierna a nosotros sólo, de modo que toda cuestión en relación al interés de la nación, pierde peso específico.

Praggler tomó la taza que le tendía su secretaria, la secretaria real, la de carne y hueso, a quien la representación holográfica no hacía justicia, y se encogió de hombros.

—Es un argumento. Se lo haré saber al comité.

—Esperaba de ti que hicieras algo más, senador.

—Si lo que quieres es que le dé carpetazo al asunto, me temo que no tengo suficiente autoridad. Sólo estoy aquí para supervisar las actividades del comité. Durante un mes. Puedo volver a casa y armar una buena en el senado, y tal vez lo haga, pero más que eso no puedo hacer.

—¿Y qué es lo que va a hacer el comité? ¿Apoyar la solicitud de Bover?

Vaciló antes de contestar.

—Me temo que será todavía peor. La opinión general es la de expropiártelo todo. O sea que pasará a ser asunto de la Corporación de Pórtico, lo que significa que se quedará con todo ello hasta que los consignatarios del acuerdo lo decidan. Por supuesto que, a largo plazo, te reembolsarán el importe total de la operación.

Estrellé la taza contra el plato.

—¡Que se metan el reembolso en el culo! ¿Es que os habéis creído que me metí en este berenjenal sólo por el dinero?

Praggler es un buen amigo mío. Sé que me aprecia, incluso que confía en mí, pero su mirada no era precisamente de amistad cuando me dijo:

—A veces me pregunto por qué te metiste, Robin.

Me miró un instante sin expresión alguna. Yo no ignoraba que él sabía lo que hubo entre Klara y yo, de la misma manera que sabía que había sido huésped de Essie en Tappan.

—Siento lo de tu esposa —dijo, por fin—. Espero que
se
recupere pronto del todo.

Me detuve en la antesala de su despacho para enviarle a Harriet un mensaje codificado y ordenarle que empezara a comprar todos los molinetes de oraciones disponibles en el mercado. Harriet tenía multitud de mensajes que pasarme, pero sólo escuché uno, en el que se me comunicaba que Essie había pasado una noche tranquila y que los doctores irían a verla una hora más tarde. No pude atender más mensajes, porque tenía prisa por ir a cierto sitio.

No es fácil conseguir un taxi a las puertas del congreso brasileño; los ujieres tienen órdenes que cumplir, y saben a quién dar prioridad. Tuve que ascender hasta la calzada más próxima y detener allí uno. Entonces, cuando le di la dirección al taxista, éste me la hizo repetir y me la hizo enseñársela por escrito. No se trataba de mi mal portugués, sino de que no quería ir a la Zona Franca.

Nos pusimos en marcha y dejamos atrás la vieja catedral, a la sombra de la inmensa Torre Pórtico, el congestionado Bulevard y llegamos al altiplano. Un altiplano de dos kilómetros. Esa era la zona verde, el cordón sanitario con el que los brasileños defendían su capital; al otro lado empezaba la zona de chabolas. En cuanto entramos, cerré la ventanilla. Me crié en las minas de alimentos de Wyoming, de modo que estaba acostumbrado a soportar malos olores las veinticuatro horas del día. Pero aquel hedor era distinto. No era sólo hedor de petróleo. Era el hedor de los wateres al aire libre y de porquería en descomposición, el hedor de dos millones de personas que no disponían de agua corriente. Las chabolas habían sido hechas para facilitarles un cobijo a los trabajadores mientras construían la bella ciudad de ensueño. Se suponía que iba a desaparecer tan pronto como finalizaran las obras. Pero los villorrios de chabolas no desaparecen jamás. Simplemente se institucionalizan.

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