Tras el incierto Horizonte (25 page)

BOOK: Tras el incierto Horizonte
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—Seguro que sí, Robin, si te refieres al tipo de sorpresa que siente uno cuando algo que sólo consideraba remotamente posible se hace realidad. Pero recuerda que se trata, en cualquier caso, de algo perfectamente posible. Acuérdate de que las naves Heechees son capaces de navegar sin error hacia blancos en movimiento. Cosa que sugiere la posibilidad de comunicación casi instantánea a través de distancias astronómicas, ergo, la existencia de una radio de mayor rapidez lumínica.

—¿Y por qué no me lo habías dicho? —inquirí.

Él se rascó un tobillo, desnudo, con la zapatilla de deporte que calzaba el otro pie.

—Sólo era una posibilidad, Robin, no superior al cero coma cinco. Una condición suficiente, pero no necesaria. Simplemente, carecíamos hasta ahora de pruebas suficientes.

Hubiera podido seguir hablando con Albert de camino a Brasilia. Pero viajaba en el avión de una compañía aérea —las naves de mi compañía viajaban demasiado despacio en distancías como aquella—, y como además me gusta poder ver a Albert cuando hablo con él, utilicé mi tiempo y el comunicador audio en asuntos de negocios y con sólo la voz de Morton. Y la de Harriet, claro, que tenía la orden de pasarme cada hora un rápido informe del estado de Essie, siempre y cuando no me encontrara durmiendo.

Aunque se trate de un avión supersónico, un vuelo de diez mil kilómetros lleva algunas horas, y tuve tiempo de sobras para dedicar a los asuntos de la compañía. Morton quería tanto de aquel tiempo como pudiera robarme, sobre todo para intentar convencerme de que me entrevistara con Bover.

—Tienes que tomártelo en serio, Robín —se me quejó al oído—. Le representan Anjelos, Carpenter y Guttmann, y ésa es gente poderosa, con programas legales muy buenos.

—¿Mejores que tú?

Pausa.

—Bien, espero que no, Robín.

—Explícame una cosa, Morton. Si Bover no tuviera un asunto importante entre manos, ¿por qué iba gente tan importante a molestarse en ayudarle?

Aunque no podía verle, sabía que Morton estaría adoptando una de sus miradas defensivas, medio disculpándose, medio queriendo decir «tú que eres un simple ciudadano de a pie no lo entiendes.»

—No es tan sencillo, Robin. Y por ahora la cosa no nos va bien. Y está cobrando dimensiones mayores de las que le habíamos supuesto en un principio. Me imagino que lo que ellos piensan es que sus informadores descubrirán tus puntos débiles, y me imagino que en el peor de los casos esperan embolsarse una buena cantidad como pago a sus servicios. Sería mejor que trataras de reforzar tus puntos débiles en lugar de verte con él. Tu corresponsal el senador Praggler es miembro del comité de supervisión del mes en curso. Ve a verle antes.

—Iré a verle, pero no antes —le dije a Morton, y corté la comunicación mientras virábamos para aterrizar.

Pude ver la enorme torre de los jefazos de Pórtico ensombreciendo el techo plano en forma de plato del Palacio de Congresos, y en la superficie de todo el lago vi los reflejos metálicos de los tejados de la Zona Franca. Había cortado la comunicación justo a tiempo. Mi cita con el viudo de Trish Bover (o con su marido, según se mire) estaba fijada para algo menos de una hora más tarde, y lo cierto es que no quería hacerle esperar.

Y no le hice esperar. Acababa de tomar una mesa en el comedor al aire libre del hotel Brasilia Palace cuando apareció. Delgado, alto, con una calvicie incipiente, tomó asiento con su ademán nervioso, como si tuviera una prisa extraordinaria, o unas ganas incontenibles de estar en cualquier otro sitio. Pero cuando le ofrecí que me acompañara, se tomó diez minutos para estudiar atentamente la carta, y luego la pidió entera de cabo a rabo. Ensalada de palmitos frescos, cangrejos de agua dulce recién traídos del lago, todo el menú hasta el final, para rematarlo con aquella divina pina natural que traían en avión desde Río.

—Este es mi hotel favorito en Brasilia— le informé en un alarde de genialidad, como si fuera su anfitrión, mientras aliñaba la ensalada de palmitos—. Es viejo, pero bueno. Supongo que habrá contemplado las magníficas vistas, ¿no?

—Hace ocho años que vivo aquí, señor Broadhead.

—Ah, ya veo.

Realmente, no tenía ni idea de dónde podía haber vivido semejante hijo de mala madre, para mí no había sido más que un nombre y un fastidio. Y eso por referencias. Intenté abordar el tema de los intereses comunes.

—Recibí un rápido informe de camino aquí sobre la Factoría Alimentaria. El equipo Herter-Hall lo está haciendo muy bien; están descubriendo un montón de maravillas. ¿Sabía que hemos podido identificar a cuatro de los Difuntos como antiguos prospectores de Pórtico?

—Sí, algo de eso he visto en la piezovisión, señor Broadhead. Parece bastante interesante.

—Más que interesante, Bover. Puede cambiar todo este mundo que nos rodea. Y puede hacernos ricos hasta la médula, además.

Asintió con la boca llena de ensalada, y siguió llenándosela. Lo cierto es que no estaba logrando sonsacarle gran cosa.

—Muy bien —le dije—, ¿qué tal si hablamos de negocios? Quiero que retire su querella.

Masticó y tragó. Con el tenedor lleno y apoyado en los labios, dijo:

—Eso ya lo sé, señor Broadhead.

Y se volvió a llenar la boca.

Yo tomé un largo y lento sorbo de mi copa de vino y le dije, sin que mi voz o un gesto me traicionaran:

—Señor Bover, me temo que no se da cuenta de qué es lo que está en juego. No es que le tome por tonto. Simplemente, creo que no es usted consciente de la magnitud de este asunto. Vamos a salir perdiendo los dos si sigue adelante con la demanda.

Seguí explicándole cuidadosamente el caso, por entero, tal como Morlón me lo había explicado a mí, con pelos y señales: lo de la intervención de la Corporación de Pórtico, su evidente dominio de la situación, el problema que representaba someterse a las decisiones de un tribunal cuando lo que éste pudiera ordenar tardaría en llegar a los interesados más de mes y medio más tarde, en cuyo caso esas personas ya habrían hecho por su cuenta todo lo que hubieran planeado hacer previamente; le hablé de la posibilidad de llegar a un acuerdo.

—Lo que trato de decirle —le expliqué— es que se trata de un asunto verdaderamente grande. Demasiado grande como para que dividamos nuestras fuerzas. No es que nos vayan a joder un poquito, es que van a por nosotros, van a quedarse con lo que es nuestro.

Mientras tanto, él se limitaba a masticar, y cuando ya no le quedó nada a que hincarle el diente, dio un sorbo a su café y dijo:

—Creo que no tenemos nada más que discutir, señor Broadhead.

—¡Por supuesto que sí!

—No, a menos que así lo creamos ambos —señaló—, y yo no lo estimo así. Yo ya no sigo adelante con una demanda judicial; está usted mal informado respecto de ciertos detalles. Es una vista lo que tengo ahora entre manos.

—Que puede ponerle en aprietos.

—Sinceramente, no lo creo. La ley seguirá su curso, lo que llevará cierto tiempo. No pienso hacer ningún trato mientras tanto. Trish ya pagó con creces lo que pueda salir de todo este asunto. Y ahora que ella no puede defender sus propios intereses, me temo que he de hacerlo yo.

—¡Pero eso nos va a costar el pellejo a los dos!

—Es una posibilidad, como dice mi abogado. Él me previno en contra de esta entrevista.

—Entonces, ¿por qué ha venido?

Él miró a los restos de su comida, y luego a las fuentes del patio. Tres prospectores recién llegados de Pórtico estaban sentados junto al borde del estanque con una azafata de la Varig algo bebida, cantando y arrojando pedacitos de pastel a las carpas. Habían vuelto ricos.

—Resulta un cambio muy agradable, señor Broadhead —me dijo.

Al otro lado de la ventana de mi suite, en lo alto de la moderna Palace Tower, podía ver la corona de espinas de la catedral brillando al sol. Desde luego, era mejor que ver a mi programa de asesoría jurídica, de cuerpo entero en el monitor, pues me estaba poniendo enfermo.

—Puede que hayamos puesto el caso en contra nuestra, Robín. No sé si te das cuenta de lo grave que es este asunto.

—Eso mismo le dije yo a Bover.

—No, de veras, Robin. No se trata solamente de Robin Broadhead Inc., ni de la Corporación de Pórtico. Ahora es el gobierno el que está empezando a meter baza. Y tampoco es un asunto que afecta tan solo a los signatarios de la convención de Pórtico. Puede convertirse en un asunto de la O.N.U.

—¡Venga, hombre! ¿Pueden hacerlo?

—Claro que pueden, Robin. Y tu amigo Bover no nos está poniendo las cosas más fáciles. Acaba de solicitar que un auditor se haga cargo de la correcta administración de los
holdings
a tu nombre y de los que estén asociados a ti.

Menudo hijo de perra. Supongo que ya había cursado su petición mientras se tomaba la comida que yo le había pagado.

—¿Qué significa eso de «correcta»? ¿Es que he hecho algo que no sea correcto?

—Bueno, hay algo —dijo mientras enumeraba con los dedos—. Primero, te excediste en el uso de tu autoridad al concederle al equipo Herter-Hall más autonomía de acción de la preestablecida. Segundo, eso fue lo que les permitió ir hasta el Paraíso Heechee, con todos los riesgos que semejante decisión comporta. Y tercero, uno de los riesgos es una situación de grave riesgo nacional. Grábate eso en la cabeza: grave riesgo humano.

—¡Menuda guarrada, Morton!

—Eso es lo que escribió en su solicitud, sí —asintió—. Tal vez convenzamos a alguien de que es una guarrada. Más pronto o más tarde. Pero ahora hemos de esperar a que la Corporación decida.

—Cosa que significa que es mejor que me entreviste con el senador.

Me libré de Morton y llamé a Harriet para que se encargara de conseguirme una cita.

—Puedo ponerte con el programa secretarial ahora mismo —sonrió.

Se disolvió para dar paso a una imagen más bien esquemática de una hermosa muchacha de color. Era un simulacro bastante pobre, en nada similar a los programas que me escribía Essie. Pero por aquel entonces Praggler era un simple senador de los EE.UU.

—Buenas tardes —me saludó—. El senador me ha dicho que le comunique que esta tarde se encuentra en Río de Janeiro por asuntos del comité, pero que estará encantado de verse con usted a cualquier hora mañana por la mañana. ¿A las diez por ejemplo?

—A las nueve, mejor —le contesté sintiendo cierto alivio.

Me había temido que Praggler no pudiera volver a tiempo ahora que le necesitaba. Pero entonces me di cuenta de que tenía una buena razón para hacerlo: los lupanares de Ipanema.

—Harriet, ¿cómo está mi mujer? —le pregunté al reaparecer su imagen.

—No hay cambios, Robin. Está despierta, si quieres hablar con ella ahora —me sonrió.

—¡Bendito cerebro electrónico! —le dije.

Ella desapareció tras asentir. Harriet es realmente un buen programa. No siempre entiende lo que uno trata de decirle, pero es
capaz
de entender qué decisión tiene que tomar según el tono de mi voz, así que cuando Essie apareció, le dije:

—S. Ya. Lavorovna, hace usted bien su trabajo.

—Pues, sí, la verdad, Robin querido —aceptó jactanciosa. Se levantó y se dio la vuelta poco a poco—. Igual que nuestros doctores, como puedes ver.

No me di cuenta al primer instante. ¡No llevaba los tubos!

Aún llevaba las vendas en el lado izquierdo, pero ya no estaba conectada a los aparatos.

—¡Dios! ¿Qué ha pasado?

—Pues que a lo mejor ya me he curado —dijo con un tono que emanaba serenidad—. Aunque es sólo un experimento. Lo han autorizado los médicos, y voy a probar durante seis horas. Luego me examinarán otra vez.

—Tienes un aspecto condenadamente bueno.

Estuvimos hablando de naderías durante algunos momentos; ella me contaba cosas de los médicos, y yo de Brasilia, mientras la estudiaba tan atentamente como lo permitía el monitor de la piezovisión. Seguía paseándose, encantada con su nueva libertad de movimientos, tanto, que acabé por preocuparme.

—¿Seguro que puedes hacer todo eso?

—Bueno, me han dicho que nada de esquí acuático de momento, ni nada de bailar. Pero no todo lo que significa juerga está prohibido.

—Essie, cochina, ¿es un brillo de lascivia lo que leo en tus ojos? ¿Es que te encuentras tan bien?

—Bastante bien, sí. Bueno: bien, bien, no —subrayó—; me siento como después de una de aquellas borracheras que solíamos coger juntos no hace tanto. Un poco débil. Pero no creo que un amante delicado fuera a hacerme daño.

—Mañana mismo estoy de vuelta.

—No, ni mañana ni pasado mañana. Volverás cuando hayas solventado todos tus asuntos en Brasilia, y ni un minuto antes, o no me encontrarás disponible para satisfacer tus bajos instintos.

Me despedí colorado como un tomate.

Rubor que duró veinticinco minutos, hasta que llamé a la consulta de la doctora para que me asegurara que todo iba bien.

No la entretuve demasiado, porque cuando llamé estaba a punto de volver a la Universidad de Columbia.

—Siento tener que ir tan deprisa, señor Broadhead —se disculpó mientras se ajustaba la chaqueta de su traje gris—, pero tengo que enseñarles a unos estudiantes a coser tejido nervioso en diez minutos.

—Generalmente me llama Robín, doctora Liederman —dije, desanimándome por segundos.

—Sí, es cierto, Robín. No te preocupes. No hay malas noticias.

Continuó abotonándose hasta la altura del pecho, antes de ponerse una bata de quirófano encima. Wilma Liederman es una mujer bastante atractiva, pero yo no la había llamado para disfrutar de sus encantos.

—Pero tampoco es que tengas buenas noticias, ¿no es eso?

—Todavía no. Has hablado con Essie, así que ya sabes que estamos probando sin los aparatos. Tenemos que saber hasta dónde puede aguantar por sus propios medios, y no lo sabremos hasta dentro de veinticuatro horas. Al menos, no creo que lo sepamos antes.

—Essie dijo seis horas.

—Seis horas para reunir los datos, veinticuatro horas para extraer conclusiones a partir de los análisis. A no ser que los síntomas empeoren en menos de seis horas y haya que conectarla de nuevo a las máquinas.

Me hablaba por encima del hombro, mientras se lavaba las manos en una pequeña pila. Se acercó al comunicador con las manos mojadas en alto.

—No quiero que te preocupes, Robin —dijo—. Todo esto no es más que rutina. Lleva encima un centenar de trasplantes, y quiero comprobar si hay rechazos. No iría tan lejos si no creyera que las probabilidades son, como mínimo, razonables.

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