Tras el incierto Horizonte (27 page)

BOOK: Tras el incierto Horizonte
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El taxista hizo avanzar su vehículo a través de casi un kilómetro de callejones estrechos, murmurando entre dientes, a paso de tortuga. Las cabras y la gente se apartaban muy lentamente de nuestro camino. Los niños alborotaban mientras corrían a nuestro lado. Hice que me llevara hasta el sitio exacto, y que saliera y preguntara dónde vivía el señor Hanson Bover, pero antes de que lo averiguara vi al propio Bover sentado en los viejos escalones de una barraca móvil, vieja y oxidada. En cuanto le hube pagado, el taxista dio media vuelta y se alejó a mucha más velocidad de la que había venido, soltando las maldiciones esta vez en voz alta.

Bover permaneció sentado mientras me acercaba a él Tampoco dejó de masticar el pastelillo que se estaba comiendo. Se limitó a mirarme.

Para lo que era el barrio, vivía en una gran mansión. Aquellas antiguas caravanas llegaban a tener incluso tres habitaciones en su interior y hasta tenía maceteros a ambos lados de los escalones. La parte superior de su cabeza estaba calva y quemada por el sol, y vestía unos vaqueros viejos, sucios, cortados y deshilachados, y una camiseta con algo escrito en portugués que no pude entender pero que debía de ser una cochinada. Acabó de tragarse un trozo de pastel y dijo:

—Le hubiera ofrecido que comiera conmigo, pero estoy acabando de comer, Broadhead.

—No quiero almorzar. Lo que quiero es un trato. Le daré la mitad de lo que saque de la expedición y además le daré un millón de dólares si retira su demanda.

Se acarició con cuidado la cabeza. Me pareció extraño que se le hubiera quemado con tanta rapidez, porque no le había apreciado síntomas de quemaduras el día antes. Pero entonces me di cuenta de que tampoco le había visto la calva, su gran calva. Debía de haber llevado puesto un postizo. Se había disfrazado de arriba abajo para codearse con la clase alta. No cambiaba gran cosa. Sus modales me disgustaban, como me disgustaba el corrillo de gente que se había ido formando a nuestro alrededor.

—¿Podemos hablar dentro?

No me contestó. Se metió en la boca el último pedazo de pastel y lo masticó mientras me miraba.

Ya era suficiente. Pasé junto a él y subí los escalones hacia la casa.

Lo que primero me sacudió fue el hedor. Dios, cien veces peor que el de la calle. Tres de las paredes de la habitación estaban cubiertas por montones de jaulas en las que había crías de conejos. Olía a mierda de conejo, y la había a kilos. Y no solo de conejo. Había también un crío con los pañales sucios, acunado por una mujer joven. No, era una chiquilla, tendría apenas quince años. Me miró inquieta pero no dejó de acunar al niño entre sus brazos.

¡Así que aquel era el devoto santuario a la memoria de su esposa! No pude evitar el soltar una carcajada.

No había sido una buena idea entrar dentro de la caravana. Bover me siguió y cerró la puerta tras de sí, y la peste se intensificó. Ya no permanecía impasible, ahora estaba enojado.

—Ya veo que no aprueba mi estilo de vida.

Me encogí de hombros.

—No he venido hasta aquí para hablar de su vida sexual.

—No. Tampoco tiene ningún derecho a hacerlo. No creo que lo entendiera.

Intenté mantener la conversación donde me interesaba.

—Bover, le hice una oferta mucho mejor que la que obtendrá jamás de un tribunal, y bastante mejor de lo que tiene derecho a esperar. Acéptela, por favor, y así podré seguir con lo que tengo entre manos.

Tampoco entonces me contestó directamente, sino que le dijo a la chica algo en portugués. Ella se levantó, arrolló un trapo en torno al trasero del crío y se fue a las escaleras, cerrando la puerta al salir. Bover dijo, como si no me hubiese oído:

—Trish se marchó hace más de ocho años. Aún la quiero, pero sólo tengo una vida para vivir, y sé que está todo en contra para que Trish y yo volvamos a estar juntos.

—Si damos con la manera de dirigir las naves Heechees, tal vez podamos dar con Trish —dije.

No era mi intención hacerlo, pero todo lo que conseguí fue que me mirara con abierta hostilidad, como si creyera que aquella era una manera de intentar convencerle.

—Un millón de dólares, Bover. Puede usted abandonar este lugar esta misma noche. Con su señora, el crío y los conejos. Certificado Médico Completo para todos. El futuro del chico asegurado.

—Le dije que no lo entendería, Broadhead.

Después de meditarlo, le dije:

—Entonces, hágame entenderlo. Cuénteme lo que no sé.

Recogió uno de los paños sucios y dos pinzas del asiento en que había estado sentada la muchacha. Por un momento creí que, en un instante de debilidad, iba a mostrarse hospitalario, pero fue él quien se sentó allí, y me dijo:

—Broadhead, hace ocho años que vivo de la beneficencia. De la beneficencia brasileña. Si no nos hubiéramos dedicado a criar conejos no hubiésemos podido comer carne, y de no haber sido por las pieles, no hubiera podido comprar el billete de autobús gracias al cual me reuní con usted, ni el que me permite verme con mi abogado. Un millón de dólares no me van a resarcir de todo eso, ni de la pérdida de Trish.

Yo intentaba conservar la calma, pero su actitud y el hedor aquel estaban empezando a hartarme. Lo intenté con otras estrategias.

—¿Siente alguna simpatía por sus vecinos? ¿Quiere ver cómo se les ayuda? Bover, con la tecnología Heechee podemos acabar con este tipo de pobreza. ¡Comida en abundancia para todos! ¡Lugares acogedores en los que vivir!

Él contestó con un gesto de paciencia:

—Usted sabe tan bien como yo que lo primero que se obtenga de la tecnología Heechee no va a tener nada que ver con la gente del barrio. Sólo servirá para que gente como usted se haga más rica todavía. Quién sabe, tal vez llegue a suceder como dice, ¿pero cuándo? ¿A tiempo de servirles aún de algo a mis vecinos?

—¡Sí! ¡Si puedo conseguir que sea a tiempo, lo haré!

Él asintió.

—Usted dice que lo haré. Yo sé que lo hará si consigo hacerme con el control de todo ello. ¿Por qué tendría que confiar en usted?

—¡Porque le doy mi palabra, pedazo de mierda! ¿Por qué cree que estoy tratando de ganar tiempo?

Se arrellanó en el sillón y me miró.

—En cuanto a eso, creo que sí sé por qué tiene usted tanta prisa. No es por nada que tenga que ver con mis vecinos. Mis abogados le han seguido la pista muy de cerca, y ya sé todo lo referente a su chica de Pórtico.

No pude más. Exploté.

—¡Si sabe tanto acerca de mí —grité—, entonces también sabrá la prisa que tengo por sacarla de donde la metí! ¡Y escuche esto con atención, Bover: no voy a dejar que ni usted ni su puta de presidio me impidan hacerlo!

Su rostro se puso entonces tan colorado como su calva.

—¿Y qué es lo que piensa su mujer de lo que está usted intentando hacer? —preguntó para incomodarme.

—¿Por qué no se lo pregunta usted mismo? Si es que vive lo suficiente como para discutirlo con usted. Me largo, Bover. Jódase. ¿Cómo puedo conseguir un taxi?

Me sonrió de manera repugnante. Me abrí paso y me fui sin volver la vista atrás.

Cuando llegué al hotel comprendí por qué sonreía. Lo había comprendido ya, después de esperar el autobús dos horas en una plaza próxima a una letrina pública. No voy a explicar cómo fue el viaje en autobús. He viajado de maneras peores, pero no desde que dejé Pórtico. Había grupos de gente en el vestíbulo del hotel, y me miraron con extrañeza mientras atravesé la planta. Por supuesto, sabían quién era, todo el mundo sabía lo de los Herter-Hall, y mi foto había salido en la PV junto con las de ellos. No me cabía ninguna duda de que ofrecía un aspecto peculiar, sudoroso y aún enfadado.

Al cerrar de golpe la puerta de mi suite a mis espaldas, vi que las luces de emergencia de mi consola brillaban todas a la vez como si fueran fuegos de artificio. Lo primero que tenía que hacer era ir al cuarto de baño, pero por encima del hombro,
a
través de la puerta abierta, grité:

—¡Harriet! Manten todos los mensajes a la espera un minuto más y ponme con Morton. Comunicación de un solo sentido, no quiero que me conteste, sólo voy a darle una orden.

El rostro de Morton apareció en una esquina de la imagen, pequeño pero dispuesto.

—Morton, acabo de volver de casa de Bover. Le dije todo lo que se me ocurrió pero no le hizo ningún efecto. Quiero que me consigas detectives privados y que le sigan la pista como nadie lo haya hecho antes. El muy hijo de perra ha tenido que cometer algún error. Voy a hacerle chantaje. Si el error consiste en una multa de aparcamiento impagada de hace diez años, quiero su extradición por ello. ¡Apúrate!

Asintió en silencio, pero no desapareció, con lo que me daba a entender que obedecía mis órdenes pero que tenía algo que comunicarme, si se lo permitía. Por encima suyo, la cara de Harriet seguía esperando, contando los segundos que faltaban para que transcurriera el minuto de silencio que le había impuesto. Volví al cuarto y dije:

—Está bien, Harriet, pásamelos. Los de alta prioridad, primero, uno por uno.

—Sí, Robin, pero —dudó, mientras efectuaba rápidas evaluaciones— es que hay dos de igual importancia. En primer lugar está Albert, que quiere discutir contigo la captura de los Herter-Hall, aparentemente a manos de los Heechees.

—¡Capturados! ¿Por qué demonios no me...? —me detuve.

Evidentemente no me lo había dicho porque no había podido localizarme en toda la tarde. Pero Harriet continuó, sin darme tiempo a seguir pensando en ello.

—Sin embargo, supongo que preferirás que te pase primero el informe de la doctora Liederman, Robín. Me he puesto en contacto con ella, y puede hablar ahora mismo contigo, en persona.

Me dejó de piedra.

—Ponme —aunque sabía que no podía ser nada bueno si Wilma Liederman en persona quería hablar conmigo. En cuanto apareció, le pregunté—: ¿Qué ocurre?

Llevaba puesto un traje de noche, con una orquídea en el hombro. Por primera vez la veía así desde que vino a nuestra boda.

—No te alarmes, Robin, pero Essie ha sufrido una recaída. La hemos vuelto a conectar a los aparatos de emergencia otra vez.

—¡¿Qué?!

—No es tan grave como parece. Está despierta, consciente y lúcida, no le duele nada y se mantiene estable. Podemos mantenerla así tanto tiempo como haga falta...

—¡Siempre hay un pero!

—Pero hay un rechazo de riñon, y los tejidos de alrededor no se regeneran. Necesita otra tanda de trasplantes. Sufrió un colapso urémico hace dos horas y ahora está bajo diálisis total de nuevo. Pero eso no es lo peor. Se le han añadido tantas partes y fragmentos que su sistema inmunológico está resentido. Vamos a tener que encontrarle una muestra de tejido similar al suyo, pero de todas formas habrá que darle dosis masivas de droga que estimulen sus propias autodefensas.

—¡Mierda! ¡Eso es como volver al tiempo de las cavernas!

Asintió.

—Generalmente, conseguir un tejido similar a los del paciente no es difícil, pero sí en este caso. Para empezar, pertenece a un grupo sanguíneo poco frecuente. Es rusa, y ese tipo es raro en esta parte del mundo, así que...

—¡Por amor de Dios! ¡Conseguidla en Leningrado!

—Así que, estaba diciendo, hemos rebuscado por todos los bancos de tejidos del mundo. Los hay parecidísimos, casi iguales al suyo. Pero en su actual estado no deja de haber riesgos.

La miré con atención, intentando descubrir algo en el tono de su voz.

—De que vuelva a suceder, ¿no es eso?

Movió afirmativamente la cabeza con dulzura.

—¿De que se muera quieres decir? ¡No puedo creerlo! ¿De qué narices sirve el Certificado Médico Completo?

—Robin, casi se nos muere hace dos horas. Tuvimos que reanimarla. Hay un límite más allá del cual nadie puede resistir.

—¡Entonces al diablo con la operación! Has dicho que se mantenía estable, ¿no?

Wilma se miró las manos entrelazadas en su regazo, y luego me miró a mí.

—El paciente es ella, Robin, no tú.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Es cosa suya. Acaba de decirme que no quiere pasarse el resto de su vida conectada a una máquina de soporte vital. Vamos a empezar mañana por la mañana.

Me quedé sentado mirando la imagen mucho rato después de que Wilma Liederman desapareciera y de que mi paciente programa secretarial volviera a aparecer, esperando en silencio mis órdenes.

—Eh, Harriet —dije por fin—. Quiero que me reserves plaza en un vuelo a casa esta misma noche.

—Sí, Robin, ya lo he hecho. No hay ninguno directo esta noche, pero hay uno que puedes tomar en Caracas y que te dejará en Nueva York a las cinco de la mañana. La operación está prevista para las ocho.

—Gracias.

Ella siguió esperando en silencio. La estúpida cara de Morton seguía también en pantalla, chiquita y llena de reproche, en el ángulo inferior izquierdo. No hablaba, pero de vez en cuando se aclaraba la garganta o tragaba saliva para hacerme saber que seguía a la espera.

—Morlón —le dije—, creo haberte dicho que te esfumaras.

—No puedo hacer eso mientras tenga dudas. Me diste ciertas órdenes con respecto al señor Bover.

—Ya lo creo que lo hice. Y si aun así no consigo pillarle, haré que le maten.

—No tienes por qué preocuparte —añadió rápidamente—. Hay un mensaje de sus abogados. Ha decidido aceptar tu oferta.

Le miré sin darle crédito, con los ojos y la boca abiertos.

—No lo entiendo, ni sus abogados tampoco, Robín —dijo rápidamente—. Están bastante contrariados. Pero ha dejado un mensaje personal para ti, si es que eso explica algo.

—¿Qué dice?

—Cita: «Quizá él lo entienda.» Fin de cita.

A lo largo de una vida llena de confusión, vida que además se está convirtiendo en especialmente larga, he tenido muchos días confusos, pero aquél fue algo especial. Me metí debajo del chorro del agua caliente durante media hora, tratando de aclararme la mente. Pero no conseguí calmarme.

No sabía qué hacer en las tres horas que me quedaban antes de salir hacia Caracas. Y no por falta de cosas. Harriet intentaba captar mi atención; Morton, que le firmara el acuerdo con Bover; Albert quería que discutiéramos el bioanálisis de sangre Heechee que no sé quién había llevado a cabo. Todos querían hablarme de algo, y yo no quería hacer nada de lo que me decían. Me había quedado atrapado en mi propio tiempo dilatado, mientras veía al mundo pasar volando ante mí. Aunque en realidad, más que pasar volando, se arrastraba. No sabía qué hacer. Era gracioso pensar que Bover hubiera creído que le había entendido tan bien. Me preguntaba cómo podía creer que me entendía siquiera a mí mismo.

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