Tras el incierto Horizonte (24 page)

BOOK: Tras el incierto Horizonte
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—Peter Herter —se dijo en voz alta—: Estás solo en este maldito lugar, y cuando te mueras , aquí mismo, seguirás estando solo.

Se percató de que se estaba hablando a sí mismo. Ya.

Siguiendo con los hábitos adquiridos durante todos aquellos años, se lavó, se limpió los dientes, se peinó el cabello y entonces se tomó cierto tiempo para recortarse los pelillos que le sobresalían de los oídos y de la base del cuello. De todas formas daba igual lo que hiciera. Después de abandonar su reservado, tomó dos paquetes de comida CHON y se los comió metódicamente antes de preguntarle a Vera si había mensajes del Paraíso Heechee.

—No —dijo—, ...Mr. Herter. Pero hay órdenes de la Tierra.

—Más tarde —dijo. No le importaban.

Le dirían que hiciera cosas que ya había hecho, seguramente. O le dirían que hiciera cosas que no tenía intención de hacer, quizás que saliera al exterior para cambiar la situación de los reactores, para volver a intentarlo. Pero la factoría, por supuesto, volvería a contrarrestar cada aceleración con una aceleración de igual intensidad y de sentido inverso, para continuar Dios sabía dónde y por razones que Él podía conocer. De todas formas, nada de lo que se recibiera de la Tierra en los siguientes cincuenta días tendría relevancia alguna en relación a los nuevos acontecimientos.

Y en menos de cincuenta días...

En menos de cincuenta días, ¿qué?

—Te comportas como si tuvieras un abanico de posibilidades donde elegir, Peter Herter —gruñó para sí.

Bueno, tal vez las tuviera, pensó, de poder darse cuenta de cuáles eran. Mientras tanto, lo mejor que podía hacer era continuar lo que había hecho siempre. Mantenerse fastidiosamente limpio. Realizar todas aquellas tareas que razonablemente podía hacer. Mantener sus perfectamente establecidos hábitos. Durante todas aquellas décadas había aprendido que el mejor momento para evacuar era unos cuarenta y cinco minutos después de desayunar; era casi aquella hora; lo apropiado era hacerlo. Mientras estaba acuclillado en el sanitario sintió una débil aceleración que le preocupó. Era un fastidio que las cosas sucedieran sin él saber el motivo, y no dejaba de ser una interrupción de lo que estaba haciendo con su acostumbrada eficacia. Desde luego que uno no podía esperar demasiada eficacia de unos esfínteres que habían sido comprados y trasplantados gracias a un desgraciado (o hambriento) donante, o de un estómago que había sido trasplantado intacto de otro cuerpo. Sin embargo, le agradaba que funcionaran tan bien.

«Te interesa el funcionamiento de tus intestinos hasta un límite que raya la morbosidad», se dijo sin hablar.

También sin hablar —aunque no parecía tan malo hablarse a uno mismo mientras nadie le oyera—, se autodefendió. No carecía de justificación, pensó. Eso sucedía porque tenía en mente el ejemplo de la unidad de bioanálisis, que durante tres años y medio había estado mostrándoles cada producto de deshecho de sus cuerpos. ¡A fin de cuentas, es lo que tenía que hacer! ¿Cómo, sino, iba a controlar su salud? Y si a una máquina le era lícito pesarle y evaluarle los excrementos a uno, ¿no le era lícito al padre de la criatura?


Du bist verrückt
—dijo en voz alta, sonriendo.

Asintió con la cabeza, completamente de acuerdo consigo mismo mientras se limpiaba y se abrochaba el mono, porque lo había asumido del todo. Se había vuelto loco.

En relación al comportamiento del hombre medio.

¿Pero es que acaso un hombre medio se hubiera encontrado en su misma situación?

Así pues, cuando uno decía estar loco, no decía nada que tuviera importancia, después de todo. ¿Qué le importaba a
Schwarze, Peter
el comportamiento del hombre medio? A fin de cuentas era sólo en relación a los hombres extraordinarios como se le podía juzgar, ¡y ésos constituían un grupo bien variopinto! Drogadictos y borrachos. Adúlteros y traidores. Tycho Brahe tenía nariz de gutapercha, y nadie dejó de considerarlo extraordinario por ello. El
Reichsfürer
no comía carne. El propio Federico el Grande invirtió mucho tiempo que podía haber dedicado a la construcción de un imperio en escribir música para grupos de cámara. Paseó en dirección a la computadora y llamó:

—Vera, ¿qué ha sido el empujón ese de hace un momento?

La computadora se demoró mientras contrastaba la descripción que de él poseía con la imagen que captaba.

—No puedo asegurarlo... Mr. Herter. Pero la inercia se patentiza en el momento en que alguno de los cargueros observados aterriza o despega.

Él, de pie, apretó el borde del asiento de la consola.

—¡Qué imbécil! —gritó—. ¿Por qué no se me ha dicho que podía tratarse de eso?

—Lo siento... Mr. Herter —se disculpó—. El análisis en que sugería tal posibilidad le ha sido transcrito por copia de impresora. Tal vez lo pasó por alto.

—¡Qué imbécil! —repitió, pero esta vez no quedó muy claro a quién se refería—. ¡Los cargueros, claro!

Habían pasado por alto durante todo el tiempo que la producción de comida de la Factoría tenía que ir a parar a algún sitio y habían pasado también por alto que las naves tenían que volver de vacío para ser reabastecidas. ¿Para qué? ¿Dónde?

Eso era lo de menos. Lo que importaba era darse cuenta de que quizás no siempre iban a volver de vacío. Y, siguiendo el razonamiento, darse cuenta de que al menos una nave, que debía volver a la Factoría Alimentaria, estaba ahora en el Paraíso Heechee. Si tenía que volver, ¿qué o quién habría dentro?

Peter se frotó un brazo, que había empezado a dolerle. Con dolor o sin él, tal vez pudiera hacer algo al respecto. Pasarían varias semanas antes de que la nave volviera. Podía... ¿Qué? ¡Sí! Hacer una barricada en el pasillo. Podía arreglárselas para mover máquinas, armarios —todo lo que tenía masa— para bloquearlo, de modo que cuando regresara, si regresaba, quienquiera que fuese se vería detenido, o al menos¡ obstaculizado. Y era tiempo de empezar a hacerlo.

No se entretuvo más y empezó a buscar material para construir una barricada.

Teniendo en cuenta la imperceptible aceleración de la Factoría Alimentaria, no era difícil mover objetos incluso de gran volumen. Pero era agotador. Y empezaron a dolerle ambos brazos. Y poco después, mientras empujaba un objeto de metal azul parecido a una canoa corta y ancha en dirección al pozo de aterrizaje, notó una extraña sensación que parecía provenir de la raíz de sus dientes, casi como un dolor de muelas; y la saliva empezó a manar de debajo de su lengua.

Peter se detuvo y respiró profundamente, obligándose a relajarse.

No consiguió nada, como había previsto. Poco después empezó a dolerle el pecho, primero ligeramente, como si alguien presionara sobre su esternón con un palo de esquí, y después sintió una dolorosa, profunda, abrasadora punzada, como si sobre el palo de esquí se apoyara un individuo de cien kilos.

Estaba demasiado lejos de Vera para conseguir ayuda médica. Tendría que esperar a que se precipitaran los acontecimientos. Si era una angina de pecho, tal vez sobreviviría. Se sentó, paciente y calmado, para ver qué ocurría, mientras la ira le crecía en el pecho. ¡Qué tremenda injusticia!

¡Qué tremenda injusticia! A cinco mil Unidades Astronómicas de distancia, las gentes del mundo, libres de toda preocupación, seguían con sus asuntos, sin saber ni interesarles que el hombre que tanto iba a hacer por ellos —¡que ya había hecho!— podía estar muriéndose, solo y atormentado por el dolor.

¿Serían capaces de sentir gratitud? ¿De mostrar respeto, aprecio, o al menos un comportamiento decente?

Tal vez les diera una oportunidad. Si respondían, sí, les colmaría de regalos nunca antes vistos. Pero si eran malvados y desobedientes...

¡En ese caso Peter Schwarze les colmaría de tales maldiciones que todo el mundo temblaría y se estremecería de terror! De una forma u otra nunca habían de olvidarle... con sólo que consiguiera sobrevivir a lo que se le avecinaba.

9
BRASILIA

Lo que importaba era Essie. Cada vez que salía del quirófano —catorce veces en seis meses— me sentaba a su lado, y cada vez su voz era algo más débil y estaba más demacrada. Todos me perseguían a un tiempo; la vista que se celebraba contra mí en Brasilia iba mal, nos llovían los informes de la Factoría Alimentaria, el fuego de las minas de alimentos seguía sin extinguirse. Pero Essie era lo primero para mí. Harriet tenía órdenes claras. En cuanto Essie preguntaba por mí, estuviera dormido o despierto, se nos ponía en contacto de inmediato: «Por supuesto, señora Broadhead, Robín se pondrá en seguida. No, no le molestará en absoluto. Acaba de levantarse hace un momento.» O bien: «En estos momentos está descansando entre dos entrevistas.» O «En estos momentos sube del embarcadero del mar de Tappan.» O cualquier cosa que no impidiera que Essie se pusiera en comunicación conmigo. Y entonces yo tenía que dirigirme a la habitación oscurecida, bronceado y sonriente con aspecto descansado, para decirle qué buen aspecto tenía. Habían convertido mi sala de billar en un auténtico teatro de operaciones, y habían tenido que sacar los libros de la biblioteca contigua para acondicionarle un dormitorio. Ella estaba allí la mar de bien. O, al menos, eso decía.

Y de hecho, no es que tuviera tan mal aspecto. Habían realizado ya todos los injertos y soldaduras óseos, y añadido dos o tres kilos de órganos de repuesto y tejidos injertados. Hasta le habían repuesto la piel, o le habían trasplantado la de alguien. Su rostro parecía normal, a excepción del ligero vendaje que le cubría parte de la cara, sobre la que cepillaba su espléndido pelo rubio.

—Ya, ya, ligón —me saludaba—. Y tú, ¿cómo estás?

—Bien, bien, un poco ajetreado —solía contestarle yo, restregando mi nariz contra su mejilla—. ¿Cómo te encuentras?

—Bien.

Y así nos dábamos mutuo ánimo; y tampoco es que mintiéramos. Ella mejoraba día a día, me lo decían los médicos. Y yo también... ¡yo qué sé qué es lo que iba haciendo! Pero temblaba de impaciencia cada mañana. Trabajaba con un promedio de cinco horas de sueño cada noche. Sin sentirme cansado ni un solo instante. Jamás me había sentido mejor en toda mi vida.

Pero ella continuaba adelgazando cada vez más. Los doctores me dijeron qué era lo que debía hacerse; yo se lo dije a Harriet y ella se ocupó de reajustar su dieta. Dejamos de comer ensaladas y bistecs a la plancha. Nada de café ni zumos en el desayuno, sino
tvoroznikyi,
pastelillos de queso y tazones de humeante cacao. Para comer, platos de cordero del Cáucaso con guarnición de arroz. Urogallo cocido con salsa de leche agria para cenar.

—Me estás malcriando, Robín querido —me acusaba.

Y yo le decía:

—Sólo te estoy engordando. Nunca me han gustado las mujeres flacuchas.

—De acuerdo, pero te estás pasando con tanta comida folklórica. ¿Es que no hay nada que engorde que no sea ruso?

—Espérate al postre —le sonreí—. Pastel de fresas. Aderezado con crema Devonshire.

Por amor de la psicología, la enfermera me había convencido de que debíamos empezar con pequeñas cantidades en platos grandes. Essie se obligaba a comerlo todo, y a medida que aumentábamos las raciones, comía más. No dejó por ello de perder peso, pero al menos lo hacía mucho más lentamente, y al cabo de seis meses los doctores opinaron, precavidos, que su estado podía calificarse de estable. Casi.

Cuando le di la buena nueva ya se levantaba, conectada, eso sí, a la maraña de tubos de debajo de su cama, aunque podía moverse por toda la habitación.

—Ya era hora —me dijo mientras se me acercaba para besarme—. Has pasado demasiado tiempo en casa.

—Es un placer —contesté.

—Es todo un detalle —me corrigió—. Ha sido delicioso que estuvieras siempre aquí. Pero ahora que ya estoy bien, Robín, hay asuntos de los que debes ocuparte.

—No creas, me las arreglo bastante bien con la terminal de la habitación de los cerebros electrónicos. Claro que sería formidable que nos pudiéramos ir los dos a otro sitio. Creo que no has estado nunca en Brasilia. Tal vez dentro de unas pocas semanas...

—No, dentro de unas pocas semanas, no. Al menos conmigo. Si tienes necesidad de ir, ve, Robín, por favor.

Dudé:

—Bueno. Morton cree que sería aconsejable.

Ella asintió nuevamente y dijo:

—¿Harriet? El señor Broadhead saldrá mañana para Brasilia. Haz la reserva, etcétera, etcétera.

—Ciertamente, señora Broadhead —contestó Harriet desde la consola a la cabecera de su cama. Su imagen se disolvió en la oscuridad tan rápidamente como había aparecido, y Essie me rodeó con los brazos.

—Me ocuparé personalmente de que tengas a tu disposición un servicio de comunicación completo en Brasilia —prometió—, y Harriet te mantendrá informado todo el tiempo acerca de mi estado. Estáte tranquilo, Robín. Si te necesito, lo sabrás al instante.

—Bien... —le dije al oído.

Ella musitó contra mi hombro:

—Nada de «bien». Está decidido y, ¿sabes?, te quiero mucho.

Albert me ha dicho que cada mensaje que envío por radio es, de hecho, una larga hilera de fotones lanzada al espacio como una flecha. Una transmisión de treinta segundos se convierte en una columna de nueve millones de kilómetros de longitud, cada uno de los fotones disparado a la velocidad de la luz, en perfecta línea recta. Pero incluso a esa larga, veloz, fina línea le lleva casi una eternidad cruzar las cinco mil U.A. que hay hasta la Factoría Alimentaria. La fiebre que había dañado a mi mujer había tardado en llegar veinticinco días. La orden de que no hicieran locuras con el diván de los sueños había recorrido apenas una fracción de la distancia cuando se cruzó con la segunda emanación de la fiebre, la que había provocado Janine. Nuestro mensaje de felicitación para los Herter-Hall con motivo de su llegada a la Factoría Alimentaria, en algún lugar más allá de la órbita de Plutón, se cruzó con el que nos comunicaba que casi todos se habían marchado en una nave espacial hacia el «Paraíso Heechee». Por ahora, seguían allí; y nuestro mensaje, en el que se les decía qué debían hacer, hacía días que aguardaba en la Factoría Alimentaria, en espera de una respuesta. Por una vez, dos sucesos acaecidos en fechas tan cercanas habían estado lo suficientemente próximos cómo para influirse mutuamente.

Y lo mismo iba a pasar cada vez. ¡Qué fastidio! Tenía necesidad de muchas de las cosas de la Factoría Alimentaria, pero sobre todo necesitaba la radio MRL. ¡Debía de ser algo sorprendente! Cuando le recriminé a Albert que no se hubiera esperado la sorprendente existencia de un invento de tal calibre, él se limitó a sonreírme con aquella sonrisa suya tan gentil y humilde y, metiéndose el extremo del mango de la pipa en la oreja, me dijo:

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