Tras el incierto Horizonte (29 page)

BOOK: Tras el incierto Horizonte
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El Patriarca no poseía un sentido demasiado claro acerca de cuántos recuerdos disponía, ni del tiempo que había pasado entre una cosa y otra. Ni tan siquiera sabía a ciencia cierta dónde estaba almacenado cada recuerdo. El lugar en el que él y sus criaturas se encontraban era «Aquí». Aquel otro lugar que aparecía con tanta viveza en sus recuerdos era «Allí». Todo lo demás en el universo se encontraba simplemente en «Cualquier Otro Lugar», y no se molestaba en situar la exacta localización de cada lugar ni tampoco en saber cuál era la posición de unos en relación a los otros. ¿De dónde procedían los intrusos? De un sitio u otro. Daba igual saber exactamente de dónde. ¿Cuál era aquella fuente de abastecimiento que solía visitar el muchacho? Cualquier otro lugar. ¿Desde dónde había llegado su gente, en los remotos días que habían precedido a su nacimiento? No importaba. Ese punto central que era «Aquí» existía desde hacía mucho, mucho tiempo, más incluso del que cualquiera podía abarcar, más de lo que él mismo era
capaz
de aprender. «Aquí» había estado viajando por el espacio desde que fue construido, puesto a punto y botado; «Aquí» había visto muchos nacimientos y muchas defunciones, cerca de cinco millones, a pesar de que nunca había cobijado a más de unos pocos centenares de seres vivos a la vez, que raramente habían constituido otra cosa que reducidos grupos. Durante todo aquel tiempo «Aquí» había presenciado cambios constantes. A medida que el tiempo pasaba los nuevos seres eran de mayor tamaño, más blandos, más gruesos, y también más torpes. Los adultos eran más altos, más lentos, menos peludos. También los cambios habían sido rápidos en ocasiones. En esos casos las criaturas tenían que despertar al Patriarca.

A veces se trataba de cambios políticos, ya que «Aquí» había albergado un millón de sucesivos sistemas diferentes. Había períodos de una o dos generaciones, a veces de hasta varias centurias, en que la cultura existente era sensata y hedonística, o en que nadie descollaba sobre los demás. A veces se trataba de una sociedad puritana; en otras ocasiones algún individuo se convertía en déspota o en divinidad. Pero jamás se había desarrollado una república democrática como las de la Tierra —no había suficiente espacio «Aquí» para albergar a un gobierno representativo— y sólo en una ocasión había habido una sociedad estratificada en castas (que acabó cuando los sojuzgados piel parda se alzaron contra los amos piel marrón y los barrieron, afortunadamente). Había habido muchas ideologías «Aquí», bien variadas, pero una sola religión; al menos, durante el último milenio. Sólo había sitio para una mientras el dios viviente permaneciera junto a sus criaturas a lo largo de las vidas de éstas, y mientras siguiera despertando para castigarles o premiarles a su antojo.

A lo largo de muchos siglos, «Aquí» no había albergado gente de verdad, sino sólo un grupo de estupefactos seres semi-perceptivos enfrentados a una serie de contingencias ideadas para robustecer su inteligencia. El proceso funcionó, pero llevó mucho tiempo. Se tardó cien mil años en que el primero de ellos llegara a concebir el mero concepto de la escritura, y casi medio millón más de años en que apareciera uno lo suficientemente inteligente como para que se le pudiera confiar alguna tarea. Aquel honor le había correspondido al propio Patriarca. Ningún otro desde entonces había sido merecedor de semejante honor.

Y el Patriarca sabía que también aquello había sido un error. Había fracasado de una manera u otra. ¿Y en qué había fallado?

¡Sin duda alguna él había dado lo mejor de sí mismo! Siempre, y en particular durante los primeros siglos de su vida posterior en el interior de la máquina, había sido cuidadoso y diligente a la hora de supervisar cada uno de los actos de sus criaturas. Les había castigado cuando se equivocaban. Y cuando acertaban, no dejaba de alabarles. Siempre había estado atento a sus necesidades.

Pero tal vez era ahí donde se había equivocado. Mucho, muchísimo tiempo atrás se había despertado con una terrible sensación de «dolor» en la carcasa metálica en la que habitaba. No era dolor carnal, sino el informe que los sensores le habían facilitado acerca de un daño físico inaceptable, pero había sido tan alarmante como si se hubiera tratado de dolor real. A su alrededor se apiñaban sus criaturas, aterrorizadas, gritando, al tiempo que le mostraban el cuerpo destrozado de una joven hembra.

—¡Estaba loca! —gritaron temblando— ¡Intentaba destruirte!

El rápido sistema de evaluación informó al Patriarca de que los daños eran despreciables. Había utilizado algún tipo de explosivo, y todo lo más que había dañado eran unos cuantos instrumentos y alguna que otra red de control, nada que no pudiera repararse. Preguntó porqué había sucedido aquello. Sus respuestas fueron lentas pues estaban aterrorizados.

—Quería qué te destruyésemos. Decía que nos estabas perjudicando y que no podríamos evolucionar mientras tú siguieras vivo. ¡Te pedimos clemencia! ¡Sabemos que nos hemos equivocado, que hubiéramos debido matarla antes!

—Os habéis equivocado, sí —sentenció el Patriarca—, pero no por eso. Si vuelve a aparecer alguien así entre vosotros, despertadme de inmediato. Debéis reducirlo por la fuerza si es necesario, pero no lo matéis.

Y después... ¿algunos siglos más tarde? Parecía ayer mismo. Y después, tuvo lugar aquel período en el que no le despertaron a tiempo. Durante una docena de generaciones, sus criaturas no obedecieron las leyes, y no cumplieron con los planes de reproducción, y el censo total de sus criaturas vivas descendió a cuatro individuos en el momento en que decidieron afrontar el riesgo de su ira y le despertaron. Y realmente la experimentaron. Aquello casi constituyó el fin de sus planes, porque de los cuatro individuos sólo uno era hembra, y era casi demasiado vieja para poder criar. El Patriarca tuvo entonces que pasar doce años de su vida despertándose continuamente cada pocos meses, preocupado por imponer su disciplina, por enseñar, por ocuparse de todo. Con ayuda del conocimiento depositado en sus más antiguas memorias consiguió que las dos crías que la hembra pudo concebir fueran, asimismo, hembras. Con el esperma que había conservado de los temerosos machos mantuvo la reserva genética tan diversificada como pudo. Pero aquello había sido casi el fin. Y algunas cosas se habían perdido definitivamente. Ningún otro asesino se había lanzado en contra de él. ¡Si por lo menos hubiera aparecido uno! Pero ningún otro individuo semejante apareció.

El Patriarca se vio obligado a reconocer que no aparecería ningún otro. De haber sido posible, ya hubiese sucedido. Había habido tiempo más que suficiente. Diez mil generaciones de sus criaturas se habían sucedido desde entonces, a lo largo de un período de un cuarto de millón de años.

Cuando el Patriarca volvió a desplazarse de lugar, todas sus criaturas lo hicieron con él. Sabían que iba a actuar. Pero no sabían cómo.

—Que se reemplacen los mecanismos de reparación de los pasillos de 4700 @ —dijo—. Enviad tres técnicos.

Un apagado rumor de alivio escapó de entre los setenta y pico adultos. Los castigos eran lo primero que se padecía, y si las primeras órdenes no habían sido castigos era que —de momento— no los habría. Los tres técnicos que había escogido el líder estaban menos tranquilos, porque su elección significaba varios días de pesado trabajo manual llevando y trayendo las maquinarias de reparación; pero también era una buena excusa para alejarse de la angustiosa presencia del Patriarca, y la aprovecharon de inmediato.

—El prisionero macho y la hembra de más edad, que sean encerrados juntos —dijo. Si habían de servir para la reproducción, sería mejor empezar cuanto antes, y hacerlo con la hembra más adulta—. ¿Hay alguno entre vosotros que sepa cómo funciona la máquina de los sueños?

Tres de las criaturas se adelantaron con recelo.

—Que uno de vosotros eduque a la hembra más joven —ordenó—. ¿Hay alguno entre vosotros que sepa cómo almacenar la memoria de los intrusos?

—Yo preparé
a
los dos últimos —dijo el líder—, y algunos de los que me ayudaron siguen vivos.

—Comprueba si todavía recordáis cómo hacerlo —ordenó el Patriarca—. Si alguno de vosotros ha de morir, que se le prepare para el almacenaje, y que algunos de los más jóvenes aprendan a hacerlo.

Era realmente necesario. Si habían olvidado la técnica —y sus vidas eran tan breves que olvidaban muchas de las técnicas mientras él dormía— sería necesario que algunas de sus criaturas practicaran la cirugía cerebral con otros individuos de su misma especie, para que estuvieran preparados en caso de que él decidiera que alguno de los intrusos tenía que ser conservado en los bancos de memoria. Siguió adelante con su lista de asuntos prioritarios y dio órdenes adicionales. Al menos una vez al mes, las zonas de acceso permitido habrían de ser visitadas y las plantas muertas habrían de reemplazarse por otras en buen estado. Y puesto que el número de jóvenes y niños era tan solo de once, tendría que conseguir que nacieran al menos cinco individuos al año durante los siguientes diez.

Después de aquello, el Patriarca desconectó sus receptores externos, recuperó su posición en la central de las terminales de comunicación y se conectó a los bancos de memoria general. En la sala en forma de huso sus criaturas se apresuraban a cumplir las órdenes que recibían a medida que el líder iba repartiendo tareas. Una media docena salieron a plantar arbustos de bayas y enredaderas con las que reemplazar a las plantas que habían resultado dañadas, otros fueron a ocuparse de los cautivos y a atender las tareas de mantenimiento, varias de las parejas jóvenes fueron enviadas a sus habitáculos para criar. Fueran cuales fueran sus otros planes, habían quedado aplazados. En este caso en particular, el Patriarca no lamentaba que sus criaturas le hubiesen despertado; y, por supuesto, ni se le ocurrió considerar que sus criaturas sí lamentaban haberlo hecho.

Sus preocupaciones eran muy otras.

A pesar de haber reducido sus receptores externos a un estado de reposo por desconexión, él no había vuelto a reposar. Estaba asimilando los nuevos factores en sus memorias. Las cosas habían cambiado, y el cambio significaba peligro. Pero también nuevas oportunidades, si abordaba el riesgo de manera adecuada. Podía utilizar la posibilidad del cambio para adelantar sus propósitos y podía evitar que el riesgo interfiriera en ellos. Ahora, su atención se cifraba en las estrategias que habían de llevar sus propósitos a buen término.

Buscó por entre las memorias generales. Algunas almacenaban sucesos acaecidos tan lejos en el tiempo y el espacio que llegaron a atemorizarle. (¡Cómo se había atrevido con aquella temeridad!) Algunos de los acontecimientos eran, por el contrario, bastante cercanos y en absoluto escalofriantes, por ejemplo aquellas memorias a las que el chico llamaba «Difuntos». No habría en ellos nada que pudiera atemorizarle. Pero eran terriblemente irritantes.

Cuando los intrusos llegaron, por error, la primera vez, náufragos quebrantados en frágiles naves, el Patriarca había sentido un momento de terror. Era inexplicable. ¿Quienes eran? ¿Eran acaso los señores a los que él trataba de servir, llegados para castigarle por su prepotencia?

Comprendió rápidamente que no. ¿Eran, pues, otra casta de servidores de los señores, de quienes él podría aprender nuevos métodos para poder seguir sirviéndoles? Tampoco se trataba de eso. No eran más que viajeros. Habían llegado Aquí por casualidad, en naves antiguas, abandonadas, que ellos no sabían manejar a ciencia cierta. Cuando los mandos de las naves quedaron bloqueados al llegar Aquí, como tenían que hacer, se alarmaron.

Ni siquiera habían resultado ser interesantes. El Patriarca había empleado muchos de sus días en ellos a medida que habían ido apareciendo, primero uno, después otro aventurero solitario, un grupo de tres más tarde. En total habían llegado a sumar unos veinte, llegados en nueve naves, sin contar al chico que había nacido Aquí, y ninguno de ellos se hizo merecedor de la atención que les había dedicado. A los primeros había hecho que los sacrificaran sus criaturas, para que sus cerebros pudieran ser almacenados y él pudiera utilizarlos mejor. A los otros, había ordenado que los dejaran circular libremente, pues le pareció que tal vez serían de mayor provecho e interés dejándoles llevar una vida independiente en las áreas que eran frecuentadas rara vez. Les había facilitado todo lo que creyó que podía hacerles falta. A algunos les había hecho inmortales de la misma manera que él mismo había sido inmortalizado, cosa que había hecho con menos del cinco por ciento de sus criaturas. Pero todo aquello había resultado ser un derroche. Vivos a su capricho o conservados para la eternidad, causaban más problemas de los que cabía soportar por su causa. Les contagiaron enfermedades a sus criaturas, llegando a morir algunas de ellas. A su vez, sus criaturas les contagiaron las suyas a los intrusos, de los que también murieron algunos. Y, además, no era posible almacenar sus cerebros en buen estado. A pesar de utilizar las mismas técnicas que se habían utilizado con él, y que él empleaba con sus criaturas, para almacenarlos adecuadamente, su percepción del tiempo resultaba deficiente; las respuestas que daban a los interrogatorios, vagas. Algunos eran imposibles de entender, y no porque las técnicas utilizadas hubieran fallado; es que, de entrada, eran defectuosos.

Después de haber sido inmortalizado tras la muerte de su carne, el Patriarca despertó a su verdadero ser. Todos sus conocimientos y habilidades los duplicó la máquina, y lo mismo sucedía con sus criaturas cuando decidía incorporarlos a la máquina. Eso mismo había sucedido con sus antecesores, hacía ya tanto que su propia avanzadísima edad parecía menguar en comparación. Otro tanto ocurría con aquellas memorias que había almacenado y que prefería no consultar.

No así con los intrusos. Algo pasaba con sus componentes químicos. Quedaban registrados de manera defectuosa y de cualquier manera, y había ocasiones en que se sentía tentado de borrarlos. Había confinado sus sistemas de síntesis a la periferia de Aquí, adonde sus criaturas no se acercaban nunca. Había decidido conservarlos finalmente por cuestión de economía. Tal vez llegara un tiempo en que los necesitaría.

Y quizás la ocasión había llegado.

Con un cierto receloso disgusto, como haría alguien que descendiera a las alcantarillas a por una gema extraviada, el Patriarca abrió las conexiones que le unían a las mentes de los intrusos.

Y retrocedió asustado.

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