Tras el incierto Horizonte (40 page)

BOOK: Tras el incierto Horizonte
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15
EL NAUFRAGO ESPACIAL

Ni en los peores momentos —ni tan siquiera cuando se sentía más viejo que el mismísimo Patriarca y tan muerto como el propio Payter— había tenido Paul un aspecto tan lamentable como el de la lastimera criatura que enarbolaba una pistola con la que le apuntaba desde la escotilla de su propia nave. Detrás de la pestilente barba de más de un mes el rostro de aquel hombre parecía el de una momia. Hedía.

—Haría bien en tomarse un baño —le espetó Paul—. ¡Y deje de apuntarme con esa pistola!

La momia se desplomó sobre el borde de la escotilla.

—Usted es Paul Hall —murmuró escrutando su mirada—. Por temor de Dios, ¿tiene algo de comer?

Paul miró más allá de él.

—¿Es que ya no queda nada?

Se introdujo en el interior de la nave y comprobó que, como era de esperar, los montones de comida CHON seguían exactamente donde los habían dejado. La momia se había dedicado a las bolsas de agua, por lo menos había despanzurrado tres, y el suelo de la nave estaba sucio y embarrado. Paul le ofreció una de las raciones.

—Hable bajo —le ordenó—. Y hablando de todo, ¿quién es usted?

—Soy Robín Broadhead. ¿Qué hago con esto?

—Morderlo —soltó Paul exasperado.

Exasperado no tanto porque le molestara la presencia de aquel hombre, o porque le enojara su pestilencia, sino más bien exasperado contra sí mismo, porque seguía temblando todavía. Había creído desfallecer del susto al temerse que fuera con uno de los Primitivos con lo que se había tropezado. ¡Pero Robín Broadhead! ¿Qué demonios estaba haciendo allí?

Pero no podía hacerle semejante pregunta todavía. Broadhead estaba casi literalmente muerto de hambre. Le dio varias vueltas al paquete entre las manos, ceñudo y temblando, y finalmente mordió una esquina. Tan pronto se cercioró de que podía masticarlo sin dificultad, lo devoró, llenándose la boca de tal manera que trocitos de comida le asomaban por entre las comisuras de los labios. Observaba a Paul mientras se llenaba la boca más deprisa de lo que conseguían masticar sus dientes.

—¡Tranquilo! —dijo Paul alarmado.

Pero le advirtió demasiado tarde. Después de tan larga privación de alimentos, unido al sabor poco familiar de la comida, sucedió lo que tenía que suceder. Broadhead se atragantó, boqueó y lo vomitó todo.

—¡Maldito idiota! —le gritó— ¡Conseguirá que le huelan a una milla de distancia!

Broadhead se irguió de nuevo, aún dando arcadas.

—Lo siento —masculló—. Creí que me moría. La verdad es que he estado a punto. ¿Puede darme algo de beber?

Paul así lo hizo, sólo un par de sorbos cada vez, y después le autorizó a mordisquear un pedazo de uno de los paquetes amarillos y marrones, los más blandos que había.

—¡Despacio! —ordenó—. Le daré más dentro de un rato.

Pero después de todo empezaba a alegrarse de volver a tener compañía humana tras ¿cuánto tiempo? Debía de hacer por lo menos dos meses. Sí, tras dos meses de continuo y solitario esconderse y zafarse de sus perseguidores, mientras hacía planes.

—Me pregunto qué habrá venido a hacer —le dijo—, pero me alegro de verle.

Broadhead se acabó de limpiar con la manga las últimas migajas de comida que le había quedado en los labios.

—Pues es bien sencillo —respondió al tiempo que miraba con ojos ávidos el resto de la comida en las manos de Paul—. He venido a rescatarles.

Broadhead había estado a punto de morir por deshidratación y por asfixia, pero no de hambre. Logró no devolver los pedazos que Paul le autorizó a tomar y a continuación pidió más; consiguió no devolver tampoco los nuevos pedazos e incluso logró reunir las suficientes fuerzas para ayudar a Paul a limpiar el zafarrancho que había organizado. Paul le encontró ropa limpia procedente del escaso guardarropa que tenía Wan en la nave; las prendas resultaron demasiado largas y estrechas, pero a fin de cuentas el cierre de la cintura de la faldilla no tenía por qué ajustarse del todo. Le condujo después al mayor de los abrevaderos para que se bañara. No lo hizo por un exceso de pulcritud, sino por temor. No era que los Primitivos oyeran mejor que los seres humanos, y posiblemente veían peor, pero poseían un olfato particularmente agudo. Después de pasar dos semanas escapando por los pelos, justo al poco de ser capturados Lurvy y Wan, Paul había comprendido la necesidad de bañarse hasta tres veces al día.

Y había comprendido muchas otras cosas.

Se apostó en la intersección de tres corredores, montando guardia mientras Broadhead intentaba quitarse de encima lo peor de su suciedad. ¡Rescatarlos! ¡Ja! En primer lugar no era cierto; los planes de Broadhead eran más sutiles y complejos. En segundo lugar, los planes de Broadhead no coincidían con los que él había estado madurando durante dos meses. Lo único que poseía era una ligera idea de cómo sonsacarles a los Difuntos cierta información, y apenas podía conjeturar el propio Broadhead qué haría una vez la información obrara en su poder. Y por si fuera poco esperaba que él le ayudara a arrastrar dos toneladas de maquinaria arriba y abajo por el Paraíso Heechee, sin importarle lo más mínimo el riesgo que pudieran correr, sin importarle en absoluto que tuviera sus propias ideas al respecto. Lo malo de ser rescatado es que los rescatadores se crean al mando de la operación. ¡Y encima que les estuviera agradecido!

En todo caso, admitió mientras se volvía lentamente para mantener vigilados los tres pasillos —si bien los Primitivos se mostraban ahora menos diligentes en lo relativo a patrullar de lo que se habían mostrado en un principio—, en todo caso, hubiese podido mostrarse agradecido si Broadhead hubiera aparecido antes, durante los primeros días de pánico, en que corrió y se escondió sin importarle demasiado una cosa u otra; o de haber aparecido algo más tarde, cuando había empezado ya a elaborar un plan, en el momento en que se había atrevido a volver a la sala de los Difuntos para establecer contacto con la Factoría Alimentaria, momento en que había conocido la muerte de Peter Herter. La computadora de la nave había resultado ser de nula utilidad, torpe como era y sobrecargada como estaba, incapaz siquiera de enviar sus mensajes a la Tierra. Los Difuntos se estaban volviendo locos. Estaba completamente solo. Poco a poco fue recuperando la calma. Y comenzó incluso a actuar. Cuando se sintió lo suficientemente seguro como para atreverse a acercarse a donde estaban los Primitivos, siempre y cuando se hubiese aseado previamente lo bastante para no dejar a su alrededor un rastro de olor, empezó a confeccionar un plan. Espió. Planeó. Estudió. Memorizó; ésa había resultado la parte más dura. Era muy difícil recordar cómo se comportaba el enemigo, qué caminos acostumbraban a frecuentar y en qué ocasiones era raro tropezarse con alguno de ellos, cuando no disponía de nada para escribir, cuando no disponía ni de un reloj. Cuando ni el día ni la noche, indistinguibles entre aquellas paredes de azul brillante, podían servirle de referencia. Hasta que finalmente se le ocurrió utilizar los hábitos de los Primitivos como cronómetros de sus actividades. Cuando veía a una patrulla volver a la cueva en forma de huso en que el Patriarca permanecía inmóvil, era que se disponían a dormir. Cuando veía salir de allí una nueva patrulla, era que empezaba un nuevo día. Dormían todos a un tiempo. Prácticamente todos, exceptuando ciertos imperativos que ignoraba a qué obedecían; y por ello fue atreviéndose a ir más y más cerca del lugar en que retenían a Lurvy, a Wan y a Janine. Incluso había logrado verlos una o dos veces, en las ocasiones que había osado esconderse entre las ramas de uno de los arbustos de bayas, espiando mientras los Primitivos empezaban a desperezarse, obligándole poco después a emprender una desesperada fuga. Lo tenía todo planeado. No había más de un centenar de Primitivos, y solían patrullar en grupos de no más de tres individuos.

Pero quedaba por resolver el problema de cómo enfrentarse a una de aquellas reducidas patrullas.

Paul Hall, más delgado y enojado que en toda su vida, creía haber resuelto ese problema. En los primeros días de pánico, de huida y de carreras, después de que los otros hubieran sido capturados, se había adentrado más y más lejos en el interior de los corredores verdes y rojos. En algunos de éstos la luz era escasa y débil. En otros, el aire tenía un regusto amargo y poco saludable, y las veces que pernoctó en ellos, se había despertado con un doloroso martilleo en la cabeza y con sensación de mareo. En todos ellos había objetos, máquinas y artilugios; algunos de éstos todavía crepitaban y murmuraban en voz baja, mientras que otros encendían y apagaban incesantemente sus luces.

No podía permanecer mucho tiempo en tales lugares porque no había en ellos agua ni comida, y no conseguía encontrar lo que más deseaba. No había verdaderas armas; quizá los Heechees no las habían necesitado jamás. Pero había encontrado una máquina rodeada por una especie de verja de rejas metálicas. Cuando las arrancó, en contra de lo que se había temido, no le electrocutaron. Y así se hizo con una lanza. Y en media docena de ocasiones encontró lo que parecía ser una versión reducida y más compleja de las perforadoras de túneles Heechees.

Y algunas funcionaban aún. Lo que los Heechees construían era para siempre.

Le llevó tres días llenos de temor, sed y bufidos conseguir que funcionaran, deteniéndose únicamente para deslizarse hacia los corredores dorados o la nave en busca de alimentos y comida, temiendo siempre que el ruido ensordecedor de las máquinas atraería a los Primitivos antes de que estuviera preparado. Pero no fue así. Aprendió a hacer girar la tetilla que sobresalía de la palanca móvil de modo que se encendieran las lucecitas que señalaban la puesta en marcha; aprendió a mover la dura rueda dentada hacia delante y hacia atrás para poder de esta manera llevar la máquina en una u otra dirección; aprendió que debía presionar en el disco oval de la plataforma para que brotara ante él el rayo de luz violáceo-azulada que conseguía incluso reblandecer el durísimo metal Heechee. Que fue lo que más ruido hizo. Paul temía que acabara por dañar algo que pudiera dañar a su vez el Paraíso Heechee, si es que antes no atraía hacia sí una de las patrullas de reconocimiento. Cuando llegó el momento de trasladar la máquina al lugar que había escogido, descubrió que ésta se deslizaba silenciosamente sobre sus ruedas. Y entonces Paul se detuvo para considerar la situación.

Sabía adonde solían ir los Primitivos, y cuándo.

Tenía una lanza con la que podía matar sólo a un Primitivo y que en el mejor de los casos podía permitirle derrotar a un par o tres si caía sobre ellos por sorpresa.

Tenía una máquina que podía aniquilar un número indeterminado de Primitivos si conseguía reunir una masa lo bastante grande de ellos delante de la máquina.

Todo ello le conducía a una estrategia que podía resultar efectiva. ¡Pero no podía estar seguro, Dios, no podía estar seguro! Dependía al menos de media docena de factores por combate. A pesar de que los Primitivos no le buscaban armados, ¿quién podía estar seguro? ¿qué armas podían tener? La estrategia consistía en matar unos cuantos de manera tan cuidadosa y experta que consiguiera no atraer a toda la tribu hasta que estuviera listo, para atraerlos a todos después, de una sola vez, o al menos a una cantidad suficiente de individuos que le permitiera encargarse del resto sólo con la lanza (¿sería ésa una estrategia de combate adecuada?) Y ante todo la estrategia se basaba en la no intervención de la gran máquina a la que Paul había conseguido vislumbrar, siempre a mucha distancia un par de veces, y cuyos poderes ignoraba por completo. ¿Y quién podía estar seguro de que no intervendría?

No disponía de respuestas seguras. Tan solo tenía esperanzas. El Patriarca era demasiado grande como para moverse con soltura por otros pasillos que no fueran los dorados. Y no daba la sensación de desplazarse muy a menudo. Y tal vez consiguiera engañarle también a él y llevarle ante el devastador rayo de la perforadora de túneles (que por lo demás, tampoco podía ser una perforadora de túneles, no en un lugar como aquél). A cada nuevo paso, todo se ponía en su contra, ésa era la verdad.

Pero a cada nuevo paso existía una débil posibilidad de éxito. Y en última instancia, no era el riesgo lo que le iba a impedir seguir adelante.

El Paul Hall que había estado merodeando y haciendo planes en los túneles del Paraíso Heechee, medio enloquecido de ira, miedo y preocupación por la suerte de su mujer y de los otros, no estaba del todo loco. Era el mismo Paul Hall cuya paciencia y gentileza habían conseguido que Dorema Herter se casara con él, el mismo Paul Hall que había aceptado también en el mismo lote a su hermana menor, impertinente y a veces incluso un tanto descarada, y su irritante padre. Deseaba salvarlos a todos y conducirlos de nuevo a la libertad. A toda costa. A él siempre le quedaba la posibilidad de escapar al riesgo, con tal de que consiguiera llegar a la nave de Wan, aunque fuera a rastras, y regresar a la Factoría Alimentaria para, desde allí, volver, lentamente, solo y triste pero a salvo, a la Tierra... y a la riqueza.

Pero aparte del riesgo, ¿cuál era el coste de su plan?

El coste podía ser el barrer por completo toda una población de seres vivos e inteligentes. Le habían arrebatado a su esposa, pero no le habían hecho daño alguno. Y por más que lo intentara, no conseguía convencerse de su derecho a destruirlos.

Y hete aquí que ahora llegaba el «rescatador» este, un náufrago casi desfallecido llamado Robín Broadhead, quien apenas prestó atención a su plan y sonriéndole con arrogancia, le dijo tan cortésmente como pudo:

—Todavía trabaja para mí, Hall. Lo haremos a mi manera.

—¡Y un cuerno!

Broadhead se mantuvo educado y razonable; era sorprendente lo que un baño y un poco de comida habían conseguido.

—La clave —le dijo—, es averiguar a qué nos enfrentamos. Ayúdeme a trasladar el procesador de datos hasta donde se encuentran los Difuntos, y ya nos ocuparemos del resto. Lo primero que hay que hacer es lo que le he dicho.

—¡Lo primero es rescatar a mi mujer!

—¿Pero por qué, Hall? Usted mismo ha dicho que está bien. No le digo que no vayamos a hacerlo. Cualquier día de estos. Conseguimos tanta información como nos sea posible sonsacarles a los Difuntos. La grabamos toda si es factible. Entonces llevamos las cintas a mi nave y luego...

—No.


¡Sí!

—¡No, y haga el favor de no gritar, maldita sea!

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