Read Tras el incierto Horizonte Online
Authors: Frederik Pohl
Riñeron como un par de colegiales, enfurecidos y colorados, con los ojos entrecerrados por la ira. Hasta que Robín Broadhead hizo un mohín y sacudió la cabeza.
—Demonios, Paul. ¿Está usted pensando lo mismo que yo?
Paul Hall se relajó. Un segundo después le contestó:
—Realmente, creo que lo que tendríamos que hacer es pensar juntos qué es lo que conviene hacer en lugar de discutir quién toma aquí las decisiones.
Broadhead sonrió.
—Eso es lo que yo estaba pensando. ¿Sabe qué es lo que me pasa? Estoy tan sorprendido de seguir con vida que aún no lo he asimilado.
Les llevó tan solo seis horas situar el procesador PMAL-2 donde querían, pero fueron seis horas de trabajo duro. Estaban ambos al borde del agotamiento, y hubiera sido una buena cosa que descabezaran un sueño, pero estaban impacientes. En cuanto conectaron la principal fuente de energía a los bancos de datos del procesador, la voz de Albert, previamente grabada, les fue explicando, paso a paso, cómo hacer el resto: el procesador en sí tenía que quedar instalado en el corredor, las terminales con la voz tenían que estar en la sala de los Difuntos, cerca del enlace por radio. Robín miró a Paul, Paul se encogió de hombros y Robín conectó el programa. Desde el otro lado de la puerta les llegaba la voz zalamera de la terminal:
—¿Henrietta? Henrietta, cariño, ¿puedes oírme?
Pausa. No hubo respuesta. El programa que Albert había escrito con la ayuda de Sigfrid von Shrink volvió a intentarlo:
—Henrietta, soy yo, Contéstame, por favor.
Hubiera sido más eficaz llamar su atención tecleando directamente su código; pero hubiera sido también más difícil que ellos la convencieran de que su marido, perdido hacía ya tanto, quería hablar con ella por radio desde un lejano puesto de avanzada.
La voz volvió a intentarlo, y aún otra vez más. Paul frunció el entrecejo y susurró:
—No funciona.
—Déle una oportunidad —contestó Robín sin demasiada convicción. —
Permanecieron de pie, nerviosos, mientras la voz rogaba. Y entonces, por fin, una voz vacilante murmuró:
—¿Tom? ¿Eres tú, Tomasino?
Paul Hall era un ser humano normal, tal vez un poco menos en forma, consecuencia de pasar casi cuatro años encerrado y casi cien días huyendo atemorizado. A pesar de ello era normal, lo bastante como para compartir el gusto hacia lo lascivo; pero lo que estaba escuchando era más de lo que quería oír. Le sonrió con embarazo a Robin Broadhead quien, por toda respuesta, se encogió de hombros incomodado. La herida ternura y los celos rencorosos de los demás nos humillan al escucharlos, y sólo podemos aliviarnos gracias a la risa; el detective privado que lleva un caso de divorcio puede pasarse, por diversión, una cinta pirata con las conversaciones de un lecho dividido un día que tenga poco trabajo en su despacho. ¡Pero aquello no .tenía ninguna gracia! Henrietta, cualquier Henrietta incluida aquella que estaba recluida en el interior de una máquina, no era en absoluto graciosa en aquellos momentos en que estaba siendo engatusada y traicionada al abrir su corazón. El programa que la requería falsamente de amor, estaba programado muy cuidadosamente: se disculpaba y rogaba, y sollozaba incluso con sibilantes sollozos metálicos de computadora cuando la propia Henrietta estallaba en sollozos de contenida tristeza e irrecuperable felicidad. Y entonces, tal y como había sido programado para hacerlo, la estocada final.
—¿Querrías...? ¿Podrías...? ¿Te sería posible, querida Henrietta, explicarme cómo controlar los mandos de una nave Heechee?
—Bueno, sí Tomasino, ¿por qué?
—Porque si pudieras, cariño, creo que me sería posible reunirme contigo. Estoy en una especie de nave. Hay una sala de controles. Si supiera cómo manejarlos...
A Paul le resultaba increíble que ni tan siquiera una pobre inteligencia almacenada en un banco de memoria pudiese sucumbir ante semejante patraña. Pero vaya si sucumbió. Le repugnaba tomar parte en aquel fraude, pero participó de todas formas, y una vez que se dejó ir, no hubo quien le parara los pies a Henrietta. ¿Que cuál era el secreto de los controles de una nave Heechee? Por supuesto, Tomasino querido. Y la difunta mujer anunció a su falso marido que se mantuviera alerta porque se lo iba a comunicar vía un mensaje instantáneo, y le envió un torrente de ruidos como de electricidad estática del que Paul no consiguió entender ni una sola palabra porque, de hecho, no contenía ninguna; pero Broadhead, escuchando a través de sus auriculares, que se lo iban traduciendo, sonrió, asintió y juntó el índice y el pulgar formando el círculo del signo de triunfo. Paul no dijo nada y le arrastró pasillo adelante.
—Si ya lo tiene, veámonos de aquí —susurró.
—¡Oh, sí, lo tengo! —sonrió entre dientes— ¡Ella lo sabe todo! Ha estado en régimen de circuito abierto con la máquina que controla todo esto, y se han estado intercambiando información, y lo está contando todo.
—Genial. Ahora vamos a por Lurvy.
Broadhead le miró, no enfadado sino implorante.
—Sólo unos minutos. ¿Quién sabe qué más puede decirnos?
—¡No!
—
¡Sí!
Se miraron uno al otro, sacudiendo las cabezas.
—Lleguemos a un trato —dijo Robín Broadhead—. Un cuarto de hora más, ¿de acuerdo? Y después saldremos a rescatar a su mujer.
Volvieron atrás pegados a la pared del corredor con sonrisas de pesarosa satisfacción pintadas en el rostro; pero la satisfacción se les borró. Las voces habían dejado de ser embarazosamente íntimas. Ahora era peor. Estaban casi peleándose. Se produjo un chasquido y un gruñido y la voz metálica de Henrietta, dijo:
—Eres un cerdo, Tom.
El programa se mostraba empalagosamente razonable:
—Pero Henrietta, si yo sólo trataba de averiguar...
—Lo que tratas de averiguar depende sólo de tu predisposición para aprender. ¡Y estoy tratando de explicarte algo realmente importante! Traté de explicártelo antes. Traté de explicártelo durante todo el tiempo que duró nuestra llegada aquí, pero no, tú no querías escuchar, sólo querías meterte en el módulo con aquella furcia...
El programa sabía cómo aplacarla.
—Lo siento, Henrietta, cariño, si quieres que aprenda algo de astrofísica, lo haré.
—¡Más te vale! —pausa—. ¡Es muy importante, Tom! —pausa; y a continuación—: Retrocedamos hasta el Big Bang. ¿Me escuchas, Tom?
—¡Claro! —contestó el programa del modo más humilde y encantador de que era capaz.
—¡Muy bien! Nos encontramos en el punto en que el uní verso comenzó, momento que conocemos bastante bien, a excepción del nebuloso instante de la transición, que sigue siendo un poco oscuro, y al que llamaremos punto X.
—¿Vas a explicarme en qué consiste ese punto X, querida!!
—¡Cállate, Tom! ¡Escucha! Antes de ese punto X, la totalidad del universo se concentraba en un pequeño globo de apenas unos cuantos kilómetros de diámetro, superdenso, supercaliente, tan concentrado que carecía de estructura. Entonces] explotó. Empezó a expandirse, hasta llegar al punto X, y hasta aquí todo está bastante claro. ¿Me sigues, Tom?
—Sí, querida; por ahora no es más que cosmología sencilla, ¿no es así?
Pausa.
—Tú presta atención —acabó por decir la voz de Henrietta—. Después, tras haber alcanzado el punto X, continuó expandiéndose. A medida que se expandía, pequeñas porciones de «materia» empezaron a condensarse. Primero, las partículas nucleares, hadrones y piones, electrones y neutrones, protones y quarks. Después, materia «auténtica». Verdaderos átomos de hidrógeno, incluso de helio. El volumen del gas en expansión empezó a decrecer. Las turbulencias se arremolinaron formando espirales a causa de la gravedad. Al concentrarse, el calor de la concentración puso en marcha reacciones nucleares. Se incendiaron. Nacieron las primeras estrellas. El resto —concluyó—, es lo que está teniendo lugar ahora.
El programa recogió su insinuación.
—Sí, creo que lo tengo. Henrietta, ¿de qué cantidades de tiempo estamos hablando?
—¡Aja! Buena pregunta —dijo, pero el tono de su voz no era precisamente halagüeño—. Desde el inicio del Big Bang hasta el punto X, tres segundos. Desde el punto X hasta ahora, unos dieciocho mil millones de años. Y ése es el meollo del asunto.
El programa no estaba diseñado para responder al sarcasmo, pero éste resultaba palmario incluso en la voz metálica. El programa hizo lo que pudo.
—Gracias cariño. Y ahora, ¿tendrás la amabilidad de explicarme qué tiene de especial el punto X?
—Te lo explicaría, mi querido Tomasino —dijo alegremente—, si fueras mi Tomasino, pero no lo eres. Ese botarate no hubiera entendido ni una sola palabra de todo lo que he dicho. Y además, no me gusta que me mientan.
Y dio lo mismo todo lo que el programa intentó y lo que le dijo el propio Robin Broadhead después de descubrir el engaño: Henrietta no dijo una palabra más.
—¡A la porra! —dijo finalmente Broadhead—. Tenemos de lo que preocuparnos durante las próximas tres horas sin necesidad de retroceder hasta hace dieciocho mil millones de años.
Apretó la palanca que había en uno de los lados del procesador y atrapó lo que salió de éste: la gruesa cinta donde estaba concentrado todo lo que Henrietta había dicho. La tiró al aire y la cogió de nuevo.
—Esto es a por lo que vine —dijo sonriendo—. Y ahora, Paul, ocupémonos de su pequeño problema... ¡y volvamos a casa a disfrutar de nuestros millones!
En el profundo e inquieto sueño del Patriarca no había lugar para los sueños, sino para los enojos.
Los enojos eran cada vez más frecuentes, más y más urgentes. Desde el momento en que el primero de los prospectores de Pórtico había irrumpido misteriosamente, hasta el momento en que había registrado al último de ellos (según creía), apenas había transcurrido el tiempo que se tarda en pestañear, apenas unos pocos años. Desde entonces hasta el momento en que los intrusos y el muchacho habían sido capturados, el tiempo de un latido de corazón; y desde ese momento al instante en que le comunicaron que la hembra había escapado, no había pasado nada de tiempo. Acababa de desconectar sus sensores para descansar y de nuevo se encontraba con que la tranquilidad se había disuelto. Sus criaturas se mostraban inquietas y atemorizadas. Pero no había sido su alboroto lo que le había despertado. Sólo un ataque físico directo o el ser llamado por su nombre podía despertarlo. Pero lo enojoso de aquel tira y afloja era que no iba dirigido directamente a él, pero tampoco podía decirse lo contrario. Discutían, disputaban; unas pocas voces asustadas pedían que se le llamara, otro grupo de voces rogaba en sentido contrario.
Aquel era un comportamiento incorrecto. El Patriarca había pasado un millón de años enseñando modales a sus criaturas. Si se le necesitaba, había que llamarle. Pero no se le debía llamar por razones triviales ni, por supuesto, por accidente o equivocación. Sobre todo en aquellos momentos. En aquellos momentos en que cada nuevo esfuerzo suponía un enorme desgaste de su anciano corpachón. Empezaba a vislumbrarse el tiempo en que ya no podrían volver a despertarle.
El agitado alboroto no cesaba.
El Patriarca activó sus sensores externos y observó a sus criaturas. ¿Por qué quedaban tan pocos? ¿Y por qué la mitad de ellos estaban tendidos en el suelo irremediablemente dormidos?
Dolorosamente puso en marcha sus sistemas de comunicación y habló:
—¿Qué sucede?
Cuando, aún atemorizados, consiguieron explicarle lo que había pasado, y él fue capaz de hacerse una idea aproximada de la nueva situación, las bandas de luz de su carcasa se empañaron. La hembra no había sido capturada. La hembra más joven y el muchacho habían escapado también. Otras veinte de sus criaturas yacían dormidas, y los numerosos grupos que habían salido a inspeccionar, no habían vuelto aún.
Algo verdaderamente grave estaba ocurriendo.
Incluso al final de su ajetreada existencia, el Patriarca seguía siendo una máquina soberbia. Poseía recursos que rara vez usaba, poderes que no explotaba desde hacía cientos de miles de años. Se irguió sobre sus deslizadores para observar desde lo alto a sus criaturas mientras rebuscaba, por entre sus memorias menos utilizadas, conocimiento y orientación. En la placa que tenía sobre la frente, entre sus receptores ópticos, dos relucientes puntos de luz azul empezaron a emitir un débil zumbido, y en el extremo superior de su carcasa un platillo poco profundo empezó a brillar con una tenue luz violácea. Habían transcurrido miles de años desde que por última vez había utilizado sus más poderosos métodos de castigo, pero a medida que iba reuniendo datos que le iban proporcionando sus memorias, concluyó que quizás había llegado el momento de emplearlas de nuevo. Al investigar en las memorias de las personas que tenía registradas descubrió lo que Henrietta había explicado, y supo también todo lo que sus nuevos interlocutores le habían preguntado. Comprendió, a diferencia de Henrietta, de qué tipo eran las armas de mano con que se había estado paseando Robin Broadhead. En el fondo de sus más recónditas memorias localizó, retrocediendo hasta antes de su existencia animal, el arma con que habían hecho dormir a sus propios antecesores, y descubrió que se trataba de un arma muy parecida.
El problema estaba alcanzando una escala como jamás hubiera imaginado, ante la que se sentía incapaz de reaccionar convenientemente. Si pudiera atraparlos él mismo... pero no podía. Su enorme cuerpo era demasiado ancho para circular por los pasajes de la nave, a excepción de los dorados; las armas que le estaban esperando se quedarían sin blanco al que disparar. ¿Y sus criaturas? Sí, tal vez. Tal vez podrían salir a cazar a los intrusos y derrotarles; ciertamente no se perdía nada con intentarlo, que fueran los pocos supervivientes a por ellos; y así se lo ordenó. Pero a pesar de no poder actuar por sí mismo, la capacidad intelectual de su mente mecánica y racional no estaba en absoluto dañada. Podía calcular perfectamente cuáles eran sus posibilidades; y no eran demasiado alentadoras.
La pregunta clave era: ¿estaba su gran proyecto en peligro?
La respuesta era afirmativa. Pero había algo, sí, algo que podía hacer por sí mismo. El punto neurálgico de su plan residía en el lugar en que se controlaba la nave. Aquel lugar era el corazón de toda la construcción; era allí donde había puesto finalmente en marcha los últimos estadios de su plan.