Tras el incierto Horizonte (44 page)

BOOK: Tras el incierto Horizonte
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Se miró la pipa, que se había apagado y, pensativo, se la guardó en el bolsillo de la camisa.

—Hasta ahí llegó Henrietta antes de que los viejos profesores se abalanzaran sobre su disertación para rechazarla. Porque a continuación dijo que la pérdida de masa probaba, de hecho, que los Heechees habían empezado a intervenir en el orden del desarrollo del universo; dijo que estaban retirando masa de las galaxias exteriores para hacerlas disminuir más rápidamente. Tal vez, conjeturó Henrietta, estaban concentrando más masa en el centro, si es que lo hay. Y añadió que eso podía explicar el porqué los Heechees se habían ido. Habían empezado ya el proceso y se alejaban para esconderse, supuso, en algún lugar carente de tiempo, como un agujero negro tal vez, mientras las cosas seguían su curso, para salir después y volver a empezar. ¡Aquella fue la gota que colmó el vaso! ¿Te puedes imaginar a la flor y nata de los decanos de la astrofísica, teniéndoselas que ver con semejante teoría? Le dijeron que intentara hacerse con un doctorado en psicología Heechee en lugar de en astrofísica. Le reprocharon que todo lo que tenía que ofrecer era pura conjetura, y no le concedieron el título de doctor, porque no había manera de probar su teoría, aunque creían que se trataba de una teoría francamente buena. Y así fue como ella se marchó a Pórtico para acabar muerta.

Entonces, Albert me dijo, volviendo a sacar su pipa:

—¿Sabes, Robin? Creo realmente que Henrietta estaba equivocada, o al menos, algo equivocada. No tenemos pruebas de que los Heechees sean capaces de transformar la materia en ninguna galaxia como no sea en la nuestra, y de lo que ella hablaba era de todo el universo.

—Pero no puedes asegurarlo, ¿no es eso?

—No, en absoluto, Robin.

—¡No tienes una jodida hipótesis al menos! —exclamé.

—Seguro que sí, Robin —dijo satisfecho—, pero no es más que eso, una hipótesis. Cálmate, por favor. Mira, yo creo que lo incorrecto es la escala. El universo es demasiado grande, por las noticias que tenemos. Y el tiempo, demasiado poco. Lo Heechees estuvieron aquí hace menos de un millón de años, el tiempo de expansión del universo hasta ahora es de veinte veces esa cantidad. El tiempo necesario para invertir el proceso difícilmente podría ser inferior. Y es matemáticamente poco probable que los Heechees eligieran ese momento en partícula para aparecer.

—¿Aparecer?

Albert tosió.

—Me había olvidado un paso, Robin. Hay otra hipótesis en juego, esta vez enteramente mía. Supongamos que es «éste» e universo que crearon los Heechees. Supongamos que ellos pro ceden de otro universo menos hospitalario que el nuestro, que< no les gustó y que retrotrajeron hasta su origen para crear une nuevo que es el universo en que nos encontramos. Eso no es de todo imposible, ¿sabes? Podrían haber aparecido para echar u vistazo, simplemente para saber si era como ellos deseaban, quizá los que vinieron a explorar hayan salido en busca del resto.

—¡Albert! ¡Por amor de Dios!

—Robin —dijo conciliador—, no estaría diciendo todas estas cosas si pudiera evitarlo. No es más que una conjetura. N sé si eres capaz de imaginar lo difícil que me resulta aventurar hipótesis de este calibre, y no sería capaz de hacerlo si no fuera porque... bueno, bueno, ahora te lo explico. Existe una sol posibilidad de que alguien sobreviva a la contracción y al nuevo Big Bang, y consiste en estar en un lugar donde el tiempo s detenga. ¿Que qué lugar es ése? Pues un agujero negro. De lo grandes. Uno lo bastante grande como para no perder masa que, por tanto, puede vivir ilimitadamente. Sé que hay un agujero negro de tales características, Robin. Su masa es aproximadamente quince mil veces la del sol. Se encuentra en e corazón de nuestra galaxia.

Echó un vistazo a su reloj y cambió la expresión de su rostro.

—Si no me he equivocado en mis cálculos, Robin —dijo— tu mujer debe de estar llegando en este preciso momento

—¡Einstein! ¡Lo primero que va a hacer mi mujer en cuanto llegue es reprograrmarte!

Parpadeó.

—Ya lo ha hecho, Robín —señaló—, y una de las cosas que me ha enseñado a hacer es aliviar las tensiones, cuando sea necesario, bien a través de un comentario jocoso, bien a través de un comentario halagüeño.

—¿Insinúas que tendría que encontrarme sometido a una gran tensión por culpa de tus hipótesis?

—No, claro que no. Pero es que todo esto es muy teórico... quizá ni eso. En términos de psicología humana seguramente dista mucho de serlo. Ese agujero negro del centro de la galaxia es, como mínimo, uno de los posibles lugares adonde se fueron los Heechees, y según los parámetros de la navegación espacial Heechee no está lejos. Y... ¿te he dicho ya que conseguimos averiguar cuál era el objetivo del Paraíso Heechee cuando vosotros llegasteis? Pues era ése, Robín. Iba derechito a ese agujero negro cuando le hicisteis dar media vuelta.

Estaba ya harto de hallarme en el Paraíso Heechee antes de que Essie empezara a cansarse de estar allí. Se lo estaba pasando en grande con las inteligencias artificiales Heechees. Pero como yo no estaba cansado de Essie, me quedé hasta que ella misma reconoció que ya tenía todo lo que quería del Paraíso Heechee, y cuarenta y ocho horas después estábamos de vuelta en el mar de Tappan. Y noventa minutos después de haber llegado se presentó Wilma Liederman con todas sus herramientas para efectuar el último chequeo a Essie. Yo estaba totalmente tranquilo, pues podía ver por mí mismo que Essie se encontraba perfectamente, y cuando Wilma aceptó quedarse a tomar una copa con nosotros, tuvo que admitir que así era. Entonces quiso que habláramos acerca del aparato que había sido utilizado por los Difuntos para llevar el control médico de Wan mientras éste se encontraba en plena edad de crecimiento. Antes de que Wilma se marchara, habíamos decidido destinar un millón de dólares a la creación de una compañía que habría de dedicarse a la investigación y el desarrollo —con Wilma Liederman como presidenta— de estudios destinados a averiguar qué podía hacerse con aquel cacharro. Así de fácil. Así de fácil es todo cuando todo marcha como uno quiere.

O casi todo. Yo seguía experimentando esa especie de sensación de ansiedad cuando pensaba en los Heechees (si es que de ellos se trataba) recluidos en ese lugar en el centro de la galaxia (si es que es allí donde están). Es algo que me inquieta. Si Albert hubiera dicho que los Heechees iban a hacer irrupción sembrando la muerte y la destrucción, o si simplemente me hubiera pronosticado que iban a aparecer el año próximo, caramba, me hubiera puesto histérico con sólo pensar en ello. Si me hubiera dicho que tardarían diez o cien años todavía, al menos hubiera pensado en ello constantemente, y probablemente pensar en ello me habría atemorizado. Pero cuando se trata de tiempo astronómico, ¡demonios!, no resulta fácil que a uno le preocupe algo que tardará mil millones de años en producirse.

Y sin embargo, no podía olvidarme del asunto.

Me tuvo inquieto durante toda la comida, después de que Wilma se marchara, y cuando llevé el café a la mesa, Essie, que estaba hecha un ovillo delante de la chimenea, muy sexy con sus ajustados pantalones peinándose su rubia melena, me dijo:

—Seguramente no pasará nada, Robín.

—¿Cómo puedes estar tan segura? Hay quince mil destinos programados en las naves Heechees. ¿Cuántos hemos visitado? ¿Ciento cincuenta? Menos, y uno de ellos ha resultado ser el Paraíso Heechee. Las leyes de probabilidad dicen que podría haber centenares de artefactos similares, ¿y quién te dice que ahora mismo no hay uno de ellos que se esté dirigiendo hacia los Heechees para explicarles lo que estamos haciendo?

—Robin, cariño —me dijo Essie frotando su nariz contra mi cuello cariñosamente— bébete el café. No sabes nada del cálculo de probabilidades, y además, ¿quién te dice que tengan intención de hacernos daño?

—¡No se trata de que tengan intención de hacérnoslo! Sé qué es lo que ocurriría, por amor de Dios. Está claro. Es lo mismo que les ha pasado a los tasmanos, a los tahitianos, a los esquimales, a los indios de América. Es lo que ha sucedido siempre, a lo largo de la historia. El pueblo que se enfrenta a una cultura superior, es destruido. Y no es que nadie tenga forzosamente la intención de destruirlo, es que, sencillamente, no puede sobrevivir.

—¿Siempre, Robín?

—¡Essie, por favor!

—No, te lo pregunto muy en serio —insistió—. Un contraejemplo: ¿Qué les pasó a los romanos cuando invadieron la Galia?

—¡Pues que la conquistaron, naturalmente!

—Cierto. Pero no del todo. Unos doscientos años más tarde, ¿quién conquistó a quién, Robín? Los bárbaros conquistaron Roma.

—¡No hablo de conquistas! Estoy hablando de un complejo de inferioridad racial. ¿Qué les sucede a los pueblos que entran en contacto con una raza más inteligente?

—Pues dependerá de las circunstancias, naturalmente, Robín. Los griegos sabían más que los romanos. Robín. Los romanos jamás tuvieron una idea propia en su vida, salvo en materia de guerra o de construcción. Y les trajo sin cuidado. Incluso metían a los griegos en sus hogares, como esclavos, para que les enseñaran historia, poesía y ciencia. Robin, querido —dijo volviendo a frotar su nariz contra mi cuello y acercándose a mí—, la sabiduría es como una fuente. Dime, cuando quieres información, ¿a quién te diriges?

Lo medité durante un instante.

—A Albert, sobre todo —admití—. Ya sé lo que quieres decir, pero eso es diferente. Es trabajo de las computadoras saber más y más deprisa que las personas, al menos en ciertos aspectos. Es para lo que han sido diseñadas.

—Exacto, cariño, y por lo que puedo ver, no has sido destruido.

Dejó la taza en el suelo y se levantó.

—Qué inquieto eres —dijo—. ¿Qué te gustaría hacer?

—¿Qué opciones tengo? —le pregunté mientras iba en pos de ella.

Essie negó con la cabeza.

—No me refería a eso, al menos no ahora mismo —me dijo—. ¿Te apetece ver la Piezovisión? He grabado un fragmento del noticiario de esta noche, en el que aparecen tus viejos amigos visitando su hogar ancestral.

—¿Los Primitivos en África? Ya lo he visto.

A algún promotor turístico se le había ocurrido que sería una buena propaganda enseñarles África a los Primitivos. Y estaba en lo cierto, aunque a los Primitivos no les gustó demasiado: no soportaban el calor, ni las fotos que tuvieron que aguantar que les hicieran, ni tampoco el viaje en avión les pareció gran cosa. Pero eran noticia. Lo mismo que Paul y Lurvy, en aquellos momentos en Dortmund preparando un mausoleo para el padre de Lurvy para cuando llegaran sus restos desde la Factoría Alimentaria. También Wan era noticia y se estaba haciendo millonario a base de rodar avisos comerciales como «el muchacho del Paraíso Heechee». Lo mismo que Janine, que se lo estaba pasando en grande al tener la oportunidad de conocer en persona a los cantantes con los que había mantenido correspondencia. Lo mismo que yo. Todos nosotros éramos millonarios en dinero y fama. Lo que hicieran con ello los demás, era algo que ignoraba, pero lo que yo quería lo tenía más que claro.

—Ponte un jersey, Essie —le dije—. Vamos a dar una vuelta.

Llegamos hasta la orilla del agua casi helada, cogidos de la mano.

—Brrr. Está nevando —dijo Essie.

Estaba mirando hacia arriba, a la burbuja que estaba sobre nuestras cabezas a una altura de unos setecientos metros. Generalmente no es fácil de ver, pero aquella noche, alumbrada desde los lados por los calefactores que evitan que caiga la nieve dentro y que forme hielo, parecía una cúpula lechosa, salpicada por los reflejos de las luces de la superficie, extendiéndose desde un extremo al otro del horizonte.

—¿Hace demasiado frío para ti?

—Tal vez aquí sí, tan cerca del agua —reconoció.

Retrocedimos, cuesta arriba, hasta el bosquecillo de palmeras que hay cerca de la fuente, y nos sentamos en un banco para mirar las luces del mar de Tappan. Allí se estaba bien. El aire nunca se enfría demasiado debajo de la burbuja, pero el agua es la del Hudson, que corre libre unos setecientos u ochocientos kilómetros antes de llegar al Embalse de la Empalizada, y a veces, en invierno, trozos de hielo flotan sobre el agua después de haber pasado por debajo de las barreras, y se deslizan hasta chocar contra el embarcadero.

—Essie —le dije—, he estado pensando.

—Sí, ya veo.

—En el Patriarca, en la máquina.

—¿Ah, sí?

Ella recogió los pies para sacarlos
de
la hierba, húmeda por los salpicones de la fuente.

—Una máquina bastante buena, sí —admitió—. Hasta llega a ser bastante dócil, una vez que le has limado los dientes. Sobre todo si no le proporcionas movilidad, o acceso a otros circuitos; sí, bastante dócil.

—Lo que quiero saber —le dije— es si se puede construir un aparato semejante para un ser humano.

—¡Ah! Hmm. Sí, creo que sí. Se necesitaría bastante tiempo y mucho dinero, pero sí, se podría hacer.

—O sea que se podría conservar una personalidad humana... una vez muerta, claro. Igual que los Difuntos, ¿no?

—Mejor incluso, me atrevería a afirmar. Aunque habría algunas dificultades, sobre todo bioquímicas, cosa que no es de mi competencia.

Se recostó en el respaldo del banco y, después de lanzar una mirada a la burbuja iridiscente, dijo pensativa:

—Mira, Robin. Cuando creo un programa computerizado le hablo a la computadora, utilizando un lenguaje u otro, y le digo lo que es y lo que se espera que haga. Pero la manera de programar de los Heechees es distinta. Se basa en la síntesis directa del cerebro. El cerebro de los Primitivos no es idéntico químicamente al tuyo y al mío, razón por la que la síntesis cerebral de los Difuntos dista mucho de ser perfecta. Los Primitivos son, probablemente, muy distintos de los Heechees, para quienes el sistema de síntesis cerebral debió de crearse en un principio. Pero los Heechees parece que pudieron realizar el proceso sin dificultades aparentes, o sea que debe de poder hacerse. Sí, querido, cuando mueras será posible sintetizar tu cerebro, meterlo en una máquina para que quede allí almacenado y enviar una nave con la máquina en su interior al agujero negro Sagitario YY, donde podrás saludar a tu querida Gelle-Klara Moynlin y explicarle que lo que pasó no fue culpa tuya. Esto te lo prometo, pero tú tienes que darme tu palabra de que no te morirás en los próximos ocho años, más o menos, para que podamos avanzar lo suficiente en nuestras investigaciones. ¿Me lo prometes?

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