Tras el incierto Horizonte (38 page)

BOOK: Tras el incierto Horizonte
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LA LARGA NOCHE DE LOS SUEÑOS

Cuando comenzó a hallarse en disposición de hablar con los Primitivos, éstos empezaron a adquirir ante sus ojos una cierta dimensión como individuos. Tampoco eran verdaderamente Primitivos. O al menos, los tres que más a menudo se encargaban de vigilarla, de alimentarla y de conducirla a sus sesiones en la larga noche de los sueños. A su vez, ellos aprendieron a llamarla Janine, o algo que se le parecía lo suficiente. Sus nombres eran complicados, pero poseían también unas formas abreviadas —Tar, o Tor, o Hooay— a las que respondían cuando ella los llamaba por necesidad o porque quería jugar con ellos. Eran juguetones como cachorrillos, y casi igual de solícitos. Cada vez que ella salía del caparazón azul brillante del diván de los sueños, exhausta y sudorosa tras una nueva muerte y una resurrección nueva —tras una nueva lección de las que el Patriarca había prescrito para ella— alguno de ellos estaba ya esperándola para arrullarla y acariciarla.

¡Pero aquello no bastaba! No había consuelo suficiente que la resarciese de lo que ocurría durante los sueños, una y otra vez.

Cada día lo mismo. Unas pocas horas de sueño agitado y poco reparador. Algo de comida. Tal vez la oportunidad de jugar un poco con Tor o Hoohay. Quizá la posibilidad de pasear por el Paraíso Heechee, siempre vigilada. Y entonces Tar, Hooay o cualquier otro tiraría cortésmente de ella hasta llevarla de nuevo al diván, donde volverían a encerrarla durante varias horas o, en ocasiones, durante lo que parecía durar toda una vida. Durante esas horas Janine sería otra persona. ¡Y en ocasiones, personas tan extrañas! Macho. Hembra. Joven. Viejo. Loco. Tullido. Todos distintos. Y ninguno de ellos demasiado humano. La mayoría no eran humanos en absoluto, sobre todo los primeros y más Primitivos.

De las vidas que «soñaba», las más próximas en el tiempo eran las más cercanas a ella misma. Como mínimo, eran las vidas de criaturas distintas de Tar, Tor o Hooay. Por lo general no le causaban miedo, si bien todas acababan en una muerte. En ellas vivía caóticos y casuales fragmentos de los recuerdos grabados de aquellas vidas, cortas y azarosas, longevas y aburridas, que habían llevado. A medida que aprendió a comprender el lenguaje de sus raptores se percató que las vidas que vivía eran las de los que habían sido seleccionados —ignoraba en base a qué criterios— para ser grabados. De tal modo que cada una de aquellas grabaciones contenía una lección particular; Cada grabación era una experiencia de vida que tenía que aprender, y vaya si las aprendió. Aprendió a comunicarse con los vivos, a comprender sus ensombrecidas existencias, a comprender su obsesiva necesidad de obedecer. ¡Eran esclavos! ¿O tal vez criaturas domesticadas? Mientras hicieran lo que El Patriarca les ordenaba, se les consideraba obedientes, y por eso mismo, buenos. Pero en las raras ocasiones en que no eran lo uno, y por tanto, tampoco lo otro, se les castigaba por ello.

De vez en cuando veía a Wan, y otras veces a su hermana. Se les mantenía separados de ella por precaución. Al principio no entendía porqué; después lo comprendió y rió de buena gana aquella broma demasiado íntima incluso para compartirlo siquiera con el bromista de Tor. Lurvy y Wan también estaban aprendiendo, y no lo estaban pasando mejor que ella.

Después del sexto «sueño» estuvo en condiciones de hablar con los Primitivos. Ni sus labios ni su garganta podían modular correctamente sus gorjeantes y cantarinas vocales, pero podían hacerse entender. Incluso lo que le resultaba más útil, podía comprender sus órdenes, cosa que le ahorraba problemas. Cuando se suponía que debía regresar a su celda, no se veían ya obligados a arrastrarla, ni a despojarla de sus ropas cuando lo que tenía que hacer era bañarse. Después de la décima lección se mostraban incluso amistosos. Y después de la décimo quinta sabía ya (como lo sabían también Lurvy y Wan) todo lo que podía saberse del Paraíso Heechee, incluyendo el hecho de que los Primitivos no eran, ni lo habían sido nunca, Heechees.

Ni tampoco el Patriarca.

¿Quién era el Patriarca? Sus lecciones nada le decían al respecto. Tar y Hooay le explicaron, lo mejor que supieron, que el Patriarca era Dios. Respuesta poco satisfactoria por otra parte. El Patriarca era una divinidad demasiado parecida a sus adoradores como para haber construido el Paraíso Heechee o cualquiera de sus secciones, incluido él mismo. No, el Paraíso era de construcción Heechee, sabrían los Heechees construido con qué fin, y el Patriarca no era un Heechee.

Durante todo ese nuevo período, la gran máquina permaneció de nuevo inmóvil, casi muerta, conservando apenas un hilillo de vida. Cuando Janine cruzaba la cueva principal lo veía allí, quieto como una estatua. Ocasionalmente, un débil parpadeo de luz se encendía en torno a sus sensores externos, como si estuviese a punto de despertarse o como si los siguiera con sus entrecerrados ojos. Cuando así sucedía Tar o Hooay aceleraban el paso. Dejaban inmediatamente de jugar y de gastarse bromas. Pero la mayor parte del tiempo permanecía inmóvil. Un día se cruzó con Wan a la sombra de la máquina, mientras ella iba de camino al diván y él volvía, y Hooay les permitió intercambiar algunas palabras, si bien tuvo que hacer un acopio de valor para concederles el permiso.

—Parece que les da miedo —dijo Janine.

—Podría destruirlo si quisiera —alardeó Wan al tiempo que miraba por encima de su hombro a la máquina sin tenerlas todas consigo.

Pero lo había dicho en inglés, sin la más mínima intención de traducírselo a los que les vigilaban. Pero hasta el tono de su voz incomodó a Hooay, que apremió a Janine a que siguiera.

Janine empezaba a encariñarse de sus raptores, en la medida que uno puede encariñarse de un oso que es
capaz
de hablar. Le llevó bastante tiempo aprender a pensar en Tar como en la joven hembra que era, ya que los tres lucían la misma barba rala y los abultados arcos supraciliares característicos de los ejemplares más adultos. Pero aprendió a apreciarlos como individuos, y dejaron de pertenecer al conjunto de indiferenciados «raptores». El más pesado de los dos machos era Tor, cuyo diminutivo no era más que una de las sílabas que componían un largo y complejo nombre, uno de cuyos significados era «oscuro». Pero no hacía referencia al color de su pelo, porque si Tor era algo, era precisamente más rubio que sus compañeros. Tenía que ver con una aventura de su infancia, que había tenido lugar en una zona tan recóndita y oscura del Paraíso Heechee que incluso las paredes de brillante metal Heechee resultaban insuficientes para alumbrarla. Tor peinaba su barba de tal modo que ésta tenía la forma de dos cuernos invertidos. Era él quien más bromas gastaba, procurando hacer partícipe de sus chistes a su prisionera. Solía bromear a costa de Janine, a la que llegó a decir que si su macho, Wan, era tan estéril como venía demostrando cuando se encerraba para copular con Lurvy, él mismo le pediría al Patriarca que le dejase inseminar personalmente a Janine, la cual recordando su íntimo secreto en relación a la esterilidad de Lurvy y Wan, ni se inmutó. Tampoco sintió, por ello, repulsión alguna hacia Tor, porque éste era una especie de sátiro amable, y decidió que podía tolerarle aquellas bromas. De todas formas, dejó de pensar en sí misma como en una simple mocosa. Los sueños la habían madurado. En ellos había tenido ocasión de participar del acto sexual, que no había experimentado aún en la vida real, así como también a menudo participaba de un dolor, y siempre, de una muerte que no eran los suyos. Hooay le explicó, en una de las pausas entre dos juegos, que las grabaciones sólo podían efectuarse con individuos muertos, lo cual explicaba porqué todos los sueños acababan en muertes, y desde luego no bromeaba al explicarle el procedimiento por el cual los cerebros eran abiertos y pasados a las memorias de la máquina que los registraba. Janine envejeció un poco mientras escuchaba aquella explicación.

—Estás retrocediendo a tiempos muy antiguos —le dijo Tor—. Éste de ahora —siguió diciéndole mientras iban hacia el diván—, es el más antiguo de todos, o sea el último. Seguramente.

—¿Qué es, Tor?, ¿Una broma o un acertijo? —le preguntó Janine deteniéndose junto al caparazón.

—No —se atusó orgullosamente las puntas de la barba—. Ni lo uno ni lo otro. No te va a gustar, Danine.

—Gracias, muy amable.

Él sonrió, llenando de arrugas la piel de alrededor de sus ojos tristes.

—Pero es el último que tengo que darte. Quizás... quizás el Patriarca te dé alguno más de su propia cosecha. Dicen que alguna vez lo hizo, pero ignoro cuándo. Desde luego, hace más tiempo del que cualquiera puede recordar.

Janine tragó saliva.

—Suena bastante siniestro —dijo.

—Pasé un mal rato cuando lo experimenté, Janine —dijo amablemente—, pero recuerda que es sólo un sueño para ti.

Y cerró el caparazón del diván por encima de su cabeza, y Janine luchó contra el sueño, como de costumbre, y como de costumbre fracasó en el intento... y de nuevo se convirtió en otra persona.

Érase una vez una criatura. Era hembra, y era consciente de su existencia, si es que hemos de hacer caso a Descartes.

Carecía de nombre. Pero una cicatriz que iba desde su oreja hasta la nariz la distinguía del resto de sus congéneres. La cicatriz se la había producido la pezuña de una víctima agonizante, y casi la había matado. El ojo de aquel lado había quedado oculto tras el párpado, por lo que la llamaremos «la tuerta».

La Tuerta tenía un hogar. Nada sofisticado. No era más que un refugio conseguido a base de pisotear un montón de hojas, oculto en parte por un montículo de tierra. Pero a ese rudimentario nido regresaban cada noche la Tuerta y sus parientes, distinguiéndose al hacerlo de todas las demás criaturas que les rodeaban. Se distinguían de todos ellos, además, por otro rasgo, como era el utilizar a modo de herramientas objetos que no formaban parte de sus cuerpos. La Tuerta carecía de belleza. Apenas medía más de un metro. No tenía cejas: el pelo de su cráneo se fundía con éstas, dejando desprovistos de pelo únicamente la nariz y los huesos de los pómulos. Tenía dedos en las manos, pero como acostumbraban a estar recogidos en un puño, el dorso estaba curtido y encallecido, y no se separaban bien. Como tampoco se separaban bien los dedos de los pies, que eran casi tan buenos como los dedos de las manos a la hora de arrancar las partes más vulnerables de aquellas criaturas que cometían el error de dejar que se les cerraran en torno al cuello al intentar escapar. La Tuerta estaba preñada, aunque no sabía que volvía a estarlo. En aquella su quinta estación de lluvias, La Tuerta era un ejemplar completamente desarrollado y en plena fertilidad. En los trece años que llevaba viva, había estado preñada unas nueve o diez veces, y nunca se había percatado de ello hasta que no tenía más remedio que constatar que ya no podía correr tan aprisa, que el abultamiento de su vientre le impedía rebuscar como antes entre las entrañas de las víctimas y que sus pechos volvían a segregar leche. De los cincuenta individuos que componían su comunidad, al menos cuatro eran hijos suyos. Más de una docena de los machos eran o podían haber sido los padres. La Tuerta recordaba al último, pero no a los anteriores. Como mínimo uno de los jóvenes machos que reconocía como hijo suyo podía ser el padre de otro de sus hijos, idea que no la hubiera escandalizado lo más mínimo de haber sido capaz de planteársela. Lo que hacía con los machos cuando la piel de sus nalgas se hinchaba y enrojecía no estaba relacionado en su mente con la idea de maternidad. Ni tampoco con la de placer, concepto éste que sólo hubiera podido definir en términos de ausencia de dolor, y aun así, había tenido a lo largo de toda su vida escasas ocasiones de experimentarlo.

Cuando la nave Heechee descendió envuelta en llamas al atravesar la atmósfera, La Tuerta y toda la comunidad corrieron a esconderse. Ninguno de ellos la vio aterrizar.

Si una red arranca del lecho marino una estrella de mar, una pala la saca del cubo en que ha sido metida y la arroja a un tanque, y luego un biólogo le extrae el sistema nervioso, ¿sabe la estrella de mar lo que le está sucediendo?

La Tuerta poseía más conciencia de la que posee una estrella de mar. Pero carecía de mucha más experiencia personal que pudiera informarle de lo que sucedía. Nada de lo que le ocurrió desde que sus ojos vieron cierto rayo de luz brillante tenía sentido. No sintió la punzada de la anestesia que la durmió. No notó cómo la subían al módulo ni cómo la arrojaban al interior de una jaula junto a doce de sus compañeros. Ni sintió tampoco la aceleración del despegue, ni la falta de peso mientras flotaban durante el viaje. No sintió nada de nada hasta que la volvieron a la conciencia nuevamente, y entonces no pudo comprender qué era lo que estaba experimentando.

¡Nada le resultaba familiar!

Agua. El agua que La Tuerta bebía no procedía ya de la orilla embarrada del río, sino de un bebedero duro y brillante. Cuando se agachaba a bebería, ningún animal se arrojaba al agua ni ningún otro se abalanzaba sobre ella emergiendo de la húmeda superficie.

Cielo y sol. ¡No había sol, ni tampoco nubes, ni lluvia! Sólo había paredes recubiertas de metal azul brillante y un techo de idénticas características por encima de sus cabezas.

Comida. No había criaturas a las que
cazar y
desmembrar. Lo que había eran unos terrones planos y duros de materia masticable. Con ellos llenaba su estómago y podía disponer de ellos en cualquier instante. No importaba cuánto comieran ella y sus compañeros, siempre había más.

Sonidos y olores. ¡Eso sí era aterrador! Habla un penetrante olor que no pudo identificar, acre y pavoroso. Era el olor de algo que estaba vivo pero que no llegó a ver jamás. Había además una ausencia de otros olores que resultaba igualmente alarmante. No olía a ciervos. No olía a antílopes. No olía a felinos (lo cual era una bendición). No olía ni siquiera a sus propios excrementos, o apenas si, porque no había presas que llevarse a la guarida, y porque los lugares donde se apiñaban para dormir eran limpiados cada mañana cuando ellos se iban. Allí nació su hijo, mientras los demás se quejaban por sus gemidos porque querían dormir. Cuando ella se despertó con intención de amamantarlo y apagar así la quemazón de sus pechos, el bebé había desaparecido. Jamás volvió a verlo.

El recién nacido de La Tuerta fue el primero en desaparecer, pero no sería el último. Durante quince años la pequeña comunidad australopitécida continuó comiendo y copulando y envejeciendo, mientras su número iba disminuyendo a medida que iban desapareciendo las crías. Cada vez que se iban todos a dormir después de que una de las hembras se acuclillara, se contrajera y diera a luz, la criatura desaparecía a la mañana siguiente. De tanto en tanto un adulto moría, o enfermaba de tal modo que se echaba al suelo hecho un ovillo gimiente y todos los demás sabían que no volvería a levantarse. Cuando despertaban, aquel adulto enfermo, o al menos su cuerpo, había desaparecido también. De los treinta miembros de la familia el número se redujo a veinte, luego a diez y, finalmente, a uno. La Tuerta fue la última, una hembra muy, muy vieja de veintinueve años. Se sabía vieja. Pero no era consciente de que se estaba muriendo, sólo percibía un dolor que la abrumaba y la hacía gemir y dar boqueadas. No notó que había muerto. Lo único que notó fue que el dolor de su vientre cesaba y a continuación sintió un nuevo dolor. En realidad no se trataba de dolor. Era más bien extrañeza. Parálisis. Podía ver, pero lo que veía era todo extrañamente plano, y todo parpadeaba extrañamente en una extraña gama de colores. No conseguía acostumbrarse a su nueva visión y no reconocía lo que veía. Trató de mover su único ojo, pero no se movió. Trató entonces de mover la cabeza, las manos, las piernas, pero no pudo hacerlo porque ya no tenía. Y así permaneció durante una porción de tiempo considerable.

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