Tras el incierto Horizonte (33 page)

BOOK: Tras el incierto Horizonte
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Se apercibió de que pasaba el tiempo. Albert, en la proyección, seguía sentado, moviéndose ocasionalmente para darle pitadas a la pipa o para estirar el elástico de su jersey, para indicarle con todo aquello que seguía a la espera.

Su ahorrador espíritu de programadora de computadoras le ordenaba con indignación que se sirviera de su programa o lo desconectara. ¡Menuda pérdida del tiempo de la máquina!

Pero ella dudaba. Quedaban todavía preguntas que quería hacerle.

Desde la puerta, la enfermera la miró.

—Buenos días, señora Broadhead —dijo al ver que Essie estaba completamente despierta.

—¿Es ya la hora? —preguntó Essie con la voz repentinamente entrecortada.

—No, todavía le quedan unos minutos. Puede seguir con su máquina si lo desea.

Essie sacudió la cabeza.

—Da igual —dijo.

Despidió al programa. Fue una decisión precipitada, pues no se le ocurrió pensar que podía ser oportuno formular alguna de las preguntas que tenía en mente.

Y cuando desconectó a Albert, éste se mostró reacio a desaparecer.

«Jamás se cuenta toda la verdad», había dicho Henry James. Albert sólo conocía a Henry James como una fuente en la que buscar información, considerada, eso sí, de cierta «importancia», información que él dejaba pasar o cuyo paso obstaculizaba. Un asunto sencillo. Pero el programa era repetitivo. Algunos fragmentos de información conseguían atravesar algunas barreras, a veces, hasta varios centenares de ellas; y cuando algunas barreras daban paso y otras lo cerraban, ¿qué se suponía que tenía que hacer? Había algoritmos para sopesar la importancia, pero al llegar a cierto grado de complejidad los algoritmos comprobaban también la fuente de los sesenta mil millones de bits de información. Los problemas de Albert no eran de semejante envergadura, pero no había algoritmo que decidiera por él; por ejemplo, si debía o no echar mano de las complicadas implicaciones del principio de Mach en relación a los asuntos Heechees. Y para acabar de complicar las cosas, era un programa en propiedad. Hubiera sido interesante llevar adelante sus conjeturas para efectuar un programa científico. Pero eso era algo que impedía su programación básica.

De modo que Albert se mantuvo cohesionado durante una milésima más de segundo, reconsiderando sus posibilidades. ¿Debía revelar todas sus dudas acerca de la —potencialmente— terrible verdad que se ocultaba tras el Paraíso Heechee la próxima vez que le llamara Robin?

No llegó a ninguna conclusión durante aquella milésima de segundo, y fue requerido en otra parte.

Y entonces se permitió desaparecer.

Una parte de sí mismo pasó a los bancos de memoria, otra pasó a solucionar problemas menores, y así hasta que todo Albert Einstein se diluyó en los sesenta mil millones de bits, como sal en el agua, hasta que no quedó nada de él. Algunas de sus funciones más banales pasaron a integrarse en los circuitos de un videojuego bélico. Otras funciones pasaron a ayudar a las del controlador aéreo de Dallas-Fort Worth, ya que el avión de Robín iba a aterrizar allí. Mucho, mucho más tarde, algunas de sus funciones fueron a ayudar al monitor de seguimiento de las funciones vitales de Essie cuando la doctora Wilma Liederman empezó a cortar. Un poco más tarde, horas después, ayudó a resolver el misterio de los molinetes de oraciones. Y sus circuitos más sencillos y elementales supervisaron el programa que se encargaba de preparar el desayuno de Robín y de que la casa estuviera a punto para cuando llegara. Sesenta mil billones de bits de información pueden hacer muchas cosas, incluso las tareas domésticas.

13
A MITAD DE CAMINO

Amar a alguien es un don. Casarse con alguien es un contrato. La parte de mi persona que amaba a Essie lo hacía con todo el corazón, sumergiéndose en el terror y el dolor cada vez que empeoraba, embriagándose de temerosa felicidad cuando mostraba signos de recuperación. Tuve numerosas oportunidades de experimentar ambas sensaciones. Essie murió dos veces durante la operación antes de que yo llegara a casa, y otra vez aún doce días después, cuando tuvieron que volver a intervenirla. En aquella última ocasión la muerte clínica fue provocada. Detuvieron su corazón y sus pulmones, y mantuvieron tan solo su cerebro con vida. Y cada vez que la reanimaban yo temblaba al pensar que podía salir con vida, porque sí vivía tendría que morir una vez más, y no podía soportarlo. Pero lentamente, dolorosamente, empezó a ganar peso y Wilma me dijo que el peligro empezaba a retroceder, como cuando la espiral empieza a iluminarse en el interior de una nave Heechee a mitad de camino, y tienes la certeza de que sobrevivirás al viaje. Pasé todo aquel tiempo, semanas y semanas, dando vueltas alrededor de la casa para que Essie pudiera verme tan pronto como despertara.

Y durante todo aquel tiempo, la parte de mi persona que estaba casada con Essie empezaba a lamentar haber establecido el contrato y a desear ser libre.

¿Cómo explicarlo? Esa era una buena oportunidad para experimentar culpabilidad, y ése era un sentimiento al que me mostraba muy proclive, según solía decirme mi programa psiquiátrico. Y cuando entré para ver a Essie, que parecía una sombra de sí misma, la felicidad y la preocupación llenaron mi corazón y la culpabilidad y el resentimiento trabaron mi lengua. Hubiera dado mi vida para que se salvara. Pero esa no parecía ser una estrategia demasiado práctica, ya que no veía el modo de llevarla a cabo, y mi otra parte, la hostil y culpable, ansiaba ser libre para ocuparse de mi perdida Klara y de la manera de dar con ella.

Pero Essie se recuperó. Y rápido, las bolsas de debajo de sus ojos, ahora hundidas, se llenaron hasta no ser más que sombras. Le sacaron los tubos de la nariz. La cebaron como a un lechón. Se estaba hinchando ante mis propios ojos, su seno volvió a marcarse y sus caderas a ganar todo su poder de sugestión.

—Mi enhorabuena al doctor, —le dije a Wilma Liederman cuando la alcancé de camino a la habitación de su paciente.

Ella respondió amargamente:

—Sí, se está recuperando con rapidez.

—No me gusta la manera que tienes de decirlo, —le dije—. ¿Qué pasa?

Demoró la respuesta.

—En realidad, nada, Robín. Todas las pruebas son favorables. ¡Pero es que tiene tanta prisa!

—Pero eso es bueno, ¿no?

—Hasta cierto punto. Y ahora —añadió—, tengo que entrar a ver a mi paciente. Que por cierto se levantará y se pondrá a andar cualquier día de estos, y que tal vez vuelva a la vida normal dentro de un par de semanas.

Aquellas eran buenas noticias; y sin embargo, de qué manera tan reluctante las recibí.

Pasé aquellas semanas con la sensación de que algo pendía sobre mi cabeza. En ocasiones parecía tratarse de un aciago destino que tomaba la apariencia del viejo Peter Herter chantajeando al mundo sin que éste pudiera hacer nada para evitarlo, o la de los Heechees montando en ira porque nos habíamos atrevido a invadir su complejo mundo particular. En otras ocasiones se me presentaba en forma de doradas oportunidades, nueva tecnología, nuevas esperanzas, nuevos interrogantes para explorar y explotar. Se diría que sé distinguir entre esperanzas y preocupaciones, ¿no? Pues no. Me dan tanto miedo las unas como las otras. Como solía decirme el bueno de Sigfrid, tengo una innata habilidad no solo para sentirme culpable sino también para preocuparme.

Y si me paraba a pensarlo, tenía unas cuantas cosas de las que preocuparme. No se trataba sólo de Essie. Cuando uno alcanza cierta edad, tiene derecho a esperar que ciertas parcelas de la vida se estabilicen. Como por ejemplo, el dinero. Yo me había acostumbrado a disponer de dinero a raudales, mira tú por donde mi programa jurídico me salía ahora con que tenía que controlar hasta el último céntimo que gastaba.

—Pues le prometí a Hanson Bover que le pagaría un millón en efectivo y pienso hacerlo. Vende.

—Es que ya he vendido, Robin.

No estaba enfadado. En realidad no estaba programado para poder estar enfadado, pero podía mostrar preocupación y la estaba mostrando.

—Pues vende más. ¿Qué es lo mejor de lo que podemos deshacernos?

—No hay nada que sea «mejor» como tú dices, Robin. Las minas de alimentación están fuera de combate por culpa del fuego. Las piscifactorías no se han repuesto aún de las pérdidas de salmonetes. Dentro de unos dos meses...

—Dentro de unos dos meses ya no necesitaré el dinero. Vende.

Y cuando lo desconecté y pedí que me pusieran con Bover para saber adonde había que enviarle el dinero, se mostró sorprendido de verdad.

—En vista de las medidas que ha tomado la Corporación de Pórtico, —dijo— pensé que no mantendría nuestro trato.

—Un trato es un trato —dije—. Podemos dejar de lado las formalidades. Los detalles legales han dejado de tener sentido para mí ahora que los de Pórtico me han despojado de lo que es mío.

Se puso en guardia de inmediato. ¿Por qué será que consigo atraerme las sospechas de la gente precisamente cuando soy más honrado que de costumbre?

—¿Por qué quiere dejar de lado los formulismos? —preguntó mientras se frotaba agitadamente la calva. ¿Se le habría vuelto a quemar con el sol?

—No es que quiera —contesté—, es que ya me da igual.

Tan pronto como retire su pleito, Pórtico interpondrá su demanda.

Junto al ceñudo rostro de Bover apareció mi secretaria. Parecía un dibujo del buen ángel susurrando al oído de Bover, aunque lo que estaba diciendo era para mí.

—Faltan sesenta segundos para emisión de Herter —dijo.

Se me había olvidado que el viejo Peter nos había vuelto a enviar uno de sus mensajes con un anticipo de cuatro horas.

Le dije a Bover:

—Llegó la hora de la cuenta atrás del próximo ataque de Peter Herter —y colgué.

No es que me importara el recordárselo, lo único que quería era dar por terminada la conversación. No habría que esperar demasiado. Era todo un detalle —sobre todo era práctico— que el viejo Peter nos avisara cada vez, y que actuara de manera tan puntual. Pero eso era algo que concernía más bien a los pilotos y a los conductores, y no a los que como yo se quedaban en casa.

Y a pesar de eso, yo tenía que ocuparme de Essie. Eché un vistazo a su habitación para asegurarme de que no le estaban haciendo ningún trasplante en ese momento, o que no le estuvieran dando de comer. Dormía, de manera bastante apacible, con su cabello oro oscuro desparramado por la almohada, roncando ligeramente. Y de vuelta a mi cómoda consola sentí a Peter Herter colarse en mi cabeza.

Me había convertido en un experto en esto de las invasiones mentales. No es que fuera una habilidad mía especial. La entera humanidad se había convertido en una experta a lo largo de doce años, desde que el loco de Wan había ido por primera vez a la Factoría Alimentaria. Las suyas habían sido las peores invasiones, porque duraban mucho y porque compartía con todos sus sueños. Los sueños son poderosos; son una especie de locura a la que se da vía libre. Por el contrario, la única que nos había proporcionado Janine Herter no había sido nada, y las dosis de dos minutos de Peter Herter no eran peores que un semáforo: te detienes durante un minuto, esperas con impaciencia y sigues tu camino cuando se ha pasado. Con Peter sentía lo mismo que él experimentaba, a veces la náusea de la edad, otras veces hambre o sed, y en una ocasión, la airada lascivia de un hombre mayor abandonado a su soledad. Mientras me sentaba me dije a mí mismo que en esta ocasión no había sido nada. Como mucho parecía un vértigo momentáneo, como el que te produce el levantarte de golpe, y tienes que esperar un instante hasta que se te pasa. Pero no se pasó. Experimenté la confusa sensación de ver las cosas a través de dos pares de ojos, y la inarticulada ira y amargura del viejo, pero no con palabras, sino como si alguien me lo susurrara al oído sin que yo pudiera acabar de entenderlo.

Y siguió sin desaparecer. La confusa sensación persistió y aumentó. Empecé a delirar. Esa segunda visión, siempre confusa, empezó a mostrarme cosas que no había visto nunca antes. Cosas irreales, fantasías. Mujeres con picos de ave del paraíso. Enormes monstruos de brillante metal azul que se movían por detrás de mi retina. Fantasías. Sueños.

La amenaza en dosis de dos minutos había excedido su duración. El muy hijo de perra se había quedado dormido en el interior del diván.

¡Gracias a Dios que los viejos padecen insomnio! La cosa no llegó a durar ocho horas, sino apenas un poco más de una hora.

Pero fueron sesenta minutos de lo más desagradable. Cuando noté que los indeseados sueños abandonaban mi mente sin dejar rastro y me aseguré de que habían desaparecido del todo, corrí hacia la habitación de Essie. Estaba completamente despierta, echada sobre los almohadones.

—Me encuentro perfectamente, Robin —dijo en seguida—. Fue un sueño interesante. Un agradable cambio en relación a los míos.

—Voy a matar a ese viejo bastardo —afirmé.

Essie movió la cabeza, sonriéndome.

—No sé cómo.

Tal vez tuviera razón, pero tan pronto hube comprobado que Essie estaba bien, llamé a Albert Einstein.

—Quiero tu consejo, Albert. ¿Hay algo que podamos hacer para detener al viejo Peter Herter?

Se rascó la nariz.

—Supongo que a lo que te refieres es a una acción directa. No, Robin, con los medios de que disponemos ahora.

—¡No te admito esa respuesta! ¡Tiene que haber algo que podamos hacer!

—Seguro que sí, Robín —dijo despacio—, pero me temo que no le estás consultando al programa adecuado. Tal vez medidas indirectas resulten más indicadas. Si no he entendido mal, tienes que resolver todavía unos cuantos problemas legales. Es probable que cuando los hayas resuelto puedas llegar a un acuerdo con Herter.

—¡Eso ya lo he intentado! ¡Es justo al revés, maldita sea! Si pudiera detener a Herter tal vez conseguiría que los de Pórtico me devolvieran el control del asunto. Y mientras, él se dedica a volvernos locos a todos, ¡y quiero acabar con eso de una vez! ¿No podemos emitir algún tipo de interferencia?

Albert le dio una chupada a la pipa.

—No lo creo —dijo por fin—. No dispongo de suficientes datos.

Aquella sí que era buena.

—¿Es que ya no te acuerdas de lo que se siente?

—Robin —dijo armándose de paciencia—, yo no siento nada en absoluto. Te haría bien recordar que no soy más que un programa computerizado. Y me temo que no soy el programa más indicado para discutir acerca de la exacta naturaleza de las emisiones del señor Herter. Tu programa de psicoanálisis te sería de mucha más utilidad. Analíticamente sé lo que sucede, poseo todas las mediciones de las radiaciones que utiliza. Pero experimentalmente no sé nada. No afecta a las inteligencias artificiales. Que los seres humanos experimentan algo lo sé porque hay informes que así lo explican. Al parecer, existen también evidencias de que los mamíferos dotados de grandes cerebros se ven afectados: primates, delfines, elefantes; y tal vez afecte también a otros mamíferos, aunque no se sepa con certeza. Pero yo no he podido experimentarlo directamente... Por lo que se refiere a emitir interferencias desde aquí, sí, quizá sea posible hacerlo. ¿Pero cuál sería el efecto, Robin? Date cuenta de que además, se trataría de emitir una señal parecida a la suya pero desde un punto cercano, no a veinticinco días luz de distancia; si Herter nos causa una cierta desorientación, ¿cuál sería el efecto de una emisión hecha al azar desde un punto próximo a nosotros?

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