Read Tras el incierto Horizonte Online
Authors: Frederik Pohl
Pero el olor era más fuerte ahora. E irresistible.
Paso a paso se aventuró por uno de los corredores bloqueados, listo para retroceder al instante.
¡Una voz! Susurrante, casi inaudible. Pero estaba allí. Atisbo por una puerta y su corazón latió con violencia. ¡Una persona! Encogida contra el muro, con un objeto de metal en los labios, mirándolo con terror. Le gritó:
—¡No te me acerques!
Pero no hubiera podido ni aun queriendo; estaba paralizado. No solo era una persona, ¡era una hembra! Los signos bien lo demostraban, tal como le explicara Tiny Jim: dos abultamientos en el pecho, otro más en torno a las caderas, un estrechamiento en la cintura, cejas finas sin gruesos arcos supraciliares... ¡Sí, una hembra! Y además, joven. Y embutida en algo que evidenciaba largas piernas desnudas y, oh, brazos también desnudos; lacio cabello atado en la nuca en una trenza larga, enormes ojos que le miraban.
Wan le contestó como había aprendido a hacerlo. Se arrodilló cortésmente, abrió sus ropas y se tocó el miembro. Hacía mucho que no se masturbaba y, desde luego, sin semejante estímulo; se puso erecto de inmediato y se estremeció excitadísimo.
Apenas prestó atención a los ruidos detrás de él, mientras tres personas llegaban corriendo. No se levantó hasta haber acabado; se ajustó las ropas y les sonrió educadamente, mientras ellos, de pie alrededor de la chica, hablaban entre sí con excitación, casi con histerismo.
—Hola, me llamo Wan —dijo.
Como no le contestaron, repitió el saludo en español y en cantones, y hubiera seguido haciéndolo en los demás idiomas que sabía de no habérsele acercado otra mujer, quien le dijo:
—Hola, Wan. Me llamo Dorema Herter-Hall. Todos me llaman Lurvy. Estamos todos encantados de haberte conocido.
Jamás en sus quince años de vida había pasado Wan doce horas tan excitantes, atemorizantes y sorprendentes hasta rozar el infarto, como aquéllas. ¡Tantas preguntas! ¡Tanto que decir y escuchar! Era tan escalofriantemente agradable poder tocar a aquellas personas, oler sus olores y sentir su presencia. Sabían increíblemente tan poco y sorprendentemente tanto: no sabían que podían sacar alimentos de las escotillas, no habían utilizado la cámara de los sueños, no habían visto nunca a un Primitivo, ni habían hablado jamás con un Difunto. Y sin embargo, sabían lo que era una nave espacial y una ciudad, hablaban de caminar bajo el cielo abierto (¿«cielo»? —le llevó un buen rato conjeturar de qué hablaban) y sabían hacer el amor. Pudo observar que la mujer más joven quería enseñarle más al respecto, pero la otra parecía no querer dejarle; qué raro. El hombre mayor daba la impresión de no hacer el amor con nadie; aún más raro. Era todo muy raro, y él empezaba a cansarse de las delicias y los horrores de tanta rareza. Después, habían estado hablando un rato más y él les había enseñado algunos trucos de la estación, y ellos, algunas de las maravillas de su nave (una cosa parecida a un Difunto, pero que nunca había estado viva; fotografías de gente en la Tierra; un lavabo con cisterna) y después de tanta maravilla, la persona llamada Lurvy les ordenó a todos un descanso. Inmediatamente, Wan intentó dirigirse a la cámara de los sueños, pero ella le invitó a permanecer junto a ellos. Y él no había podido negarse, a pesar de que a lo largo de todo el descanso se despertó de vez en cuando, temblando, olisqueando y mirando a su alrededor a través de la tenue luz azul.
Tanta excitación era mala para él. Después de que se despertaran todos, se encontró temblando todavía, con el cuerpo dolorido como si no hubiera dormido nada. Pero no importaba. Las preguntas y la charla dieron comienzo de nuevo, acto seguido:
—¿Y quiénes son los Difuntos?
—No lo sé. ¿Se lo preguntamos? A veces se llaman a sí mismos «prospectores». De un sitio llamado «Pórtico».
—Y el sitio donde ellos están, ¿es un artefacto Heechee?
—¿Heechee? —pensó; había oído la palabra hacía mucho, pero no sabía lo que significaba—.¿Os referís a los Primitivos?
—¿Cómo son los Primitivos?
No podía explicarlo con palabras, así que le dieron de nuevo una hoja de papel para que dibujara, e intentó esbozar aquellas grandes e inquietantes mandíbulas, las barbas ralas, y tan pronto como acababa un dibujo, lo tomaban y lo sostenían delante de la máquina que ellos llamaban Vera.
—Esta máquina se parece a un difunto —señaló, y ellos empezaron otra vez con las preguntas.
—¿Quieres decir que se trata de computadoras?
—¿Qué es una computadora?
Durante un rato las preguntas circularon en sentido contrario, mientras trataban de explicarle el significado de «computadora», de las elecciones presidenciales y de la fiebre que se repetía cada ciento treinta días. Y mientras tanto, iban deambulando por la nave al tiempo que les explicaba lo que sabía de ella. Wan empezaba a estar cansado de verdad. Había experimentado fatiga muy pocas veces, porque en su vida sin tiempo, cuando tenía sueño dormía, y no se levantaba hasta haber descansado. No le gustaba sentirse así, como no le gustaba el dolor de cabeza o el de la garganta, que estaba padeciendo. Pero estaba demasiado excitado como para parar, especialmente cuando le hablaron de la persona de sexo femenino llamada Trish Bover.
—¿Estuvo aquí? ¿Aquí en la estación de avanzada? ¿Y por qué no se quedó?
—No, Wan. No sabía que ibas a venir. Creyó que se moriría si se quedaba.
¡Qué terrible! Wan calculó que aunque sólo tenía diez años cuando ella llegó, podía haberle hecho compañía. Y ella a él. Le habría dado de comer y se hubiera ocupado de ella y la hubiera llevado consigo a ver a los Primitivos y a los Difuntos, y habrían sido muy felices.
—Entonces, ¿adonde se fue?
Por algún motivo, su pregunta les incomodó. Se miraron unos a otros. Tras una pausa, Lurvy dijo:
—Se fue en su nave, Wan.
—¿A la Tierra?
—No, todavía no. Es un viaje muy largo para la nave en que viajaba. Demasiado largo para que ella pudiera sobrevivir al viaje.
El hombre más joven, la pareja de Lurvy, tomó la palabra.
—Aún está viajando, Wan. No sabemos exactamente hacia dónde. No sabemos siquiera si sigue viva. Se autocongeló.
—Entonces está muerta, ¿no?
—Bueno, probablemente no siga con vida. Pero si la encuentran puede ser revivida. Está en el compartimento refrigerador de su nave, a cuarenta grados bajo cero. Su cuerpo no se descompondrá durante cierto tiempo, creo. Eso es lo que ella pensaba. De todos modos creyó que era lo mejor que podía hacer.
—Yo le hubiera podido ofrecer una alternativa mejor —observó Wan descorazonado.
Entonces se le iluminó el rostro. La otra hembra no estaba congelada. Tratando de impresionarla, dijo:
—Ése es un Número Universal.
—¿Qué? ¿Un número cómo?
—Un Número Universal, Janine. Tiny Jim me ha hablado de ellos. Cuando dices «cuarenta bajo cero», no tienes que decir si son grados Celsius o Farenheit, porque en este caso, son iguales. —Se rió con disimulo del chiste.
Volvían a mirarse unos a otros. Se dio cuenta de que algo iba mal, pero se sentía extraño, aún más mareado, más fatigado a cada segundo que pasaba. Pensó que quizá no habían entendido el chiste, así que dijo:
—Preguntémosle a Tiny Jim. Se le puede localizar precisamente en este corredor, donde está el diván de los sueños.
—¿Localizar? ¿Cómo? —le preguntó el viejo, Payter.
Wan no le contestó; se encontraba demasiado mal como para fiarse de sus propias respuestas, y además, era más fácil mostrárselo. Torció bruscamente y consiguió llegar hasta la cámara de los sueños. Cuando llegaron los otros había ya tecleado el número ciento doce.
—¿Tiny Jim? —intentó; dijo entonces, por encima del hombro—: A veces no tiene ganas de hablar. Tened paciencia, por favor.
Pero en aquella ocasión tuvo suerte, y la voz le contestó con bastante rapidez.
—¿Wan, eres tú?
—Claro que soy yo. Quiero que me hables de los números Universales.
—Muy bien, Wan. Los números universales son números que representan más de una cantidad, de modo que al percibir la coincidencia piensas en su valor universal. Algunos de estos números son triviales; otros, tal vez de trascendental importancia. Hay personas religiosas que creen que los números universales son la prueba de la existencia de Dios. Por lo que se refiere a la existencia de Dios, sólo te puedo ofrecer unas amplias conjeturas que...
—No, por favor, Tiny Jim. Limítate a los números universales.
—Sí, Wan. A continuación te voy a dar una lista con algunos de los números más simples. Cero cinco grados. Cuarenta bajo cero. Ciento treinta y siete. Dos mil veinticinco. Diez elevado a treinta y nueve. Por favor, escribe un párrafo sobre cada uno de ellos, identificando las características que hacen de cada uno de ellos un número universal.
—¡Olvídate de eso! —chilló con voz aguda, elevando la voz por lo mucho que le picaba la garganta—. Esto no es una clase.
—Bien —dijo el Difunto con voz melancólica—, de acuerdo. Cero cinco grados es el diámetro angular de la Luna y el Sol vistos desde la Tierra. ¡Dios! Qué extraño que sea el mismo, y a la vez, qué útil, porque es en parte gracias a esa coincidencia que la Tierra tiene eclipses. Cuarenta grados bajo cero es la temperatura que coincide en las escalas Farenheit y Celsius. Dos mil veinticinco es la suma de los cubos de los cuadrados de los números enteros, uno al cubo más dos al cubo más tres al cubo, y así hasta nueve al cubo. Diez a la treinta y nueve es una de las medidas de la debilidad de la fuerza gravitacional en comparación a la electromagnética. Es también la raíz cuadrada del número de partículas del universo conocido, esto es, aquella parte del universo en relación a la Tierra en la que la constante de Hubble es inferior a cero cinco. También... Bueno, da igual. Gracias a ellos, P.A.M. Dirac construyó su hipótesis de los Números Grandes, a partir de la cual dedujo que la fuerza de gravedad debía de debilitarse a medida que aumentaba la edad del universo. Ahora te toca a ti hablar de uno de ellos.
—Te dejaste el ciento treinta y siete —acusó el chico.
El Difunto rió.
—¡Bravo muchacho! Lo he hecho para ver si estabas escuchando. Ciento treinta y siete es la constante de la estructura Eddington, claro está, y aparece constantemente en física nuclear. Pero es más que eso. Imagina que lo tomas a la inversa, o sea uno dividido entre ciento treinta y siete, y tomas el cociente, sólo la parte decimal. Los tres primeros dígitos son cero cero siete, la señal que identifica a James Bond como asesino. ¡Esa es la cara letal del universo! Los ocho primeros son los palíndromos de Clarke, o sea cero siete dos nueve nueve dos siete cero. Esa es la simetría. Lo que implicaría que el universo es la inversión ¿de qué?, digamos, ¿lo bello y lo siniestro? Ayúdame, Wan, no sé cómo interpretar el simbolismo.
—¡Oh, borra todo eso! —exclamó Wan enfadado—. ¡Borra y corta!
Estaba irritado, tembloroso y más enfermo de lo que había estado en toda su vida, incluso más que en aquella ocasión en que los Difuntos le habían tenido que poner una inyección.
—A veces le pasa —se disculpó ante los otros—. Esa es la razón por la que generalmente no me comunico con él desde aquí.
—No tiene buen aspecto —le dijo Lurvy a su marido, y entonces le preguntó a Wan—: ¿Te encuentras bien?
Él negó con la cabeza, porque no sabía cómo contestar.
—Debes descansar —dijo Paul—. ¿Pero qué quisiste decir con eso de «desde aquí»? ¿Dónde está Tiny Jim?
—Oh, en la estación central —dijo Wan débilmente, estornudando.
—¿Quieres decir que...? —le costó tragar—. ¿Pero no dijiste que era un viaje de cuarenta y cinco días? Eso debe de estar muy lejos.
El viejo Payter gritó:
—¿Por radio? ¿Le hablas por radio? ¿Una radio
más rápida que la luz?
Wan se encogió de hombros. Paul tenía razón, debía descansar y ahí estaba el diván, que había sido siempre el lugar ideal para hacer que se sintiera bien y descansado.
—¡Chico, explícate! —le gritó el viejo—. Si tienes una radio ultralumínica, entonces, la bonificación...
—Estoy cansado —dijo Wan rudamente—. Tengo que dormir.
Se sintió mal, se dejó caer. Esquivó los brazos que intentaban agarrarle, pasó entre ellos y se hundió en el diván, con su reconfortante cobertor de malla metálica cerrado a su alrededor.
Essie y yo estábamos practicando el esquí acuático en el mar de Tappan cuando la radio que llevaba al cuello zumbó para decirme que había aparecido un instrumento en la Factoría Alimentaria. Ordené al bote que virara inmediatamente y que nos llevara de vuelta a la larga extensión de litoral propiedad de Robín Broadhead, antes de decirle a Essie de qué se trataba.
—¿Un chico, Robin? —me gritó por encima del ruido del motor de hidrógeno y del viento—. ¿Y cómo demonios ha llegado un chico a la Factoría Alimentaria?
—Eso es lo que hemos de averiguar —le grité a mi vez.
El bote nos condujo a aguas poco profundas deslizándose cuidadosamente, y esperó mientras saltábamos fuera y corríamos prado arriba. Cuando se aseguró de que nos habíamos ido, volvió a su sitio ronroneando todo a lo largo de la orilla.
A pesar de estar mojados, corrimos hacia la sala donde estaban los cerebros electrónicos. Habíamos empezado a recibir imágenes, y el proyector de hologramas nos mostró un muchacho flaco y desaseado que vestía una especie de falda de dos piezas y una túnica sucia. No parecía en absoluto peligroso, pero desde luego no tenía ningún derecho a estar allí.
—Voz —ordené, y los labios, que se movían empezaron a hablar, de un modo extraño, estridente, con una entonación aguda, pero en un inglés lo suficientemente claro para entenderle.
—...desde la estación central, sí. Hace cosa de siete, siete días; quiero decir, semanas. Vengo a menudo aquí.
—¿Pero cómo, por el amor de Dios?
No podía ver al que hablaba, pero era un hombre y hablaba sin acento: Paul Hall.
—En una nave, claro. ¿No tienen ustedes nave? Los Difuntos sólo hablan de viajar en naves, no conozco ninguna otra manera de hacerlo.
—Increíble —dijo Essie por encima de mi hombro. Se retiró sin apartar los ojos de la proyección y volvió con un par de toallas de rizo, para que me echara una por encima de los hombros, y otra para ella—. ¿Qué supones que es la «estación central»?
—Por Dios que me gustaría saberlo. ¿Harriet?