Una vez programado el GPS, y dudando de que el maldito pueblucho apareciera registrado, salió de Barajas guiado por la voz mecánica del navegador.
Mientras conducía, repasó mentalmente los pasos que debía seguir. Según sus cálculos, en tres días quedaría todo zanjado. Él regresaría tranquilamente a su casa con la conciencia más o menos tranquila (aunque tampoco estaba muy preocupado) y así podría olvidarse de una vez para siempre de que tenía familia.
Joder, qué ironía.
Doscientos veinte kilómetros más tarde, la vocecita le indicó que abandonara la autovía. Él no puso en duda la recomendación y pulsó el intermitente para entrar en una carretera secundaria bastante parcheada.
No había ningún cartel indicando si la dirección era correcta, pero supuso que el sistema de navegación no iba a fallar.
Cuando la vocecita le indicó que había llegado a su destino, no se lo podía creer.
Un cartel, bastante deteriorado, por cierto, indicaba que estaba en Pozoseco de Arriba.
No obstante, aquello era como un decorado de película. De una película de terror, claro.
Thomas no era muy aficionado al mundo rural, pero lo que ocasionalmente había visto eran casas bajas, de ladrillo y piedra, con bonitos jardines. Todo muy de postal.
Con todo, aquello no tenía nada que ver con esa imagen. El asfalto se acababa allí mismo, las cunetas estaban llenas de hierbajos secos, y en uno de los lados se podía ver una fuente de piedra ennegrecida y un par de bancos oxidados.
Unos golpes en la ventanilla lo sobresaltaron.
Se volvió y vio a un hombre mayor, con boina y un palillo en la boca. Apoyado sobre la cachava, esperaba que le dijese algo.
Apretó el botón y bajó la ventanilla.
—Es usted forastero, ¿no?
A Thomas le costó un poco entenderlo. Su español lo había aprendido en la facultad y practicado en los viajes que todo hijo de la Gran Bretaña hacía cuando iba a España: Ibiza y alrededores.
Decidió aprovechar las circunstancias para averiguar dónde se ubicaba la casa que buscaba.
—Si es tan amable… ¿Podría indicarme cuál es la casa de los Lewis?
—¿La del inglés?
—Sí, ese mismo. —Menos mal, una buena noticia. No creía que en el pueblo hubiera una colonia británica instalada.
—La casa del inglés está al final del pueblo. Gire por esta calle y coja un camino a la derecha. Luego siga todo recto. Al final está la casa que busca.
—Gracias. —Por lo menos el anciano había sido amable.
—¿Por qué busca la casa? —preguntó el hombre cuando intentaba subir la ventanilla.
—Es un asunto personal.
—¿Es de la familia?
—No. Ahora, si me disculpa…
—Pues tiene un cierto parecido con el inglés.
«¡Joder con el anciano y sus dotes de observación!», maldijo en silencio. Debería haber preguntado con las gafas de sol puestas. A ese paso terminarían por reconocerlo.
—Le aseguro que no —mintió queriendo dar por zanjado el tema.
—No sé… en fin. ¿Cuánto tiempo va a quedarse?
—Sólo vengo de visita —le informó. No quería perder la paciencia—. Y voy mal de tiempo así que…
—Vaya joven, vaya —murmuró el anciano señalando el camino con el bastón.
Una vez a salvo del calor arrancó el coche y siguió las instrucciones, maldiciendo cómo las piedras del camino iban rebotando contra la carrocería y el polvo iba envolviendo toda la chapa.
No tardó mucho en llegar hasta la casa. Buscó un espacio conveniente donde aparcar, aunque en realidad eso daba igual. Finalmente, optó por dejarlo a un lado de la valla metálica a medio pintar que rodeaba la propiedad.
Bajó del coche y gruñó al notar cómo picaba el sol. Añoró en el acto el aire acondicionado de su BMW.
Sacó del maletero su cartera con los documentos originales que el señor López le había dejado junto con los que él mismo había redactado minuciosamente, con el fin de quitarse de encima ese problema y volver a su rutina habitual.
No pasó por alto el estado de la vivienda, saltaba a la vista que estaba sin terminar. Lo que suponía que sería un jardín en la parte delantera estaba lleno de hierbajos, desnivelado y seco. La fachada principal de ladrillo se encontraba sin enfoscar, y en las ventanas se apreciaba la falta del remate que tapa la junta entre el marco y el muro, y lo mismo podría decirse de la puerta principal.
Bueno, para un amante del orden y las cosas bien hechas como él, resultaba todo un atentado además de contra la estética, contra toda lógica.
¿Cómo era posible vivir así día tras día?
—Me importa una mierda —dijo, cerrando el coche con el mando a distancia.
Por fortuna, la puertecita metálica que daba acceso a la casa no estaba cerrada con llave y pudo acceder fácilmente. Subió los tres escalones, en los que faltaba el alicatado, y llamó a la puerta con los nudillos ante la falta de timbre.
Se quitó las gafas de sol y maldijo otra vez el calor que le quemaba la espalda. No había quien aguantase ese calor.
Esperaba que hubiera alguien y poder entrar, sólo le faltaba tener que esperar a saber cuánto tiempo a que apareciera su hermanastra.
Tenía reserva en el parador de Lerma y, aunque la tentación de ir hacia allá, registrarse y darse una ducha era realmente atractiva, había preferido solucionar cuanto antes el espinoso tema de las presentaciones. Algo práctico, carente de sentimentalismos, para llegar en seguida a la parte realmente importante, es decir, salir cuanto antes de allí con los deberes hechos.
Volvió a llamar, por si acaso no lo habían oído la primera vez, impacientándose cada vez más.
¿Dónde se supone que se mete una tía solterona en un pueblo de mierda a media mañana? De compras seguro que no, dudaba de que en ese lugar hubiera tan siquiera una triste tienda.
Se movió a un lado para comprobar a través de la ventana si había alguien. Pero cuando estaba a punto de pegar la nariz al cristal se abrió la puerta principal, quedando como el mirón que no era.
Se incorporó y frente a la puerta observó a una quinceañera, vestida con pantalón vaquero cortado de cualquier manera, una camisera de Hello Kitty y el pelo castaño claro, como el suyo, recogido en una coleta. Iba descalza y Thomas se horrorizó aún más al ver las uñas de los pies pintadas cada una de un color.
—Ejem, ejem…
—Perdón, buenos días —dijo como un tonto. Estaba claro quién era la terrorista de la moda, pero quiso verificarlo de todos modos. Nunca se sabe—. Estoy buscando a Julia Lewis.
La chica lo miró del mismo modo que él lo había hecho. Bueno, exactamente igual, no, fue más descarada. El mirón cotilla iba vestido con unos pantalones chinos color camel y una camisa azul claro. Vamos, como los típicos pijos; sólo le faltaba el jersey de rombos encima de los hombros. Todo era de marca. Hizo una mueca. ¿Qué estaría buscando Don Pijo? Al ver un destello rojo aparcado frente a la verja de casa cambió su expresión y se quedó con la vista fija.
Él se dio cuenta y giró la cabeza. Iba a llamar la atención donde quiera que fuese.
La chica pareció recuperarse y volvió a su pose descarada, con una mano en la cadera y sin tener la cortesía de apartarse para dejar que el visitante se pusiera debajo del tejadillo que protegía la puerta principal, donde daba la sombra. Finalmente le preguntó:
—¿Por qué la buscas?
Ante el tono marcadamente chulesco, Thomas entrecerró los ojos. Vaya educación tenía la chica. Bueno, eso no era asunto suyo.
Se fijó en los rasgos de la adolescente, lo cierto es que no guardaban mucho parecido. Sin embargo, al mirarla a los ojos salió completamente de dudas. Tenía la misma mirada que el viejo: ojos claros y expresión serena.
—Dejémonos de tonterías, ¿de acuerdo?
Ella entrecerró los ojos, ese acento…
—Muy bien, yo soy Julia. ¿Qué quieres? —le respondió en el mismo tonito y actitud bravucona.
Él había pensado en decir unas palabras, algo para ir preparando el terreno y no soltar a bocajarro quién era. Quizá sería demasiada mierda sentimentaloide, pero podría funcionar. Los reencuentros en las películas y en los
realities
eran así. Primero desconcierto, luego sonrisa, unas pocas lágrimas, abrazos efusivos y todo resuelto.
Thomas actuó en consecuencia:
—Soy tu hermano.
—¿En serio?
Se quedó petrificado: ni sorpresa, ni lloriqueos ni mucho menos abrazos. La joven siguió en su pose insolente.
Julia lo miró y supo que no mentía. Al verlo recordó a su padre, él sí se parecía mucho, pero no iba a flaquear ahora. Conocía la historia perfectamente y por mucho que fuera su hermano también sabía por qué estaba allí.
—Sí. Así que, si eres tan amable… —Señaló la puerta. Joder, se estaba abrasando, con el sol a sus espaldas.
—¿Cómo sé que dices la verdad?
—Joder, lo que me faltaba… —murmuró entre dientes.
Pero ella lo oyó.
—No voy a creer al primero que viene por aquí diciendo que es mi hermano sin pedir una prueba, ¿no crees?
—Y ¿podría enseñarte la jodida prueba a la sombra? —replicó él en el mismo tono belicoso.
—No, claro que no. ¿Estás loco? ¿Y si luego resulta que eres un impostor?
—Me cago en la puta…
—Mi tía siempre dice que no deje entrar a desconocidos —le informó en tono fingidamente inocente.
Cabreado a más no poder, buscó su cartera y sacó el permiso de conducir. De malos modos, se lo puso frente a la cara, tan cerca que ella ni siquiera podía leerlo.
Julia, aguantando la risa, agarró la cartera y curioseó. Vale, no mentía, y vale, como todo el mundo, salía horrible en las fotos de carnet.
Se la devolvió y disfrutó viendo al estirado de su hermano guardársela con gesto impaciente en el bolsillo trasero de sus pantalones de pijo.
Sonrió de manera ingenua.
—Vale, comprobado. Eres el estirado de mi hermano.
El aludido enarcó una ceja ante el apelativo fraternal.
—Me alegro de que sepas quién soy —replicó sarcástico—. ¿Podemos mantener una conversación medianamente seria en el interior? —preguntó cabreado y añadió con ironía—: Por favor.
—Faltaría más —le respondió ella de igual manera y hasta le hizo una reverencia choteándose aún más de él.
Podía conducirlo a la cocina y estar incómodos en las sillas, pero, si lo hacía, ella también pagaría las consecuencias, así que le hizo un gesto para que entrara en el salón.
Para Thomas fue otra bofetada estética contemplar la decoración.
De acuerdo, una señora mayor no iba a amueblar la casa con elementos minimalistas o diseños vanguardistas, pero… ¿era necesario mantener los dos sofás de imitación de piel en marrón?, ¿la mesa de centro llena de adornos baratos? Y lo que era peor, ¿una tele de las de antes?
Un viaje a los años setenta.
A un lado divisó un butacón, más horrendo todavía y de color verde, pero parecía lo más cómodo de la habitación, así que fue a sentarse.
—¡Ni se te ocurra! —le gritó Julia.
Thomas pensó agradecido que seguramente el mueble era tan viejo que tendría una pata rota o la madera podrida y su hermana pretendía evitarle un disgusto.
—¡Era el sillón preferido de mi padre! —Colocó bien el cojín y se puso delante evitando que él se acercara más.
Thomas se abstuvo de decir que también era su padre, pero ¡qué demonios!, a él le importaba un carajo.
—Tú mandas. —Se acomodó en un extremo del sofá. Y quedó en una postura absurda al hundirse. Se colocó lo mejor que pudo—. ¿Sería posible tomar algo?
—¿Qué te apetece?
—Una cerveza estaría bien —murmuró distraído mientras buscaba los papeles que quería mostrar.
—No quedan. Sólo agua. Y del grifo.
—Y ¿por qué cojones me preguntas qué quiero, si sólo te queda agua del grifo?
—Soy una chica educada —le respondió levantando la cabeza. «¡Gilipollas!»
—Está bien, lo que sea. Trae el agua.
—Puedes servírtela tú mismo. —Julia no se movió ni un milímetro y remató diciendo—: Al fin y al cabo legalmente la mitad de la casa es tuya. Siéntete libre de hacer el gasto que quieras.
—Hay que joderse… —gruñó. Su hermana había dejado clara su postura y el porqué de mostrarse con recelo. Excelente. Ella se había divertido a su costa, así que ahora él iba a devolverle la pelota.
Tranquilamente, se dirigió hacia la cocina y, por si acaso, dejó correr el agua antes de llenar el vaso. Estuvo tentado de abrir el frigorífico, pero al final no lo hizo.
Cuando volvió al horripilante salón, la encontró recostada en el sillón «preferido de papá» con una pierna colgando sobre el reposabrazos, moviendo el pie distraídamente y apuntando con el mando a distancia mientras cambiaba de canal.
En resumen, la actitud propia, despreocupada e indiferente de la adolescencia.
Con la sed aplacada y con más ganas que nunca de acabar con todo, se dispuso a explicarle a su hermana el motivo de su visita.
—Verás, esta situación es tan desagradable para mí como para ti… —Ella ni apartó la vista del televisor—. He tenido que abandonar mi trabajo para solucionar esto —enfatizó sus palabras señalando los papeles—, así que vamos a hacerlo rápidamente. Yo me vuelvo a mi casa, tú sigues con tu vida y todos tan felices.
—Ajá —murmuró fingiendo estar absorta en la pantalla. «¡Será engreído!»
—¿Podrías prestar un poco de atención?
—Soy menor de edad y por lo tanto no puedo firmar nada sin la supervisión de un adulto.
Tenía razón.
—¿Cuándo vuelve tu tía?
—Hum, no lo sé. Depende.
—¿De qué?
—No sé cuántos clientes tiene hoy, pero normalmente trabaja hasta tarde.
A Thomas no le dio buena espina ese comentario.
—Está bien. Dame su número de móvil —pidió mostrándose paciente.
—No creo que te conteste —le dijo sin mirarlo.
—¿Por qué?
—Cuando atiende a sus clientes no responde. Siempre me dice que, a no ser que sea de vital importancia, no la moleste.
—Joder… —Se pasó la mano por el pelo mientras pensaba una solución que no implicara soltar una sarta de improperios y discutir con la niñata—. Toma mi tarjeta. Que me llame nada más venir.
Julia la cogió y la dejó caer en la mesa abarrotada de baratijas.
—Lo haré —prometió sin mucha convicción.
—Voy a registrarme al hotel. Intentaré estar de vuelta esta tarde y hablar con ella, ¿de acuerdo?