Y también en silencio le devolvió el botellín.
Él observó cómo se colocaba de nuevo en posición para su… ¿cómo había dicho? Ah, sí, baños de luna, o lo que carajo hiciera.
La curiosidad por saber si le estaba tomando el pelo o era cierto lo empujó a preguntar, no sin antes dar cuenta de la cerveza:
—Esto… lo que has dicho sobre… —Levantó su bebida señalando la luna, más que nada porque se sentía ridículo a no poder más, pero no había otra forma de plantearlo—. Los baños esos de luz de luna, ¿es alguna tradición de por aquí?
Ella abrió un ojo antes de contestar, pero no la estaba mirando, permanecía sentado en una esquina de la esterilla (claro, el señor pedorro no se iba a manchar de verdín sus carísimos pantalones). Le estaba dando la espalda y, la verdad, aunque su pregunta tenía cierto retintín podía, por una vez, explicarle las cosas sin pagarle con la misma moneda.
—Es buenísimo para relajarse. Mucha gente no lo sabe, pero la luna influye en nuestros estados de ánimo.
—No veo la conexión por ningún lado —murmuró en ese tono de «si me dices que los cerdos vuelan, respondo lo mismo».
«Tú qué vas a ver, pedazo de burro.»
—El simple hecho de estar aquí, sin pensar, sin hacer nada, de perder el tiempo porque puedes… de no hacer ni siquiera planes para mañana —suspiró—, hace que eches fuera de tu cuerpo las malas vibraciones.
—Pues vale.
A ella no le sorprendió esa indiferencia que implicaba, además de lo obvio, que no la creía y que la consideraba poco menos que una lunática, nunca mejor dicho.
Podía dejarlo pasar, es más, debía dejarlo pasar, pero, por alguna extraña razón (ya pensaría después si había sido cosa de la influencia de la luna), le contestó:
—Estoy segura de que no sabes relajarte.
Él la miró por encima del hombro, manteniendo una expresión neutra, como si nada.
—También creo —continuó ella—, que eres uno de esos tipos taaaan organizados y taaaan maniáticos que no dejas nada al azar. Que organizas hasta el último detalle, que no haces nada impulsivamente.
—¿Y? ¿Qué tiene eso de malo? —preguntó a la defensiva.
—Que es aburrido, estresante… decepcionante. Todo el día pensando, organizando… ¡Uf, qué agotador! Ya hay demasiadas normas de obligado cumplimiento. Por eso, cuando puedo, hago lo que se me pasa por la cabeza, sin pensarlo.
«Así te va», reflexionó él.
Como sólo tenían una cerveza, continuaron compartiéndola en silencio. A él no le interesaba lo más mínimo escuchar tonterías y ella quería relajarse.
Pero no podía. No con él ahí, ocupando espacio, cosa que podía soportar. Lo que no aguantaba era esa pose de superioridad, como si ella estuviera mal de la azotea.
—¿Alguna vez has hecho algo sin planificarlo antes cuidadosamente? —preguntó ella.
Thomas, que no estaba por la labor de entablar una conversación sobre temas personales, se limitó a encogerse de hombros.
Así que ella se respondió:
—No, claro que no. Tienes que organizar minuto a minuto tus cosas, no dejas nada al azar. —Suspiró desdeñosamente—. No me extraña que seas un estirado de cuidado. Yo acabaría con dolor de cabeza si tuviera que estar todo el santo el día así.
Él mantenía su actitud silenciosa. Y eso a Olivia no le gustaba, ya que se supone que podían mantener una conversación mínimamente educada. Aunque siendo honesta, ella lo estaba aguijoneando un poco.
—Por ejemplo… ¿cuándo fue la última vez que hiciste algo sin pensar?
Esta vez sí debió de llamar su atención, pues al menos se giró para mirarla por encima del hombro. Pero volvió a recuperar su postura y a seguir con su mutismo.
Ella, que empezaba a parlotear sin mucha consideración, puede que influenciada mínimamente por la ingesta de alcohol, no quería dejar pasar el tema.
Así que volvió a la carga.
—Apuesto a que nunca has hecho nada llevado por un impulso, movido por…
De repente no pudo seguir hablando pues algo, o mejor dicho alguien, se ocupó de cerrarle la boca.
Y no como ella hubiese esperado, con un «Cállate y deja de joder» de toda la vida, sino besándola de forma brusca, pillándola por sorpresa y dejándola clavada en el sitio.
«No debería estar disfrutando esto», pensó enfadada consigo misma, sorprendida no sólo por cómo besaba el estirado, sino por su reacción… ¡Maldita sea!, besaba jodidamente bien, y ella lo correspondía.
No hubo ningún contacto más, sólo unieron sus labios.
Tan de repente como vino se fue y se encontró de nuevo libre. Con temor a abrir los ojos y verle la cara de estúpido que seguramente tendría.
«Esto no puede quedar así», se dijo. Ni hablar.
Contó hasta diez y habló:
—Estoy segura de que llevas un buen rato pensando en ello —espetó con desdén, como si no estuviera afectada—. Que te has tirado tus buenos cinco minutos pensando en los pros y los contras. Que has sopesado detenidamente si te convenía o no. —Se movió disimulando su inquietud—. Así que te informo de que no me va…
Otra vez.
La había pillado fuera de juego y no podía hacer otra cosa que apartarlo de un empujón y decirle cuatro cositas bien dichas a ese estúpido arrogante pero… la carne es débil, y en su caso muy débil.
Hacía tanto tiempo que no se sentía así (dejando a un lado lo disgustada que debería estar en realidad por semejante atropello)… Pero si era sincera y se dejaba de absurdos atropellos, ahora mismo estaba disfrutando; no sólo la estaba besando, bastante bien, por cierto, sino que además se había movido para colocarse parcialmente encima de ella y, claro, su subconsciente hizo el resto, es decir, le facilitó la tarea.
Thomas, que había esperado como mínimo un bofetón en el primer acercamiento, no se podía creer que ella le devolviera el beso y, menos aún, con tanto ímpetu. Nada de tímidos contactos, no señor, ella besaba estupendamente. Lo dejaba actuar al mismo tiempo que pedía la misma consideración.
Debería apartarse, ya que la fase de magreo aparentemente inocua podía tornarse seriamente interesante a la par que peligrosa. Sin olvidar que, en cualquier instante, ella podía poner fin a tales atenciones y dejarlo con un palmo de narices.
Pero por lo visto se estaba equivocando, puesto que, al abandonar su boca para recorrer la piel sensible de su cuello, ella se agarró a sus hombros, evidenciando que no estaba a disgusto.
De todas formas, la noche había empezado sin ninguna expectativa, de modo que, aun pensando en que todo aquello se quedara en un mero toqueteo, ya era más de lo que imaginaba.
Así que lo mejor era dejarse de hipótesis y seguir con la acción. Empezando por bajarle el tirante de la camiseta y… luego ya veremos.
«Debo de estar muy mal de la cabeza para disfrutar de las caricias de un tipo al que no soporto» fue el pensamiento de Olivia, al sentir cómo él maniobraba sobre su hombro para dejar al descubierto uno de sus pechos. Dado que no llevaba sujetador, era cuestión de segundos que aquello ocurriera.
Pero lo más desquiciante de todo es que, dejando a un lado la conveniencia o no de seguir adelante, Thomas se movía de forma segura y, no sólo eso, sino que además lo hacía condenadamente bien: la mezcla exacta entre técnica y excitación, para que no se convirtiera, como ella tantas veces había tenido que sufrir, en gestos mecánicos carentes de emoción.
No iba a seguir pensándolo más. Era del género idiota si lo hacía. Permanecer inactiva bajo él no era una buena señal. Se movió de tal forma que de nuevo pudiera besarla y comprobar si lo de antes era producto de su imaginación o verdaderamente el abogado sabía besar.
Él gimió al entrar de nuevo en contacto y ella hizo lo mismo. Y no sólo eso, sino que, además, maniobró con efectividad hasta poder colocarse encima de él y así controlar mejor la situación. Era su oportunidad, con Juanjo tenía que reprimir bastante ese lado dominante para que él no se sintiera mal, pero con Thomas importaba un pimiento si le gustaba o no, lo único que contaba eran sus necesidades.
Además, según las habladurías, tenía una reputación que mantener, ¿no?
Thomas no puso ninguna objeción al cambio de postura, es más, estaba agradecido, así podía maniobrar con más libertad al no tener que aguantar su propio peso para no aplastarla y arruinar el momento.
Al tenerla encima, presionando su entrepierna, el siguiente paso estaba claro: levantarle la camiseta y pasar de la suposición a la certeza.
Había supuesto bien, no llevaba sujetador, por lo que tuvo ante sus ojos, por un breve instante, dos preciosas tetas de las que ocuparse.
—Increíbles —murmuró y ella ante tal cumplido se contoneó en señal de agradecimiento.
Ella, por su parte, también mantenía las manos ocupadas, desabrochándole la camisa para ir avanzando en su exploración táctil. Dudó cinco segundos, ya que el algodón iba a quedar arrugado y, conociendo lo pijoteras que era con sus cosas… Afortunadamente no dijo nada y pudo avanzar tranquila.
Puede que fuera un estirado pero olía de maravilla. Probablemente usaría una de esas colonias carísimas que nadie en Pozoseco conocía. Desde luego era un perfume de lo más picante y excitante…
—¿Me estás olisqueando? —preguntó él divertido al notar cómo ella no dejaba de rozarlo con la nariz.
—Ajá —admitió y lo escuchó reír.
Olivia, en su trabajo, tenía acceso a infinidad de muestras de todo tipo de perfumes, pero la sensación entre olerlo en una cartulina o sobre la piel de un hombre era bien diferente.
Notó cómo su falda se elevaba por sus caderas. Thomas no perdía el tiempo.
Y ella tampoco. Lo tenía debajo, así que, moviéndose adecuadamente, podía rozarle la erección que presionaba entre sus piernas o bien pasar la mano y observar la reacción.
Como no se decidía hizo ambas cosas.
—Joder…
—¿Algún problema? —preguntó ella ante tal expresión.
—No.
Así que quería jugar. Muy bien. Puede que ella creyera tener la sartén por el mango, en este caso su mango, pero Thomas no estaba con una de esas mujeres con las que se tenía que mostrar educado y ante las cuales ciertas cosas no se hacen. Estaba con una tía que a saber cuántos rollos había tenido, que por lo visto no se cortaba un pelo y que además iba pidiendo guerra.
Invirtió la posición. De nuevo la tenía bajo él y agradeció que ella abriera las piernas para poder colocarse adecuadamente. Unas manos hurgaban en su bragueta y él sabía que, si seguían así, el tema iba a durar más bien poco. ¡Joder!, que llevaba tiempo en el dique seco.
Pero ella eso no lo sabía y se abrió paso entre su ropa interior.
—A ver qué tenemos por aquí… —dijo con voz juguetona—. ¡Uy! ¡Pero qué cosita tan mona!
—¿Cosita? ¿Mona? —No se lo podía creer, llamar así a su polla era lo último que necesitaba.
Sin dejar de acariciarle el pene, bastante acertadamente teniendo en cuenta las restricciones de la ropa, ella dijo:
—¿Te molesta?
—Yo hubiera elegido otros términos, desde luego.
—Qué pedante eres —le espetó a la par que lo obsequiaba con un tironcito.
Él se tensó, por supuesto y, como toda acción tiene su reacción, no lo pensó dos veces y tras acariciar su monte de Venus por encima de la escueta tela del tanga (ya se preocuparía en otro momento de averiguar de qué color era) lo apartó para acariciar su vello púbico y sonreír al notar que lo llevaba pulcramente recortado.
—Hum, esto tengo que verlo. —Se echó hacia atrás, privándola momentáneamente de su polla, o, en aquel momento, punto de amarre, para contemplarla.
Ella, sin ningún innecesario pudor, posó para él mostrándole su coño elegantemente rasurado, con el pelo justo.
Como él no quitaba ojo, ella le susurró:
—¿Alguna objeción?
—No, ninguna. ¿Por qué iba a haberla?
—No sé, pensé que eras uno de esos retrosexuales que abogan por hombres de pelo en pecho y mujeres barbudas.
Thomas, sin poder evitarlo, se echó a reír.
—¿Retrosexuales? Joder, ésa ha sido muy buena.
Pero la noche no estaba pensada para detenerse a hablar sobre usos y costumbres respecto a lo que la depilación se refiere. Así que él se colocó encima y buscó de nuevo su boca, moviéndose como si estuviera penetrándola con su polla, tal y como esperaba hacer en breve, en vez de tantearla con los dedos.
Olivia esta muy húmeda, deliciosamente empapada y dispuesta, y él no podía mostrarse más encantado, dado que hacía mucho tiempo que las cosas no se ponían tan interesantes.
Últimamente, sólo había tenido una serie de desastrosas citas con mujeres de su entorno que sólo se preocupaban de hablar de sí mismas, de cazar a un marido dispuesto a mantenerlas y que se empeñaban en emperifollarse de tal forma que uno no podía evitar dudar de a quién pagaba la cena. Porque lo de acostarse con ellas ni se le pasaba por la cabeza insinuarlo, más que nada porque ya conocía la respuesta.
Si a eso se añadía una larga e infructuosa relación con una mujer fría y distante, experta en el arte de esquivarlo e igualmente hábil a la hora de fingir cuando no quedaba más remedio… El hecho de estar con una que no sólo se mostraba natural, sino que además parecía disfrutar con las caricias, que no se mostraba indiferente y que parecía dispuesta a corresponderlo, suponía un cambio, un soplo de aire fresco en su vida sexual.
—Joder, no sé si voy a poder aguantar mucho…
Ésa era la frase que ninguna mujer quiere escuchar cuando está sin bragas y excitada, y menos aún ella, que ya ni recordaba lo que era un buen polvo. En realidad, lo más probable era que ni siquiera supiera con exactitud si jamás había tenido alguno. Al principio, llevada por la ignorancia y la inexperiencia, había creído que Juanjo era un experto, pero luego confirmó su teoría: era un experto en dejarla insatisfecha. En su afán por averiguar otras prácticas sexuales había leído lo suficiente para convencerse de que había muchas más posibilidades.
Y ahora tenía encima de ella una de esas posibilidades.
Puede que fuera el morbo, la novedad o que simplemente estaba algo desesperada por sentir lo que otras mujeres describían. Al fin y al cabo, era humana y, si tenía que darse un revolcón, que prometía de lo más intenso, con un abogado inglés, pedorro, inaguantable y egocéntrico, pues que así fuera.
Sólo había un pequeño problema logístico.
—¡Espera! —jadeó ella interrumpiéndolo.