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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Un cadáver en la biblioteca (12 page)

BOOK: Un cadáver en la biblioteca
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—Se me ocurre... no es más que una idea, claro está... que su yerno y su nuera pudieran haber querido casarse otra vez.

—No creo yo que él se hubiera opuesto a eso.

—Oh,
oponerse
, no. Pero, claro, hay que mirarlo desde el punto de vista suyo. Sufrió un golpe muy rudo y una pérdida muy grande... y ellos también. Las tres personas afligidas viven juntas y el
eslabón
de unión entre ellas es la pérdida que todas ellas han sufrido. Pero el tiempo, como solía decir mi querida madre, es un gran médico. El señor Gaskell y la señora Jefferson son jóvenes. Sin darse cuenta ellos mismos, pueden haber empezado a experimentar desasosiego, a mirar con resentimiento los lazos que les unen a su pasado dolor. Conque teniendo tales sentimientos, el señor Jefferson se daría cuenta de una repentina falta de simpatía, sin conocer su causa. Suele ser eso por lo general. Los caballeros se sienten abandonados
tan fácilmente
... Con el señor Harbottle, fue el hecho de que la señorita Harbottle se ausentara; y con el señor Badger obedeció a que la señora Badger se interesaba tanto por el espiritismo y andaba siempre marchándose a asistir a sesiones.

—He de confesar —dijo sir Enrique— que me hace muy poca gracia la manera cómo nos reduce usted a todos a un común denominador.

La señorita Marple sacudió la cabeza con profunda tristeza.

—La naturaleza humana es poco más o menos lo mismo en cualquier parte, sir Enrique.

Sir Enrique dijo, con disgusto:

—¡El señor Harbottle! ¡El señor Badger! ¡Y el pobre Conway! No me gusta introducir una nota personal; pero, ¿tiene usted algún paralelo que le cuadre a la humilde persona mía en su pueblo?

—Verá... tenemos a Biggs, claro.

—¿Quién es Biggs?

—Era jardinero mayor de Old Hall. Sin duda el mejor que jamás tuvimos. Conocía exactamente cuándo hacían el vago los demás jardineros... y ¡era verdaderamente asombroso! Se las arreglaba con sólo tres hombres y un niño, y los jardines estaban más cuidados que cuando los jardineros eran seis. Y ganó varios primeros premios con sus guisantes de olor. Se ha retirado ya.

—Como yo —dijo sir Enrique.

—Pero aún hace algunos destajos... si le gusta la gente.

—¡Ah! —murmuró Clithering—. Como yo también. Eso es lo que estoy haciendo ahora... un destajo... para ayudar a un viejo amigo.

—Dos viejos amigos.

—¿Dos? —sir Enrique la miró, francamente interesado.

La señora Marple explicó:

—Supongo que usted se refería al señor Jefferson. Pero yo no estaba pensando en él. Pensaba en el coronel y en la señora Bantry.

—Sí... sí..., comprendo... —preguntó con brusquedad—: ¿Fue por eso por lo que usted llamó a Dorotea Bantry pobrecilla en las primeras palabras de nuestra conversación?

—Sí. Aún no ha empezado a darse cuenta de las cosas. Yo lo sé porque he tenido más experiencia. Y es que se me antoja, sir Enrique, que existen grandes probabilidades de que este crimen sea uno de esos a los que jamás se encuentra solución. Si eso ocurre, será desastroso para los Bantry con toda seguridad. El coronel, como casi todos los militares retirados, es
anormalmente
quisquilloso. Y reacciona muy aprisa ante la opinión pública. No lo notará al principio; pero luego empezará a darse cuenta. Un desaire aquí, un desprecio allá, invitaciones rechazadas, excusas fútiles... y entonces, poco a poco, caerá en la cuenta y se retraerá dentro de su caparazón y se tornará terriblemente morboso y desgraciado.

—Permítame que me asegure de que la comprendo bien, señorita Marple. ¿Quiere decir que, porque el cadáver fue hallado en su casa, la gente creerá que él tuvo algo que ver en el asunto?

—¡Claro que lo creerán! Y lo dirán con mayor frecuencia y convicción a medida que pase el tiempo. Y volverán la espalda a los Bantry y rehuirán todo encuentro con ellos. Por eso es necesario que se averigüe la verdad y ése es el motivo de que me mostrara dispuesta a acompañar a la señora Bantry aquí. Una acusación abierta es una cosa... y le es muy fácil a un viejo soldado hacerle frente. Se indigna y tiene oportunidad de luchar. Pero los susurros le quebrantarán... quebrantarán a los dos. Conque, como comprenderá usted, sir Enrique, no tenemos más remedio que descubrir la verdad.

Sir Enrique preguntó:

—¿Tiene alguna idea que explique por qué había de ser hallado el cadáver en su casa? Tiene que haber algo que explique eso... alguna relación.

—Oh, claro.

—A la muchacha se la vio aquí por última vez a eso de las once menos veinte. A medianoche, según afirmación facultativa, ya estaba muerta. Gossington está a unas dieciocho millas de aquí. Hay una buena carretera en las primeras dieciséis millas, hasta que uno se desvía por otra secundaria. Un coche potente podría recorrer la distancia en menos de media hora. Casi cualquier coche podría correr a un promedio de treinta y cinco millas por hora. Pero no acabo de comprender por qué había de matarla nadie aquí y llevar luego su cadáver a Gossington, o llevarla a Gossington y estrangularla allí.

—Claro que no lo comprende, porque eso no sucedió.

—¿Quiere decir con eso que fue estrangulada por alguno que la llevó en un coche, y que luego decidió meterla, cuanto antes, en la primera casa a propósito que encontrara?

—No quiero decir eso ni nada que se le parezca. Yo creo que se preparó muy minuciosamente un plan. Lo que sucedió fue que el plan se malogró.

Sir Enrique la miró con fijeza:

—¿Por qué se malogró el plan?

La señorita Marple murmuró algo, como quien se excusa:

—Ocurren unas cosas tan raras, ¿verdad? Si yo dijera que este plan salió mal porque los seres humanos son mucho más vulnerables y sensitivos de lo que vulgarmente se supone, no parecería eso muy sensato, ¿verdad? Pero eso es lo que yo creo... y...

Se interrumpió.

—Aquí viene la señora Bantry.

Capítulo IX

La señora Bantry iba acompañada de Adelaida Jefferson. La primera se acercó a sir Enrique y exclamó:

—¿Usted?

—Yo, en persona —tomó las dos manos de la dama y las oprimió con cordialidad—. No sabe usted lo mucho que siento todo esto, señora B.

La señora Bantry dijo automáticamente:

—¡
No me llame señora B
!

Y prosiguió:

—Arturo no está aquí. Está tomando las cosas muy en serio. La señorita Marple y yo hemos venido aquí a hacer de sabuesos. ¿Conoce a la señora Jefferson?

—Sí, naturalmente.

Le estrechó la mano. Adelaida preguntó:

—¿Ha visto a mi suegro?

—Sí.

—Me alegro. Nos inspira gran ansiedad. Fue un rudo golpe para él.

Dijo la señora Bantry:

—Salgamos a la terraza, bebamos algo y discutamos el asunto.

Salieron los cuatro y se reunieron con Marcos Gaskell, que estaba a un extremo de la terraza.

Tras unos cuantos comentarios sueltos, y después que les hubieron servido de beber, la señora Bantry se lanzó derecha al asunto con su acostumbrado celo.

—Podemos hablar de ello, ¿eh? —dijo—. Quiero decir... todos somos viejos amigos... menos la señorita Marple, y ella conoce ya todo lo relacionado con el crimen. Y quiere ayudar.

Marcos Gaskell miró a la anciana algo inquieto. Dijo, dubitativo:

—¿Ah... escribe usted... novelas policíacas?

Sabia que la gente de quien menos lo hubiera uno supuesto escribía novelas policíacas. Y la señorita Marple, con su vestido de solterona anticuada, parecía cualquier cosa menos una novelista de ese género.

—Oh, no... no soy lo bastante inteligente para eso.

—Es maravilloso —aseguró la señora Bantry, impaciente—. Ahora no puedo pararme a dar explicaciones; pero lo es Adi, quiero saberlo todo. ¿Cómo era esa muchacha en realidad?

—Verá...

Adelaida Jefferson hizo una pausa, miró a Marcos y medio rió. Dijo:

—Preguntas las cosas tan... a quemarropa...

—¿Le era a usted simpática?

—No, claro que no.

—¿Cómo era en realidad? —inquirió la señora Bantry, dirigiendo su pregunta a Gaskell esta vez.

Marcos dijo deliberadamente:

—Una vulgar sacacuartos. Y se sabía el papel. Le tenía echado el gancho a Jeff.

Sir Enrique pensó, mirando a Marcos con acritud:

"¡Qué hombre más indiscreto! No debiera hablar tan claro."

Nunca había mirado con aprobación a Marcos Gaskell. Era atractivo, pero no podía uno fiarse de él... hablaba demasiado, y era a veces jactancioso... No; no podía uno fiarse del todo de él, pensó sir Enrique. A veces se había preguntado si no opinaría Conway lo mismo.

—Pero, ¿no podían ustedes haber hecho algo? —exigió la señora Bantry.

Marcos respondió con sequedad:

—Tal vez... si nos hubiéramos dado cuenta a tiempo. Tal vez...

Le dirigió una mirada a Adelaida y ésta se ruborizó levemente. Había habido reproche en su mirada.

—Marcos cree que yo debiera haberme dado cuenta de lo que iba a pasar.

—Dejabas al viejo demasiado tiempo, Adi. Con tus lecciones de tenis y todo eso.

—Algún ejercicio tenía que hacer —contestó ella—. Sea como fuere, jamás soñé...

—No —dijo Marcos—; ninguno de los dos lo soñamos jamás. Jeff ha sido siempre un hombre tan sensato y tan equilibrado.

La señorita Marple aportó su contribución.

—Los caballeros —dijo, con su costumbre de solterona de hablar del sexo opuesto como si se tratara de una especie de animales salvajes— son con frecuencia menos equilibrados de lo que parecen.

—Estoy de acuerdo con usted —dijo Marcos—. Por desgracia, señorita Marple, no nos dimos cuenta de eso. No acabábamos de comprender qué era lo que el viejo encontraba en aquella meretriz insípida y fullera. Pero nos complacía que se sintiera feliz y estuviese distraído. Creíamos que no había mal en ello. ¡Que no había mal! ¡Lástima que no le hubiese retorcido yo el cuello!

—¡Marcos —bufó Adi—, has de tener más cuidado con lo que dices!

—Supongo que sí. De lo contrario, la gente va a creer que le retorcí el cuello de verdad. Bueno, supongo que se sospecha de mí de todas formas. Si alguien tenía interés alguno en ver muerta a esa muchacha, ese alguien éramos Adi y yo.

—¡Marcos! —exclamó la señora Jefferson, medio riendo, medio enfadada—. ¡Por favor!

—Bueno, bueno... —dijo Marcos Gaskell, pacíficamente—. Pero a mí me gusta decir lo que siento. Cincuenta mil libras esterlinas pensaba nuestro estimado suegro asignarle a esa matalascallando sin seso.

—¡Marcos! ¡Por favor! ¡No olvides que ha muerto! ¡Respétala!

—Sí, ha muerto, pobre chica. Y, después de todo, ¿por qué no había de usar las armas que le dio la naturaleza? ¿Quién soy yo para emitir juicios? También yo he hecho muchas cosas sucias en mi vida. No; digamos más bien que Rubi tenía perfecto derecho a conspirar y que nosotros fuimos unos imbéciles por no habernos dado cuenta de sus propósitos antes.

Sir Enrique preguntó:

—¿Qué dijeron ustedes cuando Conway les anunció que tenía la intención de adoptar a la muchacha?

Marcos extendió las manos con gesto de impotencia y resignación.

—¿Qué podíamos decir? Adi, siempre señora, supo dominar sus sentimientos admirablemente. Puso al mal tiempo buena cara. Yo procuré seguir su ejemplo.

—Yo hubiera armado jaleo —aseguró la señora Bantry.

—Bueno, es que, hablando con franqueza, no teníamos el menor derecho a armar jaleo. El dinero era de Jeff. No éramos de su sangre. Siempre había sido muy bueno para con nosotros. No había más remedio que tragarse la medicina.

Y agregó, pensativo:

—Pero no amábamos a la pequeña Rubi.

Adelaida Jefferson dijo:

—Si hubiera sido otra clase de muchacha siquiera... Jeff tenía dos ahijados. Si se hubiese tratado de uno de ellos... Bueno, yo lo hubiera comprendido —agregó con algo de resentimiento—: Y Jeff siempre ha parecido querer tanto a Pedro...

—Claro está —dijo la señora Bantry— que siempre he sabido que Pedro era hijo de su primer marido... pero lo había olvidado. Siempre he pensado en él como nieto del señor Jefferson.

—Y yo también —dijo Adelaida.

Y había en su voz un dejo que hizo que la señorita Marple se volviera en su asiento para mirarla.

—La culpa la tiene Josita —dijo Marcos—. Fue ella quien la trajo aquí.

Dijo Adelaida:

—Supongo que no creerás que lo hizo deliberadamente, ¿verdad? ¡Si siempre te ha sido muy simpática Josita!

—Sí; sí que la encontraba simpática. Me parecía una buena persona.

—Fue pura casualidad que trajera a la muchacha.

—Josita tiene muy buena cabeza, hija mía.

—Sí, pero no podía prever...

Marcos repuso:

—No, no podía preverlo, lo reconozco. No es que la acuse de haber preparado todo el asunto en realidad. Pero estoy seguro de que se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo mucho antes que nosotros y que, sin embargo, se lo calló.

Dijo Adelaida, con un suspiro:

—Supongo que una no puede criticarle eso en rigor, desde luego.

—¡Oh, no podemos culpar de nada a nadie!

Inquirió la señora Bantry:

—¿Era muy linda Rubi Keene?

Marcos la miró con sorpresa, dada la pregunta.

—Creí que la había visto usted...

La señora Bantry dijo, apresuradamente:

—Oh, si; la vi... vi su cadáver. Pero la habían estrangulado y no se podía adivinar...

Se estremeció.

Marcos dijo, pensativamente:

—En mi opinión, no era bonita en realidad. Desde luego no lo hubiera sido sin maquillaje. Una cara delgada, de hurón, poca barbilla, dientes que parecían escapársele garganta abajo, una nariz estrambótica...

—Parece algo repulsivo —dijo la señora Bantry.

—Pues ella no lo era. Como he dicho, con ayuda del maquillaje conseguía dar la sensación de ser bonita. ¿No opinas tú igual, Adi?

—Sí; se dejaba una cara de estampa de bombonera. Tenía bonitos ojos azules.

—Sí, una mirada ingenua de crío, y las pestañas, muy embadurnadas de negro, hacían resaltar su azul. Tenía el cabello oxigenado, claro está. Es cierto, ahora que lo pienso, que en colorido... colorido artificial por lo menos... tenia cierto parecido espurio con Rosamunda... mi difunta esposa, ¿saben? Seguramente seria eso lo que primero atrajo al viejo.

Suspiró.

—Bueno, es un mal asunto. Lo terrible del caso es que Adi y yo no podemos menos que alegrarnos de que esté muerta...

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