Authors: Agatha Christie
Una cosa se destacaba con claridad en su mente: la presencia en la casa el día anterior de Jackie Afflick y Walter Fane. Cualquiera de ellos había podido verter una sustancia venenosa en la botella de coñac. ¿Cuál había sido el fin de las inexplicables llamadas telefónicas? Ahora lo comprendía: depararles la oportunidad de envenenar el licor. Gwenda y Giles se habían aproximado demasiado a la verdad. Podía ser también que hubiera una tercera persona que entrara en la casa por la abierta ventana del comedor, mientras los dos estaban en casa del doctor Kennedy, aguardando la llegada de Lily Kimble... Esa tercera persona habría hecho las llamadas telefónicas, quizá, para que las sospechas recayeran en los dos hombres.
Tal suposición, se dijo Gwenda, carecía de sentido. Una tercera persona habría telefoneado a uno de los dos hombres solamente. Esa tercera persona hubiera querido un sospechoso, no dos. Por otro lado, ¿quién podía ser? Erskine, sin lugar a dudas, no había salido de Northumberland. Cabía la posibilidad de que Walter Fane telefoneara a Afflick, pretendiendo luego haber sido él quien recibiera la llamada. O a la inversa... En uno de los dos recaía todo. La Policía, dotada de más recursos que ellos, con más experiencia que ella y su marido, identificaría al culpable. Y entretanto, los dos hombres serían vigilados. No estarían en condiciones... de intentar de nuevo algo censurable.
Gwenda tornó a estremecerse.
Costaba trabajo habituarse a la idea de que alguien había tratado de matarle a una. «Esto es peligroso», había dicho miss Marple al principio de todo. Pero ella y Giles no habían participado realmente de esa creencia. Ni siquiera después de haber sido asesinada Lily Kimble, habíasele pasado por la cabeza el pensamiento de que hubiese alguien que abrigaba el propósito de matarla, con Giles. Y todo porque los dos se habían acercado demasiado a la verdad de lo sucedido dieciocho años atrás. Todo porque estaban descubriendo lo que había pasado entonces... y la identidad del causante del hecho...
Walter Fane y Jackie Afflick...
—¿Cuál de los dos? —murmuró la joven.
Gwenda cerró los ojos, viéndolos con los ojos de la imaginación a la luz de lo último que había conocido.
El tranquilo Walter Fane estaba sentado en su despacho... Era como la araña, plantada en el centro de su tela. Sereno, de aspecto inofensivo. Una casa con las cortinas de sus ventanas corridas. Una casa con un cadáver dentro. Un cadáver que databa de dieciocho años atrás..., pero que continuaba allí. ¡Qué siniestro le parecía el tranquilo Walter Fane ahora! Walter Fane, quien de niño se había lanzado con un impulso asesino sobre su hermano. Walter Fane, con quien no había querido casarse Helen, una vez allí, en su patria, y otra en la India. Habíale rechazado en dos ocasiones. Una doble vergüenza. Walter Fane, tan sereno, tan carente de emociones, que solamente se revelaba como era, quizás, en los momentos de auténtico arrebato...
Gwenda abrió los ojos. Acababa de convencerse a sí misma de que Walter Fane era el hombre buscado...
Pero debía detenerse a considerar a Afflick. Con los ojos abiertos...
Un traje a cuadros chillón, unas maneras de individuo dominante —un tipo precisamente opuesto a Walter Fane—, un hombre nada reprimido, ni tranquilo. Éste era Afflick. Pero probablemente había adoptado aquella pose a causa de un complejo de inferioridad. Cuando una persona no está segura de sí misma, tiene que alardear de algo, ha de afirmarse, ha de mostrarse altanera, despótica, imperiosa. Así lo aseguran los psiquiatras. Helen lo había rechazado porque no era de su categoría... La herida habíase ido enconando. Él había decidido ser algo en la vida. Sintióse perseguido. Todos le atacaban. Había perdido su empleo a causa de una falsa acusación, hecha por uno de sus «enemigos». Seguramente, eso permitía ver que Afflick no era un sujeto normal. Y del acto de matar, un nombre como él, podía extraer una sensación de poder. Aquella faz jovial tenía mucho de cruel en realidad. Era un hombre cruel. Su delgada y pálida esposa lo sabía, por cuya razón le temía. Lily Kimble habíale amenazado y Lily Kimble había muerto. Gwenda y Giles habían tenido intervención en el caso, por lo cual Gwenda y Giles debían morir también. Y ya se las arreglaría él para comprometer a Walter Fane, quien le dejara en la calle años atrás. Las piezas de este puzzle encajaban perfectamente.
Gwenda hizo un esfuerzo para dejar a un lado estas reflexiones. Había de volver a la realidad. Giles pediría su té nada más volver a casa. Tenía que fregar la vajilla utilizada para la comida...
Cogió una bandeja, llevándose todas las cosas a la cocina. Todo lo que contenía ésta se veía limpio, impecable. La señora Cocker, realmente, era un tesoro.
Junto al fregadero había unos guantes de goma, los que la señora Cocker utilizaba siempre para llevar a cabo aquella labor. Los guantes, semejantes a los empleados por los cirujanos, se los proporcionaba a bajo precio su sobrina, que trabajaba en un hospital.
Gwenda se enfundó ambas manos e inició su trabajo. ¿Por qué no seguir cuidándoselas, como había hecho siempre?
Una vez limpias las piezas, fue colocándolas en la platera. A continuación, procedió a ordenar los restantes utensilios.
Luego, todavía absorta en sus pensamientos, subió a la otra planta. Se dijo que debía lavarse unas medias y un par de ligeras blusas, por lo cual decidió no quitarse los guantes.
Pensaba en estas cosas primordialmente, pero por debajo de ellas algo la estaba importunando...
Walter Fane o Jackie Afflick, se había dicho. Uno de los dos. Había dado con argumentos en contra de cada uno. Quizá fuera esto lo que la preocupaba. Porque, en rigor, era mucho más convincente destacar a uno. Tenía que estar segura. Y Gwenda vacilaba...
De existir otra persona... Pero no podía haber nadie más. Porque Richard Erskine había sido eliminado. Richard Erskine encontrábase en Northumberland cuando Lily Kimble fuera asesinada, cuando el coñac había sido envenenado. Desde luego, había que prescindir de Richard Erskine.
La alegraba esta circunstancia porque Richard Erskine había sido desde el principio de su agrado. Richard Erskine era atractivo, muy atractivo. Era una pena que estuviera casado con una mujer... megalítica, de ojos recelosos, de voz de bajo...
Una voz de bajo, una voz hombruna...
La idea cruzó por su cabeza dejando en ella una secuela de ansiedad.
Una voz hombruna... ¿Habría sido la señora Erskine, y no Richard, quien contestara a las preguntas de Giles, por teléfono, la noche anterior?
No, no... Seguramente, no. Desde luego que no. Giles se habría dado cuenta de eso. Y ella también. Además, la señora Erskine podía no haber tenido la menor idea sobre la identidad del que llamaba. Desde luego, era Erskine quien había hablado. Y su esposa, como él dijera, se hallaba ausente.
Su esposa se había ausentado...
Tal vez... No. Esto era imposible... ¿Habría sido todo obra de la señora Erskine? La señora Erskine podía haber sufrido un arrebato de locura, a causa de los celos. ¿Era en realidad una
mujer
la persona que Layonee viera en el jardín aquella noche, al asomarse por la ventana?
Oyó de repente un golpe abajo, en el vestíbulo. Alguien acababa de entrar en la casa por la puerta principal.
Gwenda salió del cuarto de baño, dirigiéndose a la escalera para mirar... Sintióse aliviada al ver que se trataba del doctor Kennedy.
—Estoy aquí —dijo.
Gwenda fijó los ojos ahora en sus enguantadas manos, húmedas, brillantes, de un fuerte tono rosado... Y éstas le recordaron algo...
Kennedy levantó la vista, protegiéndose los ojos con una mano.
—¿Eres tú, Gwennie? No puedo verte la cara... Mis ojos están deslumbrados...
Entonces, ella profirió un grito...
Estaba contemplando unas garras de mono, había oído aquella voz en el vestíbulo...
—Fue usted —manifestó con voz entrecortada—. Usted la mató... mató a Helen... Ahora lo comprendo todo. Fue usted... Usted, sí...
Él subió unos escalones, en dirección a la joven. Lentamente. Sin apartar la vista de Gwenda.
—¿Por qué no me dejaste en paz? —inquirió—. ¿Por qué tuviste que remover esto? ¿Por qué provocaste su... vuelta? Precisamente cuando yo había comenzado a olvidar... a olvidar. Hiciste que volviera a mi memoria Helen... mi Helen. Lograste resucitarlo todo nuevamente. Me vi obligado a matar a Lily... Y ahora tendré que matarte a ti. Como maté a Helen... Sí, cómo maté a Helen...
Estaba cerca de ella ahora... Había extendido los brazos. Buscaba su garganta. Gwenda lo sabía. Había una expresión naturalmente burlona en aquella cara, de rasgos correctos, de hombre entrado en años... Su rostro era el de siempre, pero los ojos... los ojos eran los de un demente...
Gwenda fue retirándose ante él poco a poco. Un grito parecía haberse helado en su garganta. Había gritado una vez, pero ahora ya no podía... Y si no gritaba nadie podría acudir en su auxilio.
Además, no había nadie en la casa... Allí no estaba Giles, ni la señora Cocker, ni siquiera miss Marple, que hubiera podido andar por el jardín. Nadie... Y si conseguía gritar era imposible que la oyeran desde la casa vecina, porque la misma quedaba a bastante distancia. Se había quedado muda, realmente. Estaba demasiado asustada para poder proferir una voz. Aquellas horribles manos que se le aproximaban implacablemente la aterrorizaban...
Gwenda había estado retrocediendo. Finalmente, su espalda quedó apoyada en la puerta del cuarto de los niños... Las horribles manos de su atacante no tardarían en ceñirse a su garganta...
Un ahogado gemido se escapó de entre sus labios.
Y luego, de pronto, el doctor Kennedy se detuvo, retrocediendo. Un chorro potente de agua jabonosa se estrelló contra sus ojos. Lanzó una exclamación y, angustiado, se llevó las manos a la cara.
—Ha sido una suerte que yo me encontrase en estos instantes desinfectando tus rosas, querida Gwenda, para acabar con el pulgón, que no las deja crecer.
Era miss Marple quien acababa de hablar así. Su voz sonó jadeante, pues había subido hasta la planta superior casi a la carrera...
—Por supuesto, querida Gwenda, ni por un solo momento se me pasó por la cabeza la idea de irme, dejándote sola en la casa —manifestó miss Marple—. Yo sabía que una persona muy peligrosa andaba suelta. Disimuladamente, desde el jardín, yo vigilaba.
—¿Sabía usted que... era él? —inquirió la joven.
Miss Marple, Gwenda y Giles se hallaban sentados en la terraza del «Imperial Hotel», de Torquay.
Miss Marple había aconsejado para Gwenda un cambio de aires. Giles habíase mostrado de acuerdo en que era lo mejor. El inspector Primer fue de la misma opinión. Éste había sido el motivo de su viaje a Torquay.
Miss Marple dijo, contestando a la pregunta de la joven:
—Verá. Ese hombre parecía ser la persona indicada. Por desgracia, carecíamos de pruebas concretas en que basarnos. Había unas cuantas indicaciones, nada más.
Giles, intrigado, escrutó el rostro de la anciana.
—No acierto a ver a qué indicaciones puede usted referirse...
—Piensa, piensa, mi querido Giles. Empecemos por considerar que él se había encontrado
en el sitio
, sobre el terreno.
—¿En el sitio?
—Ciertamente. Cuando Kelvin Halliday fue en su busca aquella noche,
él acababa precisamente de regresar del hospital.
Y el hospital, en aquella época, según se nos ha dicho, estaba muy cerca de «Hillside», o «Santa Catalina», como era entonces llamada la casa. Esto, ¿comprendes?, lo sitúa
en el lugar ideal y a la hora conveniente.
Después, tenemos un puñado de pequeños y significativos hechos. Helen Halliday explicó a Richard Erskine que había abandonado su casa:
no se sentía feliz en ella.
Es decir, no le agradaba vivir con su hermano. No obstante, su hermano, por todos los conceptos, estaba constantemente pendiente de la joven. ¿Por qué no era feliz, pues? El señor Afflick os dijo que «la chica le inspiraba compasión». Creo que se expresó con toda sinceridad. Le daba lástima. ¿Por qué había de verse con el joven Afflick secretamente? Evidentemente, Helen no estaba locamente enamorada de él. ¿Es que no podía hablar con los hombres de su edad normalmente, comportándose como las demás chicas? Su hermano era muy «riguroso», un hombre de mentalidad anticuada. ¿Verdad que recuerda vagamente al señor Barrett, de la calle Wimpole?
Gwenda se estremeció.
—Estaba loco, loco —dijo.
—Sí —confirmó miss Marple—. No era un ser normal. Adoraba a su media hermana, y su afecto tomó un tono posesivo e insano. Estas cosas ocurren en la vida con más frecuencia de la que os podéis imaginar. Hay padres que no quieren que se casen sus hijas, que ni siquiera permiten que se junten con jóvenes de su edad. Como el señor Barrett. Pensé en eso al oír referir lo de la red del tenis.
—¿Si?
—En efecto. Me pareció un episodio muy significativo. Pensad en esa chica, en la joven Helen, que regresa al hogar al salir del colegio, que siente las mismas apetencias que las demás muchachas, que desea conocer a algunos muchachos, que quieren coquetear con ellos...
—Que sexualmente es un poco anormal...
—No
—dijo miss Marple, pronunciando con mucha energía el monosílabo— Ésta es una de las más perversas cosas acerca de este crimen. El doctor la mató, pero no sólo físicamente. Si hacéis memoria, comprobaréis que las únicas afirmaciones por las que queda Helen Halliday señalada como una maniática sexual, como una... ¿cuál es la palabra que tú usaste, querida?... ninfomaníaca, han salido siempre de la boca del señor Kennedy.
»Tengo para mí que Helen fue una chica completamente normal, que aspiraba, como es lógico en las personas de sus años, a divertirse, a pasarlo lo mejor posible, a coquetear un poco, para al final centrar su atención en el hombre escogido... No había más. Y fijaos ahora en los pasos que da él. Primeramente, se muestra riguroso, comportándose como un hombre anticuado, restando libertad a Helen. Luego, al pensar en las partidas de tenis, con las consiguientes reuniones amistosas, un deseo muy normal e inofensivo por parte de ella, finge aceptarlas... Pero una noche destroza la red. Es una acción sádica la suya, que explica muchas cosas. Posteriormente, puesto que Helen puede ir a jugar al tenis a otras casas y asistir a los bailes, él saca el mayor partido posible de un pie ligeramente herido, que trata, que infecta deliberadamente, para que el rasguño dure, para que no se cure en seguida. ¡Oh, sí! Estoy convencida de que obró así.