Authors: Agatha Christie
Llegaron a la casa del doctor Kennedy antes de la hora convenida.
—Le he dicho a mi ama de llaves que podía disponer de esta tarde —explicó—. He pensado que era bastante mejor así.
Pasaron al cuarto de estar. Sobre una mesita había un servicio de té completo, con pan, mantequilla y galletas.
—Una taza de té a tiempo es muy útil —manifestó el doctor, mirando a Gwenda—. Servirá para que esa señora Kimble se relaje.
—Tiene usted razón.
—Bueno, ¿qué vamos a hacer? ¿Queréis que os presente a ella de buenas a primeras? ¿Deseáis manteneros aparte?
Gwenda repuso, pensativa:
—Las gentes de las poblaciones pequeñas suelen ser recelosas. Yo creo que sería mejor que usted la recibiera a solas.
—Yo opino lo mismo —declaró Giles.
El doctor Kennedy manifestó:
—Si esperáis en la habitación contigua y dejamos esta puerta de comunicación ligeramente entreabierta podréis oír todo lo que hablemos. Dadas las circunstancias actuales, creo que está justificado este comportamiento.
—Esto no es correcto, quizá, pero me da igual —aclaró Gwenda.
El doctor Kennedy sonrió levemente, diciendo:
—Me figuro que no se atenta aquí contra ningún principio ético. No me propongo en ningún caso prometer reserva, si bien estoy dispuesto a dar mi consejo si es solicitado.
Consultó su reloj de pulsera.
—El tren llega normalmente a Woodleigh Road a las cuatro y treinta y cinco minutos. Ya se habrá detenido allí, o no tardará en hacerlo. Luego, ella necesitará unos cinco minutos para remontar la colina.
El doctor empezó a pasear, inquieto, de un lado a otro de la estancia. Tenía mal color. Sus arrugas eran más perceptibles que antes.
—No lo entiendo... —dijo—. No sé qué significa todo esto. Si Helen no huyó con nadie, si las cartas que me escribió eran falsas, entonces...
Gwenda se movió hacia el doctor, pero Giles hizo un gesto para que desistiera. Y Kennedy continuó hablando:
—Si el pobre Kelvin no la mató, ¿qué pasó en definitiva?
—Que fue asesinada por otra persona —contestó Gwenda.
—Pero, mi querida niña, si la asesinó otra persona, ¿por qué había de insistir Kelvin en presentarse como el autor de la muerte de su esposa?
—Porque él estaba convencido de haberla matado. La encontró muerta en el lecho y creyó que todo era obra suya. Esto puede suceder, ¿no?
El doctor Kennedy se pasó una mano por la cara, irritado.
—¿Cómo voy a saberlo? No soy un psiquiatra. Medió, ciertamente, una impresión brutal, que destrozó sus nervios... Sí, supongo que es posible. Pero, ¿quién podía querer matar a Helen?
—Nosotros hemos pensado en tres personas. Una de ellas tuvo que ser —informó Gwenda.
—¿Tres personas? ¿Quiénes eran? Nadie tenía razones para matar a Helen... A menos que se tratara de alguien que hubiese perdido la cabeza. Helen no tenía enemigos. La quería todo el mundo.
El doctor abrió el cajón de una mesita, rebuscando en su interior.
—Vino a parar a mis manos el otro día, cuando buscaba las cartas...
Era una fotografía que amarilleaba un poco, por efecto del tiempo. Veíase en ella una chica con atuendo de gimnasia, los cabellos echados hacia atrás, la faz radiante. Kennedy, un Kennedy bastante más joven, se hallaba a su lado, sonriendo muy feliz, con un perrito en los brazos.
—He estado pensando mucho en ella últimamente —dijo—. He pasado muchos años sin acordarme de Helen... Casi había logrado olvidarla... Ahora me paso los días recordándola a todas horas. Esto es obra
vuestra
.
Sus palabras sonaron acusadoras, casi.
—Yo creo que es obra de
ella
—corrigió Gwenda.
El doctor giró en redondo, con viveza.
—¿Qué quieres decir?
—Eso tan sólo. No puedo explicarlo. Pero no ha sido cosa nuestra. Es cosa de la propia Helen.
Sonó en la lejanía el melancólico silbido de una locomotora. El doctor Kennedy salió a una terraza y Giles y Gwenda le siguieron. Una columna de humo se desvanecía lentamente sobre el valle.
—Ahí está el tren —señaló Kennedy.
—¿Entrando en la estación?
—No. Saliendo de ella. —Kennedy hizo una pausa, agregando después—: Esa mujer se presentará aquí de un momento a otro ya.
Pasaron unos minutos. Pero Lily Kimble seguía sin llegar.
Lily Kimble se apeó del tren en el empalme de Dillmouth, cruzando el puente de peatones para trasladarse al andén en que estaba esperando el pequeño convoy local. Habían subido a éste seis o siete personas. Aquélla era una hora de poco movimiento. Además, había escogido casualmente para su desplazamiento el día en que se celebraba el mercado de Helchester.
El tren arrancó por fin... La locomotora avanzaba entre continuos resuellos a lo largo de un serpenteante valle. Había tres paradas antes de llegar a la estación término, en Lonsbury Bay; Newton Langford, Matchings Halt (para seguir a Woodleigh Camp), y Woodleigh Bolton.
Lily Kimble miró por la ventana, pero sus ojos no contemplaban la verdosa campiña. Estaba viendo en realidad una estancia de estilo jacobino, con algunas piezas tapizadas en verde jade...
Fue la única persona que se apeó en la diminuta estación de Matchings Halt. Entregó su billete y salió del recinto. Cerca de allí vio un rótulo que rezaba: «A Woodleigh Camp». A continuación venía un sendero y una empinada cuesta.
Lily Kimble echó a andar con paso vivo por aquél. Luego el camino aparecía bordeado por una espesura de árboles a su derecha y una frondosa vegetación a la izquierda, con mucho brezo y aulagas.
Alguien conocido salió de entre los árboles, y Lily Kimble dio un salto.
—Me ha asustado usted —declaró—. No esperaba verle por aquí.
—Esto supone una sorpresa para ti, ¿verdad? Pues aún te reservo otra.
La soledad era absoluta por los alrededores. Nadie hubiera podido oír un grito, ni el rumor de una lucha. En realidad, nadie llegó a gritar, y el forcejeo duró muy poco.
Una paloma, inquieta, levantó el vuelo desde la rama de un árbol...
—¿Qué puede haberle pasado a esa mujer? —preguntó el doctor Kennedy, enojado.
Las manecillas del reloj marcaban las cinco menos diez minutos.
—¿Se habrá extraviado al abandonar la estación?
—Le expliqué qué camino debía seguir. En todo caso es muy fácil llegar hasta aquí. Tenía que torcer a la izquierda nada más salir de la estación, siguiendo el primer camino a la derecha. Como ya he dicho, es una distancia que se recorre en cinco minutos.
—Tal vez haya cambiado de idea —sugirió Giles.
—Todo parece indicar eso.
—Puede ser que se perdiera en el tren —apuntó Gwenda.
Kennedy manifestó ahora:
—No. Lo más probable es que haya decidido no venir al final. Quizá le hiciera desistir su marido. No hay manera de prever las reacciones de ciertas personas.
Continuó paseando por la habitación.
Por último, cogió el teléfono, dando un número.
—¡Oiga! ¿Es la estación? Soy el doctor Kennedy. Estoy esperando a una mujer que debió de llegar en el tren de las cuatro y treinta y cinco minutos. ¿Preguntó acaso alguien por mí? ¿Qué? ¿Cómo dice?
Giles y Gwenda estaban lo suficientemente cerca de Kennedy como para oír la voz de un hombre, con el acento blando y perezoso de la gente de Woodleigh Bolton.
—No creo que haya llegado nadie aquí, doctor, a esa hora, con la intención de dirigirse a su casa. No vi ninguna cara forastera en el tren de las cuatro treinta y cinco minutos. Recuerdo haber saludado al señor Narracots, de Meadows, a Johnnie Lawes, y a la hija del viejo Benson. Éstos fueron los únicos pasajeros.
—Así pues, la mujer cambió de opinión —concluyó el doctor Kennedy—. Puedo ofrecerles una taza de té, amigos. Voy por él...
Regresó con una tetera y se sentaron los tres.
—Esta ha sido una comprobación provisional —indicó Kennedy, más animado ahora—. Tenemos las señas de ella. ¿Y si fuéramos a verla, más adelante?
Sonó el timbre del teléfono y el doctor atendió la llamada.
—¿El doctor Kennedy?
—Al habla.
—Soy el inspector Last, de la comisaría de Policía de Langford. ¿Esperaba usted esta tarde la visita de una mujer llamada Lily Kimble... la señora Lily Kimble?
—Sí. ¿Por qué? ¿Ha sufrido algún accidente?
—Bueno, no se trata de eso, exactamente... Está muerta. Encontramos una carta suya con el cadáver. Por eso le he llamado. Haga el favor de presentarse en esta comisaría lo antes posible.
—Iré inmediatamente.
—Bueno, ordenemos todos nuestros datos... —estaba diciendo en aquel momento el inspector Last.
Miró a Giles y a Gwenda, quienes habían acompañado al doctor. La joven estaba muy pálida, oprimiendo una mano contra la otra nerviosamente. —Ustedes estaban esperando a esta mujer, que iba a viajar en el tren que sale del empalme de Dillmouth a las cuatro y cinco minutos, llegando a Woodleigh Bolton a las cuatro y treinta y cinco...
El doctor Kennedy asintió.
El inspector Last fijó la vista en la carta encontrada en el cadáver. Todo estaba muy claro.
El doctor Kennedy había escrito lo siguiente:
Estimada señora Kimble:
Tendré sumo gusto en aconsejarle lo mejor posible. Como verá por el membrete de esta carta, ya no vivo en Dillmouth. Si usted toma el tren 5 que sale de Coombeleigh a las 3,30, cambia en el empalme de Dillmouth, y utiliza el convoy de Lonsbury Bay hasta Woodleigh Bolton, mi casa queda a su alcance con sólo unos cinco minutos de paseo. Gire a la izquierda cuando salga de la estación y tome luego la primera carretera a la derecha. Mi casa queda al final. En la puerta verá mi nombre.
Suyo affmo. s.s.
JAMES KENNEDY.
—¿No se habló para nada de que pudiera tomar un tren que saliera antes?
—¿Un tren...?
El doctor Kennedy miró, atónito, al inspector.
—Es que eso fue lo que hizo. Dejó Coombeleigh, no a las tres y media sino a la una y media... A continuación utilizó el convoy de las dos y cinco, en el empalme de Dillmouth, apeándose, no en Woodleigh Bolton sino en Matchings Halt, la estación anterior.
—Pero... ¡eso es sorprendente!
—¿Deseaba verle a usted como médico, doctor Kennedy?
—No. Dejé de ejercer la profesión hace varios años.
—¿La conocía bien?
—Llevaba sin verla casi veinte años.
—Pero usted la identificó... ¡ejem!... hace poco.
Gwenda se estremeció, pero un cuerpo muerto no puede impresionar a un médico, y Kennedy respondió, pensativo:
—En las presentes circunstancias es difícil decir si la reconocí o no. Fue estrangulada, supongo...
—Fue estrangulada. Se encontró el cadáver en una espesura que hay junto al camino que va de Matchings Halt a Woodleigh Camp. Lo descubrió un excursionista alrededor de las cuatro menos diez minutos. Nuestro forense ha fijado la hora de la muerte entre las dos y cuarto y las tres. Evidentemente, fue asesinada poco después de haber salido de la estación. Ningún otro viajero se apeó en Matchings Halt. Sólo ella abandonó el tren aquí.
»Bien. ¿Por qué se apeó en Matchings Halt? ¿Se confundió de estación? No creo... Lo cierto es que se anticipó en dos horas a la cita con usted y no utilizó el tren que usted le sugirió, pese a haber recibido su carta.
»¿Quiere explicarme, doctor, cuál era el objeto de su visita?
El doctor Kennedy tentó sus bolsillos, extrayendo de uno de ellos un recorte.
—He traído esto... El recorte corresponde a un anuncio puesto en el periódico local por el señor Reed y su esposa, aquí presentes.
El inspector Last leyó la carta de Lily Kimble y el papel adjunto. Su mirada abandonó el rostro de Kennedy para fijarse alternativamente en los de Gwenda y Giles.
—¿Pueden referirme la historia que hay detrás de todo esto? Me parece advertir que se remonta a varios años atrás.
—Data de hace dieciocho años —replicó Gwenda.
Lentamente, entre continuas enmiendas y adiciones, con muchos paréntesis, la historia fue saliendo. El inspector Last era de las personas que saben escuchar. Dejó que las tres personas que tenía delante contaran las cosas a su modo. Kennedy era seco, ateniéndose a los hechos; Gwenda resultaba algo incoherente, pero en lo que contaba se observaba una potente imaginación. Giles facilitó la mejor aportación, quizás. Era claro, puntualizaba. Era menos reservado que Kennedy y más coherente que Gwenda. La conversación se alargó considerablemente.
Luego, el inspector Last suspiró, paciente, procediendo a resumir todas las explicaciones.
—La señora Halliday era hermana del doctor Kennedy y madrastra de la señora Reed. Desapareció de la casa en que vive usted actualmente con su esposo, el señor Giles Reed, hace dieciocho años. Lily Kimble (cuyo apellido de soltera era Abbott) trabajó como criada en dicha casa por algún tiempo. Por una razón u otra, Lily Kimble, con el paso de los años, se inclina a pensar que allí se produjo un raro juego. En su momento, se supuso que la señora Halliday había abandonado el hogar con un hombre cuya identidad se desconoce. El comandante Halliday murió en una clínica para enfermos mentales hace quince años, gobernado todavía por la obsesión de que había estrangulado a su esposa... Es decir, si se trataba de una obsesión...
Tras una pausa, el policía continuó hablando:
—Todos estos hechos son interesantes, pero se presentan algo desperdigados. El punto crucial parece ser éste: ¿vive todavía la señora Halliday o ha muerto? Si ha muerto, ¿cuándo falleció? ¿Y qué sabía Lily Kimble?
»Todo parece indicar que ella conocía algún dato importante hasta el extremo de costarle la vida. Alguien estaba interesado en que no hablara.
Gwenda preguntó:
—¿Quién podía saber que se disponía a hablar... aparte de nosotros?
El inspector Last fijó su preocupada mirada en la joven.
—Es un hecho muy significativo, señora Reed, que la mujer tomara el tren de las dos y cinco minutos en lugar del de las cuatro y cinco en el empalme de Dillmouth. Tiene que existir alguna razón para que obrara así. Asimismo, se apeó en la estación anterior a Woodleigh Bolton. ¿Por qué? Puede ser, a mi juicio, que
después
de escribir al doctor escribiera a
otra persona
, sugiriéndole un encuentro en Woodleigh Camp, quizá, y que se propusiera tras esta cita, de no ser satisfactoria, continuar viaje para ir a ver al doctor Kennedy y solicitar su consejo. Es posible que ella sospechara de una persona concretamente y que le escribiera dándole a entender lo que sabía y proponiéndole una entrevista.