Authors: Agatha Christie
—¿Por qué había de inspirarle temor su padre? ¡Oh, ya comprendo! Él pudo mostrarse celoso. ¿Era un hombre celoso?
—Lo ignoro. Mi padre murió siendo yo una niña.
—A mí me pareció siempre un hombre normal, afable. Evidentemente, quería a Helen, sentíase orgulloso de ella... No sé más. Quien sentía celos, en todo caso, era yo.
—¿Le dieron la impresión de ser felices?
—Sí. Y yo me alegré de eso... si bien, al propio tiempo, me sentía dolido... Helen no me habló nunca extensamente de su padre. Tuvimos muy pocas ocasiones de vernos a solas, de intercambiar confidencias. Pero ahora que usted ha aludido a la actitud de ella, recuerdo haber pensado que Helen parecía preocupada.
—¿Preocupada?
—Sí. Me figuré que era por causa de mi esposa... —Erskine se interrumpió—. Era algo más que eso, sin embargo.
El comandante miró fijamente a Gwenda.
—¿Temía ella a su esposo? ¿Sentíase éste celoso?
—Usted parece pensar que no.
—Los celos constituyen un sentimiento muy extraño. Pueden mantenerse ocultos, de suerte que nadie conozca su existencia. —Erskine pareció estremecerse—. No obstante, pueden llegar a infundir miedo... mucho miedo...
—Quisiera saber otra cosa... —dijo Gwenda.
En aquel momento se acercaba un coche a la casa.
—Mi esposa regresa de la población, a donde fue para efectuar unas compras —declaró Erskine.
En unos instantes, se transformó en otra persona. Su tono de voz era frío, su cara inexpresiva. Un ligero temblor delataba su nerviosismo.
La señora Erskine dobló una de las esquinas de la casa.
Su esposo le salió al encuentro.
—Ayer perdió la señora Reed un anillo en el jardín —explicó.
La señora Erskine, muy seca, respondió:
—¿De veras?
—Buenos días —medió Gwenda—. Pues sí... Afortunadamente, ya lo he encontrado.
—Sí que ha tenido suerte.
—Efectivamente. Es una joya que tengo en gran aprecio, aunque no por su valor material. Debo dejarles ahora...
La señora Erskine no dijo nada. Su marido repuso:
—La acompañaré hasta su coche.
Siguió a Gwenda lentamente. De pronto, llegó a oídos de los dos la voz, profunda y áspera, de la señora Erskine.
—¡Richard! Si la señora Reed pudiera excusarte... Hay que hacer una llamada importante...
Gwenda dijo, apresuradamente:
—Conforme, desde luego. Por favor, señor Erskine, no se moleste...
La joven apretó el paso, saliendo a los pocos segundos del jardín.
Después, se detuvo. La señora Erskine había dejado aparcado su coche en la explanada que había frente a la casa, de forma que dificultaba la maniobra que se vería obligada a hacer Gwenda para enfilar el camino de salida. Vaciló un momento... Luego, poco a poco, volvió sobre sus pasos.
Situóse en las proximidades de una de las terrazas. Oyó con más claridad que nunca la potente voz de la señora Erskine.
—Me tiene sin cuidado lo que digas... Tú lo arreglaste todo ayer, para que esa chica se presentara aquí mientras yo me encontraba en Daith. Sigues siendo el de siempre. Cualquier muchacha agraciada que... No estoy dispuesta a soportar estas cosas. ¡No, ni hablar!
La voz del comandante Erskine sonaba serena, pero cargada de desesperación:
—A veces, Janet, sinceramente, creo que estás loca.
—¡Tú si que estás loco! Siempre andas detrás de las mujeres.
—Tú sabes que eso no es cierto, Janet.
—¡Es verdad! Sin ir más lejos, hace años, en la población en que vive esa joven, en Dillmouth, tuviste una aventura. ¿Vas a decirme que no es verdad que estuviste enamorado de aquella rubia que se apellidaba Halliday?
—¿Por qué te atormentas con estas cosas? Lo único que consigues es destrozar tus nervios y...
—Tú tienes la culpa. Me has destrozado... No puedo soportarlo. No lo aguantaré más. Planeando citas con... ¡Te ríes de mí a mis espaldas! Claro, yo no te inspiro nada... Nunca me has querido. ¡Terminaré matándome! Me tiraré a un barranco... Ojalá me hubiera muerto cuando...
—Janet... Janet... Por el amor de Dios.
La voz profunda se había quebrado. Oyóse el rumor de unos angustiosos sollozos.
Andando de puntillas, Gwenda se encaminó nuevamente hacia la explanada. Reflexionó unos instantes. Luego, oprimió el botón del timbre...
Abrióse la puerta de la casa.
—¿No habría nadie que moviera este coche? —inquirió al servidor que se plantó delante de ella—. Creo que no voy a poder sacar el mío.
El criado entró en la vivienda. Luego, apareció un hombre por una de las esquinas del edificio. Tocó con dos dedos la visera de su gorra para saludar a Gwenda, acomodóse ante el volante del «Austin» y lo apartó convenientemente. Gwenda entró en su automóvil para dirigirse rápidamente al hotel en que Giles la esperaba.
—Has tardado mucho en volver —dijo él al saludarla—. ¿Has logrado algo?
—Sí. Estoy bien informada de todo ahora. El caso es bastante patético. Ese hombre estaba verdaderamente enamorado de Helen.
Gwenda procedió a narrar los acontecimientos de la mañana.
—Yo creo —añadió— que la señora Erskine no anda muy bien de la cabeza. Se comportó como una loca. Ahora sé lo que quería decir él al hablar de los celos. Estos deben de ser un infierno para una persona. Bueno, ya sabemos que Erskine no es el hombre con quién huyó Helen. No tiene la menor noticia acerca de su muerte. Helen estaba viva cuando se separó de ella, aquella noche.
—Sí —repuso Giles—. Al menos... eso es lo que él dice.
Gwenda miró, irritada, a su esposo.
—Eso —repitió Giles, con firmeza—
es lo que él dice.
Miss Marple, frente a la terraza, se inclinó para ocuparse de unas insidiosas correhuelas. Tratábase de una victoria menor, ya que bajo la superficie visible las correhuelas se imponían, como siempre. Pero al menos, los delfinios podrían disfrutar de un temporal respiro.
La señora Cocker apareció en la ventana del salón.
—Perdone usted, señora, pero está aquí el doctor Kennedy. Tiene interés por saber cuánto tiempo va a durar la ausencia de los señores Reed. Le he contestado que no lo sé, pero que usted, probablemente, estaría informada. ¿Le digo que pase aquí?
—¡Oh, sí! Haga el favor, señora Cocker...
Éste reapareció poco después en compañía del doctor Kennedy.
Un tanto aturdidamente, miss Marple se presentó a sí misma:
—... y comuniqué a Gwenda que mientras estuviera fuera, yo me entretendría arrancando en este jardín las malas hierbas. Foster, su jardinero, está engañando a mis jóvenes amigos. Viene aquí dos veces por semana, se bebe gran cantidad de tazas de té, habla por los codos... y no hace nada.
—Sí —contestó el doctor Kennedy, con aire ausente—. Todos ellos son iguales...
Miss Marple estudió a su interlocutor. Era un hombre mayor de lo que ella se habla imaginado ateniéndose a la descripción de Reed. «Un viejo prematuro», pensó. Daba la impresión de hallarse muy preocupado, además, sumamente nervioso. Permaneció inmóvil, acariciándose la saliente barbilla.
—Así que se han ausentado —comentó—. ¿Van a estar fuera de aquí mucho tiempo?
—¡Oh, no creo! Tenían que visitar a unos amigos que viven en el norte de Inglaterra. Los jóvenes son siempre inquietos. No saben parar en ningún lado.
—Sí, es cierto —corroboró el doctor Kennedy.
Hizo un pausa, agregando luego, deferente:
—Giles Reed me escribió pidiéndome unos papeles... ¡hum!... Unas cartas, si podía encontrarlas...
Miss Marple le atajó serenamente.
—¿Las cartas de su hermana?
—¡Oh! Así, pues, usted goza de su confianza... ¿Es usted de la familia?
—No soy más que una buena amiga —repuso miss Marple—. Les he aconsejado con el mayor desinterés. Lo malo es que nadie suele aceptar consejos, por muy desinteresados que sean... Una lástima, pero esto es lo que pasa normalmente...
—¿Qué les ha aconsejado usted? —inquirió él, curioso.
—Que dejen al crimen... dormir —repuso miss Marple.
El doctor Kennedy se dejó caer pesadamente sobre un incómodo y rústico banco.
—Eso no está mal expuesto —dijo él—. Gwennie me inspira un gran afecto. Era muy buena, de niña. Y veo que con los años se ha convertido en una juiciosa mujer. Temo que acabe por enfrentarse con algún grave problema.
—Hay muchas clases de problemas —manifestó miss Marple.
—¿Cómo? Sí, sí... Es verdad.
El hombre suspiró, agregando después:
—Giles Reed me escribió preguntándome si podía facilitarle las cartas escritas por mi hermana tras su marcha de aquí... así como una muestra de su escritura. —El doctor Kennedy miró fijamente a miss Marple—. ¿Se da cuenta de lo que esto significa?
Miss Marple asintió.
—Creo que sí.
—Se aferran a la idea de que Kelvin Halliday al decir que había estrangulado a su esposa no hacía más que expresar la verdad de lo ocurrido. Piensan que las cartas de mi hermana Helen no fueron escritas por ella... que eran falsas. Se figuran que no salió de esta casa con vida.
Miss Marple contestó, suavemente:
—Y usted, ahora, duda...
—No fue esto lo que me pasó en su día. —La mirada de Kennedy se había fijado en el vacío—. Todo se me antojó muy claro. Juzgué que me enfrentaba con una alucinación por parte de Kelvin. Allí no había ningún cadáver. Habían desaparecido unas ropas, una maleta... ¿Qué otra cosa cabía pensar?
—¿Y es verdad que su hermana... —miss Marple tosió para disimular su indiscreción— se interesaba entonces.... ¡ejem!... por cierto caballero?
—Yo amaba a mi hermana. Ahora bien, he de admitir que en la vida de Helen siempre había un hombre en perspectiva. Hay mujeres que están hechas así... No pueden evitarlo.
—Todo lo vio usted muy claro en su día —subrayó miss Marple—. Pero en la actualidad no le parece evidente aquello. ¿Por qué?
—Porque estimo increíble que Helen no haya querido ponerse en comunicación conmigo, de estar con vida, pese a los años transcurridos. De la misma forma, si ha muerto, es igualmente extraño que no me haya sido notificado el hecho. Bien...
El doctor Kennedy se puso en pie.
Extrajo de uno de sus bolsillos unos papeles.
—He aquí todo lo que puedo hacer. Seguramente, destruí la primera de las cartas que me escribió Helen. No me ha sido posible hallarla. Pero conservé la segunda, la carta en que me indicaba como señas una lista de correos. Y esto es la única muestra de escritura que he podido localizar de Helen. Es una lista de bulbos, plantas, etcétera, para una plantación, la copia de algún pedido, quizás. El tipo de letra de la lista y el de las cartas me parecen iguales, si bien yo no soy ningún experto en estas cosas. Voy a dejarlo todo aquí para que Giles y Gwenda lo examinen cuando vuelvan. Probablemente, no vale la pena enviárselo por correo.
—Desde luego que no. Me parece que esperaban estar de regreso mañana... o pasado mañana.
El doctor inclinó la cabeza, afirmando. Luego, miró a su alrededor, todavía con aire ausente, para decir, de pronto:
—¿Sabe usted qué es lo que me preocupa? Si Kelvin Halliday dio muerte a su esposa, tuvo que ocultar el cadáver en alguna parte, tuvo que desembarazarse de él de una manera u otra... Y esto significa que la historia que me contó (¿qué otra cosa puede significar?) fue un cuento inteligentemente urdido... El había escondido oportunamente una maleta con ropas para poder hacer creer a los demás que Helen había huido, él había dispuesto lo necesario para que fuesen enviadas las cartas desde el extranjero... Todo eso nos dice que aquél fue un crimen premeditado, cometido a sangre fría. La pequeña Gwennie era una niña deliciosa. Debió ser doloroso para ella tener por padre a un paranoico, pero es diez veces peor un padre capaz de cometer un crimen con todos los agravantes.
Kennedy dio media vuelta. Miss Marple impidió su rápida partida con una pregunta.
—¿A quién temía su hermana, doctor Kennedy?
Él la miró a los ojos, fijamente.
—¿A quién temía? A nadie, que yo sepa.
—Solamente me preguntaba si... Por favor, dispense si le hago alguna pregunta indiscreta... Ella tuvo que ver con un joven, ¿no? Quiero decir que tuvo relaciones, siendo muy joven, con un individuo llamado... Afflick, me parece.
—¡Ah! Las tonterías de la juventud de la mayor parte de las chicas... Era un tipo indeseable aquél... Desde luego, no pertenecía a su clase social. Luego, se vio metido en ciertos líos.
—He estado preguntándome si ese joven decidiría posteriormente... vengarse.
El doctor Kennedy sonrió escépticamente.
—Bueno, no creo que calara mucho este asunto en él. Después, como ya he dicho, se metió en algunos líos y abandonó la población para siempre,
—¿Qué clase de líos?
—¡Oh! Nada de índole criminal. Fueron indiscreciones. Habló más de la cuenta acerca de los negocios de su jefe.
—¿Era su jefe el señor Walter Fane?
El doctor se mostró sorprendido.
—Sí... Ahora que ha dicho usted eso, recuerdo que trabajaba en la firma «Fane & Watchman», como un empleado más.
«¿Como un empleado más?», se preguntó miss Marple, inclinándose de nuevo para seguir arrancando las malas hierbas, después de haberse marchado el doctor Kennedy...
El señor Kimble mostró la taza a su mujer. La irritación soltó su lengua.
—¿En qué estás pensando, Lily? —preguntó—. ¡Esto no tiene azúcar!
La señora Kimble se apresuró a reparar el fallo. Luego, continuó aterrada a su tema.
—Estoy pensando en este anuncio —respondió—. En él se menciona
a
Lily Abbott, añadiendo que «trabajó como doncella en "Santa Catalina” de Dillmouth». Ésa soy yo, por supuesto.
—Ya —convino el casi siempre lacónico señor Kimble.
—Han pasado muchos años... Tienes que convenir conmigo que esto es raro, Jim.
—Sí.
—¿Y qué crees que debo hacer?
—Olvidarlo.
—¿Y si en este asunto hubiera dinero por en medio?
El señor Kimble produjo unos sonidos de gorgoteo al apurar la taza. Se estaba preparando adecuadamente para el esfuerzo mental que representaba en su caso pronunciar un largo discurso. Adelantó la taza y estableció el prefacio de sus observaciones con un lacónico: «Más.» Seguidamente, se lanzó: