Un crimen dormido (17 page)

Read Un crimen dormido Online

Authors: Agatha Christie

BOOK: Un crimen dormido
9.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Éstos de aquí se les figurarán excesivamente tónicos —dijo con cierta tristeza.

Gwenda lo miró mientras él acercaba a su cigarrillo la llama del encendedor.

—¿Se acuerda usted todavía de Dillmouth? —inquirió con naturalidad.

Los labios de él se movieron como en un repentino espasmo de dolor, contestando:

—Sí... Nos hospedamos... a ver... en el «Royal George»... no, en el «Royal Clarence Hotel».

—¡Ah, sí! Es un hotel de otro tiempo. Nuestra casa queda bastante cerca de él. La casa se llama «Hillside», pero antes fue denominada «Santa ... Santa María», ¿no es así, Giles?

—«Santa Catalina» —corrigió Giles.

Esta vez se produjo verdaderamente una reacción. Erskine miró repentinamente a otro lado. La cucharilla de la señora Erskine tintineó en el plato.

—Quizá les agrade ver nuestro jardín —dijo ella, de pronto.

—¡Oh, sí!

Salieron de la casa por una de las terrazas. El jardín estaba bien cuidado. Contenía muchas plantas y los senderos estaban enlosados. Gwenda dedujo que era el comandante Erskine quien se ocupaba de él. El rostro de éste se iluminó al empezar a hablar de sus rosas, de sus árboles. Evidentemente, aquella actividad suscitaba su entusiasmo.

Finalmente, se despidieron del matrimonio. Ya dentro del coche, cuando se alejaban de la casa, Giles preguntó a su esposa:

—¿Lo... lo dejaste caer?

Gwenda hizo un gesto afirmativo.

—Junto al segundo grupo de las espuelas de caballero.

Fijó la vista en uno de sus dedos, haciendo girar el anillo de boda distraídamente.

—Supongamos que no pudieras encontrarlo...

—Bueno, no es realmente mi anillo de compromiso. No iba a exponerme a tanto.

—Me alegro de oírte decir eso.

—Ese anillo tiene para mí un valor sentimental enorme. ¿Te acuerdas de lo que dijiste cuando me lo pusiste en el dedo? Una esmeralda verde porque yo era una intrigante gatita de verdes ojos.

—Yo me atrevería a decir que estas expresiones cariñosas deben causar una gran extrañeza en las personas de la generación de... miss Marple, por citar un ejemplo.

—Me pregunto qué estará haciendo esa simpática anciana. ¿Se habrá dedicado a tomar el sol en el muelle?

—Algo llevará entre manos... ¡La conozco ya muy bien! Estará husmeando aquí y allá, haciendo preguntas y más preguntas. Espero que no se exceda...

—En una mujer de sus años, esa curiosidad parece a todo el mundo natural. Nosotros llamaríamos la atención si adoptáramos su proceder, seguro.

La cara de Giles recobró su expresión normal.

—Por eso no me gusta... —dijo— que seas tú quien lleve a cabo lo que hemos pensado... Me desagrada la idea de estar yo tan tranquilo en casa mientras tú te echas a la calle para hacer lo peor.

Gwenda pasó, afectuosa, una mano por la mejilla de su marido.

—Ya lo sé, querido. Hay que convenir que todas las preguntas que pueden dirigírsele a un hombre sobre su pasado amoroso han de parecerle impertinentes. Ahora bien, este atrevido paso puede permitírselo una mujer, para lograr su propósito con grandes probabilidades de éxito... si es inteligente. Y yo voy a comportarme de una manera inteligente.

—Me consta que tú lo eres. Pero si Erskine fuera el hombre que buscamos...

Gwenda contestó, ensimismada:

—En mi opinión, no es él ese hombre.

—¿Quieres decir que hemos apuntado mal?

—No del todo. Pienso que estuvo enamorado de Helen, sin más. Es un hombre correcto, Giles, muy agradable. No acierto a ver en él al estrangulador...

—No creo que tú hayas conocido en el curso de tu vida a muchos estranguladores, Gwenda.

—Es verdad. Pero dispongo de mi femenino instinto.

—Me figuro que las víctimas de esos tipos suelen hablar así antes de morir en sus manos. Bueno, Gwenda, bromas aparte, deseo pedirte que tengas mucho cuidado.

—Descuida. Ese pobre hombre me da lástima. Veo en su esposa a una especie de dragón. Apuesto lo que quieras a que Erskine lleva una vida insoportable.

—Es una mujer rara, sí. Asusta, casi.

—Yo diría que resulta siniestra. ¿Te fijaste en ella? No me perdió de vista un momento.

—Espero que el plan salga bien.

3

El plan fue llevado a la práctica a la mañana siguiente.

Giles, sintiéndose, como dijo él, una especie de detective ocupado con un caso de divorcio, se situó en un punto estratégico, desde el cual se veía la puerta principal de «Anstell Manor». Alrededor de las once y media informó a Gwenda que todo había marchado bien. La señora Erskine había salido de la finca conduciendo un pequeño «Austin». Dirigíase al mercado de la ciudad, seguramente, a unos cinco kilómetros de distancia. El camino estaba libre de obstáculos.

Gwenda se plantó ante la puerta de la casa, oprimiendo el botón del timbre. Preguntó por la señora Erskine y le contestaron que había salido. Entonces preguntó si el comandante Erskine se hallaba allí. El comandante estaba en el jardín. Se incorporó al oír los pasos de Gwenda, junto al macizo de flores que había acaparado su atención en los últimos minutos.

—Siento molestarle —dijo Gwenda—. Ayer se me debió de caer un anillo por aquí. Me consta que lo llevaba puesto en este dedo cuando terminamos de tomar el té. Siempre me ha venido un poco ancho. Tengo mucho interés en encontrarlo porque es mi anillo de compromiso.

Comenzó en seguida la búsqueda. Gwenda recordó sus pasos el día anterior, las flores que se había parado a observar de cerca. Finalmente, el anillo apareció junto a unas espuelas de caballero. La joven suspiró, aliviada.

—¿Me permite que la invite a beber algo, señora Reed? ¿Le apetece una cerveza? ¿Prefiere una copa de jerez? Bueno, tal vez le agradará más una taza de café...

—Muchas gracias, pero la verdad es que no tengo ganas de nada. Un cigarrillo, en todo caso...

Sentóse en un banco y Erskine se acomodó a su lado.

Durante unos momentos, fumaron en silencio. A Gwenda le latía el corazón cada vez más de prisa. No tenía más remedio que actuar. Y decidió lanzarse, sin más rodeos.

—Quiero hacerle una pregunta —dijo—. Quizá me juzgue una impertinente, pero quiero saber a qué atenerme... y usted es la única persona que puede informarme. Creo que en otro tiempo usted estuvo enamorado de mi madrastra.

Él la miró, atónito.

—¿De su madrastra?

—Sí. Helen Kennedy, de casada Helen Halliday.

El hombre que tenía al lado Gwenda no se movió. Sus ojos contemplaban, sin ver, la pequeña extensión de césped que tenía delante. Del cigarrillo se elevaba, absolutamente vertical, una fina columna de humo. Pese a aquella inmovilidad, o quizás a causa de ella, la joven creyó notar una tremenda agitación en su interior, un confuso tropel de sentimientos encontrados, seguramente. El brazo de él estaba ahora en contacto con el suyo.

Como contestando a una pregunta que él se había planteado a sí mismo, Erskine murmuró:

—Supongo que hay algunas cartas por medio...

Gwenda no dijo nada.

—No le escribí muchas... Dos, tres, quizá. Me dijo que las había destruido. Pero las mujeres nunca rompen las cartas que reciben, ¿verdad? Y por eso habrán ido a parar a sus manos. Usted ahora quiere saber...

—Quiero saber más cosas acerca de ella. La... la quería mucho. Si bien, yo era muy pequeña cuando... se fue.

—¿Se fue?

—¿No se enteró usted?

Los ojos de Erskine, ingenuos, sorprendidos, buscaron los de Gwenda.

—No volví a saber de ella —manifestó— desde... desde aquel verano en Dillmouth.

—Entonces, ¿usted no sabe dónde se encuentra ahora?

—¿Cómo voy a saberlo? Han pasado años..., muchos años. Todo aquello terminó, lo olvidé.

—¿Lo olvidó totalmente?

Erskine sonrió con amargura.

—Bueno, olvidado del todo no... Es usted muy observadora, señora Reed. Pero, hábleme de ella. Helen no ha muerto, ¿verdad?

Se levantó un poco de viento fresco que pareció helarles el rostro...

—No sé si ha muerto o no —exclamó Gwenda—. No sé nada de ella. Pensé que quizá usted estuviera en condiciones de informarme sobre su paradero.

Él movió la cabeza a un lado y a otro, y Gwenda continuó hablando:

—Helen huyó de Dillmouth aquel verano. De repente, una noche. Sin decir nada a nadie. Y ya no regresó.

—¿Y usted pensó que yo podía tener noticias de ella?

—Sí.

Erskine denegó con la cabeza.

—Pues no, nunca supe nada de Helen. Ahora bien, su hermano, el médico, que vive en Dillmouth... Él tiene que estar enterado. Es decir, si no ha muerto...

—El doctor vive, pero tampoco posee noticias... Todos se figuran que huyó... con alguien.

El miró atentamente a Gwenda, muy entristecido.

—¿Pensó alguien acaso que huyó conmigo?

—Bueno, era una posibilidad...

—¿Era una posibilidad? No lo creo. Nunca existió. O tal vez fuéramos unos necios... unos escrupulosos necios que prefirieron despreciar la oportunidad que se les deparaba de ser felices.

Gwenda guardó silencio. Erskine continuó diciendo:

—Quizá sea mejor que se lo cuente todo, si bien no hay realmente mucho que contar... Lo que pretendo es que no juzgue mal a Helen. Nos conocimos a bordo de un buque. Nos dirigíamos a la India. Uno de los chicos se había puesto enfermo y mi esposa me seguiría en el siguiente barco. Helen iba a casarse con un hombre que trabajaba en la zona rural... Ella no le amaba. Era un antiguo amigo, una buena persona, y Helen deseaba salir de su casa, donde no se sentía feliz. Nos enamoramos.

Erskine hizo una pausa.

—Una delicada declaración, ¿no? Pero deseo poner bien claro una cosa: no fue la clásica aventura pasajera de un viaje por mar. Lo nuestro fue serio. Los dos nos sentimos... destrozados. Y no podíamos hacer nada para remediar nuestra situación. Yo no podía desentenderme de Janet y los niños. Helen lo vio también así. De haberse tratado únicamente de Janet... Pero estaban por medio los niños. No había solución. Acordamos separarnos y ver de olvidar...

El comandante Erskine dejó oír una risita en la que no había la menor inflexión alegre.

—¿Olvidar? Nunca la olvidé... Ni por un solo momento. La vida se me antojaba un infierno. Pensaba a todas horas en Helen...

«Bueno, ella no llegó a casarse con el joven que la esperaba en la India. En el último momento, no pudo enfrentarse con aquello. En el viaje de regreso a Inglaterra conoció a otro hombre... a su padre, supongo. Me escribió un par de meses más tarde, explicándome lo que había hecho. Él se había sentido muy afectado por la muerte de su esposa, y tenía una hija. Helen creía poder hacerle reliz y que era el mejor camino a seguir por su parte. Me escribió desde Dillmouth. Ocho meses más tarde falleció mi padre y yo vine aquí. A nuestro regreso a Inglaterra pensamos en tomarnos unas vacaciones de varias semanas de duración, hasta que pudiéramos instalarnos en esta casa. Mi esposa sugirió Dillmouth. Una amiga le había hablado de esta población, diciéndole que era tranquila, ideal para descansar. No estaba enterada, desde luego, de lo mío con Helen. ¿Se imagina la tentación? Iba a verla de nuevo. Conocería al hombre que había elegido por marido...

Un breve silencio y Erskine siguió hablando:

—Nos hospedamos en el «Royal Clarence». Este paso fue un error. Ver a Helen de nuevo supuso para mí un tormento... Parecía ser feliz... No sé... ella evitaba quedarse a solas conmigo... Yo no sabía si aún le inspiraba algún sentimiento, o si me había olvidado definitivamente... Creo que mi esposa sospechaba algo... Es una mujer muy celosa... Siempre lo ha sido... —El comandante añadió, bruscamente—: Eso es todo. Salimos de Dillmouth...

—El día 17 de agosto —apuntó Gwenda.

—¿El día 17 de agosto? Probablemente. No recuerdo con exactitud la fecha.

—Era sábado —señaló Gwenda ahora.

—Sí. Tiene usted razón. Recuerdo que Janet me dijo que coincidiríamos con mucha gente en el viaje al Norte... pero no creo que fuera entonces cuando...

—Por favor, haga memoria, comandante Erskine. ¿Cuándo vio usted por última vez a mi madrastra, a Helen?

Los labios de él se dilataron en una suave sonrisa de cansancio.

—No tendré que esforzarme mucho para recordar eso. La vi la noche anterior a nuestra partida. En la playa. Fui allí después de cenar... Allí estaba, sí. No había ninguna otra persona por aquel lugar. La acompañé hasta su casa. Cruzamos el jardín...

—¿A qué hora ocurría eso?

—No sé... Serían las nueve.

—¿Y luego se dijeron adiós?

—Luego nos despedimos uno del otro, en efecto. —Otra sonrisa de Erskine—. ¡Oh! La nuestra no fue esa despedida en que usted, seguramente, está pensando. Resultó muy brusca y breve. Helen me dijo: «Por favor, vete ya. Vete en seguida. Prefiero que no...» Guardó silencio y yo... me fui.

—¿Regresó al hotel?

—Sí... Pero primeramente di un largo paseo... por el campo.

Gwenda señaló:

—Es difícil barajar fechas... habiendo transcurrido tantos años. Sin embargo, creo que ésa fue la noche en que ella huyó... para no volver jamás.

—Ya. Y como mi esposa y yo abandonamos la población al día siguiente, la gente daría en decir que huyó conmigo.

—Así que ella no huyó con usted.

—¡Santo Dios, no! Nunca se suscitó una cuestión de ese tipo.

—Entonces, ¿por qué cree usted que huyó?

Erskine frunció el ceño. Había cambiado de actitud, mostrándose ahora muy interesado.

—Lo comprendo... Es un problema, un enigma. ¿No facilitó ella... ¡ejem!... ninguna explicación?

Gwenda consideró la pregunta. Seguidamente, manifestó su opinión:

—No creo. ¿Piensa usted que huyó con alguien?

—No, por supuesto que no.

—Parece estar usted muy seguro en cuanto a este extremo...

—Estoy seguro, sí.

—Entonces, ¿por qué se fue?

—Si ella huyó así... de repente... sólo acierto a descubrir una razón. Helen huía de mí.

—¿De usted?

—Sí. Seguramente, temía que yo intentara verla de nuevo... que no la dejara en paz. Debió de darse cuenta de que todavía... la quería, de que estaba loco por ella. Ésta debe ser la explicación.

—No queda explicado por qué no regresó ya —objetó Gwenda—. Vamos a ver... ¿Le dijo a Helen algo acerca de mi padre? ¿Había suscitado éste alguna preocupación en ella? ¿Le inspiraba temor?

Other books

Beautiful Warrior by Sheri Whitefeather
Cain by José Saramago
Safe Harbor by Christine Feehan
Unfinished Symphony by V. C. Andrews
Velocity by Dean Koontz
Twilight by Kristen Heitzmann
Jenny and James by Georgeanna Bingley
Big Dog by Dane, Ryder