Un crimen dormido (16 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Un crimen dormido
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—Es que en esos jóvenes los sentimientos calan muy hondo. Los niños, a veces, la dejan a una asombrada con sus cosas. En ocasiones, saltan violentamente con algo, cuando una creía que no habían sufrido la menor impresión. Hay caracteres muy sensibles, que sólo «explotan», por así decirlo, cuando llegan a los límites máximos de resistencia.

—¡Oh! Es muy curioso, miss Marple, que usted haya dicho eso. Porque me acabo de acordar de un hecho que guarda relación con su idea. Gerald y Robert fueron siempre chicos de genio muy vivo, dispuestos en todo momento a pasar a las manos. Algo muy natural, por supuesto, en unos niños llenos de salud...

—Completamente natural.

—Contrastaba con ellos Walter, siempre tranquilo y paciente. Un día, Robert se apoderó de un avión pequeño, un modelo que su hermano construyera tras varios días de trabajo (creo haber dicho va que era muy hábil)... Robert, un chiquillo muy descuidado, acabó rompiéndoselo. Bueno, pues cuando entré en la habitación de la casa en que solían jugar vi a Robert tumbado en el suelo. Walter, encima de él, empuñaba uno de los hierros de la chimenea... Tuve que hacer acopio de fuerzas para apartarlo de su hermano, mientras repetía, furioso: «Lo hizo a propósito... Lo hizo a propósito. Lo voy a matar.» Yo me asusté mucho. Los chicos sienten las cosas, generalmente, con mucha intensidad.

—En efecto —repuso miss Marple, pensativa.

Volvió al tema anterior.

—Así pues, el compromiso quedó roto definitivamente. ¿Y qué fue de la chica?

—Regresó. Durante este viaje tuvo otro idilio, contrayendo matrimonio con el nombre que conoció. Era viudo, con una hija. Un hombre que acaba de perder a su esposa es siempre un objetivo fácil... El matrimonio se instaló en una casa situada al otro lado de la población, en «Santa Catalina», junto al hospital. No duró mucho, claro. Ella abandonó a su marido al cabo de un año. Creo qué huyó con un hombre...

Miss Marple tornó a mover la cabeza.

—¡De buena se escapó su hijo!

—Eso es lo que le he dicho siempre.

—¿Y renunció a abrirse paso en la vida con las plantaciones de té a causa de algún quebranto de salud?

La señora Fane frunció el ceño.

—No era de su agrado la vida que se veía obligado a llevar allí —explicó—, regresó a casa seis meses después de haber vuelto la joven.

—Debió de enfrentarse con una situación embarazosa —aventuró miss Marple—, por el hecho de vivir ella aquí, en la misma población...

—Walter es maravilloso —dijo la señora Fane—. Se comportó exactamente igual que si no hubiese ocurrido nada entre los dos. En su momento, pensé y dije que lo más conveniente era cierto apartamiento... Sus encuentros podían resultar molestos para ambas partes. Pero Walter insistió en comportarse con la mayor naturalidad, en mostrarse cordial, incluso, con ellos. Visitaba la casa y jugaba a menudo con la niña... A propósito, y esto sí que es curioso... La chica ha vuelto. Bueno, es ya una mujer, casada, además. El otro día fue a ver a Walter a su despacho, con el fin de redactar su testamento. Ahora es la señora Reed... Reed, sí.

—¿Se refiere usted al matrimonio Reed? Él y ella son amigos míos. Es una pareja muy simpática. ¡Qué cosas ocurren! Y la joven es realmente aquella niña que...

—Hija de la primera esposa. Esta mujer murió en la India. ¡Pobre comandante... No recuerdo bien su apellido... Hallway, me parece que era... Algo así... Fue un duro golpe para él la huida de su esposa. Nadie se explica por qué razón estas mujeres perversas dan siempre con hombres intachables.

—¿Y qué fue del joven que tuvo que ver con ella en cierto momento de su vida? Usted me ha dicho que era uno de los empleados de la oficina de su hijo. ¿Adonde fue a parar?

—Se ha abierto paso. Explota una agencia de viajes, la «Coach Tours». Los vehículos van pintados de amarillo rabioso. Su clientela es de lo más vulgar. Todo el mundo conoce los coches de Afflick.

—¿Afflick? —inquirió miss Marple.

—Jackie Afflick. Es un desagradable sujeto, que parece dispuesto a prosperar como sea. Probablemente, por eso se fijó en Helen Kennedy, en primer lugar. Era hermana de un médico... Pensó que haciendo de ella su mujer ganaría en posición social.

—¿Y esa Helen no ha vuelto a dejarse ver nunca más por Dillmouth?

—No. Ha sido una suerte. Estará hundida por completo, ahora. Yo lo sentí por el doctor Kennedy. No se le puede culpar de nada. La segunda esposa de su padre fue una persona débil de carácter, mucho más joven que su marido. Supongo que Helen heredó de ella su veleidoso carácter. Siempre pensé...

La señora Fane no terminó su última frase.

—Aquí está Walter —declaró.

Había percibido unos sonidos muy familiares en el vestíbulo. La puerta de la estancia se abrió, entrando Walter Fane.

—Te presento a miss Marple, hijo mío. Toca el timbre y tomaremos unas tazas de café.

—No te preocupes, mamá. Ya lo he tomado.

—Desde luego que tomaremos un poco de té... Acompañado de unos bizcochos, Beatrice —añadió la señora Fane, dirigiéndose a la doncella, que acababa de aparecer.

—Sí, señora.

Con una sonrisa de resignación, Walter Fane comentó:

—Como verá usted, mi madre me mima mucho.

Miss Marple estudió a Walter Fane mientras correspondía a sus palabras con un cortés comentario.

Era un hombre de aire tranquilo, ligeramente desconfiado... incoloro. Una persona vulgar. El tipo clásico del joven que las mujeres suelen ignorar, con el que terminan casándose una vez que se convencen de que el ser amado no corresponde a su cariño. Walter siempre estaba en casa. ¡Pobre Walter! Era el típico hijo de mamá... Pero, de pequeño, Walter Fane había atacado a su hermano mayor, armado con un hierro de la chimenea, dispuesto a matarlo...

Miss Marple estaba sumida en un mar de dudas.

Capítulo XVII
 
-
Richard Erskine
1

«Anstell Manor» tenía un sombrío aspecto. Era una casa blanca cuyos contornos se perfilaban contra un fondo de oscuras colinas. Por entre una espesa vegetación serpenteaba un camino no muy amplio. Giles preguntó a Gwenda:

—¿A qué hemos venido aquí? ¿Qué pretexto podemos esgrimir?

—Tendremos que inventárnoslo.

—Sí... Sobre la marcha. Es una suerte que la cuñada de la tía de la hermana de la amiga de miss Marple, o lo que sea, viva por las cercanías... Ahora, creo que se sale un poco de los límites de una relación social el propósito de hablar con ese hombre de sus pasados asuntos amorosos.

—Y más habiendo transcurrido tanto tiempo. Es posible... es posible que ni siquiera se acuerde de ella.

—Desde luego. Y también pudiera ser que no hubiese habido nunca una relación de tipo amoroso.

—Giles: ¿no estaremos haciendo un poco el tonto?

—No sé... A veces, tengo esa impresión. ¿Por qué andamos tan preocupados con todo esto? ¿Qué más da una cosa que otra ahora?

—Han pasado muchos años, sí, no lo pierdo de vista... miss Marple y el doctor Kennedy nos dijeron: «Debierais desentenderos de esto.» ¿Por qué no obramos de acuerdo con sus indicaciones, Giles? ¿Qué es lo que nos impulsa a seguir? ¿Será ella?

—¿Ella?

—Helen. ¿Por qué se han avivado mis recuerdos? ¿Son éstos el único punto de contacto que ella tiene con la vida... con la verdad? ¿Será que Helen se vale de mí... y de ti... con el fin de que sea conocida la verdad?

—¿Piensas que sufrió una muerte violenta?

—Sí. Se dice... los libros lo han dicho... que, en ocasiones, esas personas no pueden encontrar el descanso...

—Creo que te estás dejando llevar por la imaginación, Gwenda.

—Es posible. De todos modos, podemos escoger. Ésta es solamente una visita de cortesía. No tiene por qué ser algo más... a menos que nosotros queramos que se convierta en...

Giles movió la cabeza.

—Seguiremos adelante. No podemos evitarlo.

—Sí... Tienes razón. No obstante, Giles, creo que estoy atemorizada...

2

—¿Andan ustedes buscando una casa? —preguntó el comandante Erskine.

Ofreció a Gwenda un plato con bocadillos. Gwenda cogió uno, fijando la vista en el hombre. Richard Erskine era un tipo menudo, de una talla aproximada de un metro sesenta y dos centímetros. Tenía los cabellos grises y unos ojos reflexivos, que delataban su cansancio. Hablaba lentamente, arrastrando un poco las palabras. No había nada sobresaliente en su persona, pero Gwenda se dijo que era una persona atractiva.

Se le antojó que no era tan bien parecido como Walter Fane. Ahora bien, éste podía pasar inadvertido ante las mujeres; Erskine, en cambio, interesaba. Fane era un hombre muy corriente; Erskine, pese a sus lentos modales, tenía personalidad. Hablaba de las cosas ordinarias de una manera también ordinaria, pero había algo en sus gestos y ademanes que las representantes del sexo opuesto identificaban, reaccionando con un estilo puramente femenino. Casi inconscientemente, Gwenda se ajustó la falda, ordenó un mechón rebelde de sus cabellos y se retocó los labios. Diecinueve años atrás, Helen Kennedy había podido enamorarse de este hombre. Gwenda estaba segura en cuanto a tal posibilidad.

La mirada de su anfitrión se había fijado en ella, y Gwenda, involuntariamente, se ruborizó. La señora Erskine estaba hablando con Giles, pero observaba a Gwenda. Estudiaba a la joven y se notaba una expresión de recelo en sus ojos. Jane Erskine era una mujer alta, de voz profunda... casi como la de un hombre. Poseía un cuerpo atlético, y llevaba un vestido gris dotado de amplios bolsillos. Parecía mayor que su esposo, si bien, pensó Gwenda, tal impresión no se correspondía probablemente con la realidad. Su rostro macilento, ojeroso. Gwenda la juzgó una mujer nada feliz, una persona insatisfecha.

«Me imagino que será un tormento para su esposo», pensó la joven.

La conversación discurría por los cauces previstos.

—Buscar una casa constituye una tarea agotadora —declaró—. Las descripciones que facilitan los agentes responden a extraordinarios optimismos... Luego, cuando una visita la vivienda recomendada, se queda perpleja...

—¿Piensa instalarse por aquí?

—Bueno, éste es uno de los sitios en que hemos pensado. Y todo por su proximidad al Muro de Adriano. El Muro de Adriano ha ejercido siempre una gran fascinación sobre Giles. Le parecerá raro, pero lo mismo nos da un punto que otro de Inglaterra. Me explicaré... Yo me he criado en Nueva Zelanda; no hay nada que me ate a un lugar determinado del país. A Giles le ocurre otro tanto porque ha pasado sus veranos en distintas poblaciones, en las casas de algunos familiares suyos. Lo que nosotros no queremos es vivir cerca de Londres, ni de otra hacinación urbana.

Erskine sonrió.

—Ciertamente, aquí podrán vivir como en plena campiña. Se goza de un aislamiento perfecto, razonable. Tenemos pocos vecinos y nos hallamos separados de otros por prudentes distancias.

Gwenda creyó notar una leve inflexión de tristeza en la agradable voz. De repente, se imaginó cómo sería aquella solitaria existencia; pensó en los oscuros días invernales, con el sonoro acompañamiento del viento soplando en las chimeneas; las cortinas estarían corridas; Erskine pasaría horas y horas encerrado en aquella casa, en compañía de la mujer de aire insatisfecho, de ojos que no revelaban ninguna felicidad... Y los vecinos, pocos y a prudente distancia...

Luego, esta visión se desvaneció. Volvía a enfrentarse con el verano, con unas ventanas que daban a alegres terrazas; percibía los perfumes de las flores, oía los mil sonidos del mundo exterior.

—Esta casa será muy antigua, ¿verdad? —preguntó.

Erskine asintió.

—Fue construida en la época de la reina Ana. Mi familia lleva habitándola trescientos años, casi.

—Es una casa preciosa. Deben de sentirse muy orgullosos de ella.

—Deja mucho que desear ahora. Los fuertes impuestos dificultan su mantenimiento. Pero como los hijos andan ya por el mundo, la etapa más trabajosa de nuestra vida llegó a su fin.

—¿Cuántos hijos tienen ustedes?

—Dos varones. Uno está en el ejército. El otro saldrá pronto de Oxford para ingresar en una firma publicitaria.

Erskine volvió la cabeza hacia la repisa de la chimenea y Gwenda siguió la dirección de su mirada. Había en aquélla una fotografía de los dos chicos, de dieciocho y diecinueve años de edad. La joven pensó que había sido tomada hacía algún tiempo. Sorprendió en el rostro de Erskine una expresión de orgullo y afecto.

—Son unos muchachos excelentes —manifestó—, aunque quizá no esté bien que lo diga yo...

—Lo parecen —comentó Gwenda, cortésmente.

—Sí... Creo que vale la pena sacrificarse por los hijos —añadió él, como si reflexionara en voz alta.

—Supongo qué los hijos, normalmente, obligan a renunciar a muchas cosas —apuntó Gwenda.

—En efecto, a muchas, a veces...

A Gwenda le pareció detectar una inflexión especial en estas palabras. La señora Erskine intervino de pronto en la conversación, diciendo con su tono autoritario característico:

—Así que ustedes buscan una casa que les convenga en esta región... La verdad es que yo no sé de ninguna que pudiera interesarles.

«Y si supieras de alguna no me lo dirías —pensó Gwenda, maliciosa— Esta mujer es celosa. Siente celos porque estoy hablando con su esposo, porque soy joven y atractiva.»

—Todo depende de la prisa que lleven ustedes —opinó Erskine.

—No llevamos ninguna prisa —señaló Giles, alegremente—. Tenemos que dar con alguna que esté bien. De momento, ocupamos una vivienda en Dillmouth, en la costa meridional.

El comandante Erskine se apartó de la mesita de té, acercándose a un estante situado junto a una ventana, sobre el cual había una caja de cigarrillos.

—Dillmouth... —murmuró la señora Erskine.

Su voz era inexpresiva. Fijó la mirada en la espalda de su esposo.

—Es un lugar muy bonito —dijo Giles—. ¿Lo conocen ustedes?

Hubo un momento de silencio. Luego, la señora Erskine manifestó en el mismo tono de voz:

—Hace muchos, muchos años, pasamos unas semanas allí, durante el verano... No nos agradó demasiado... Encontramos que su clima era algo relajante, llegando a producir cierta depresión en definitiva.

—Es lo que nosotros pensamos —declaró Gwenda—. A Giles y a mí nos agradan los aires más tónicos, más fortificantes.

Erskine había vuelto con la caja de cigarrillos. Se la ofreció a Gwenda.

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