Un fuego en el sol (32 page)

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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Un fuego en el sol
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Al cabo de unos minutos me harté de estar asustado y abandoné la protección del portal. Debo admitir que tuve una peculiar sensación de vulnerabilidad entre los hombros mientras doblaba corriendo la esquina. Decidí que era la manera que Jawarski tenía de enviarme una invitación. No tenía intención de declinarla, sólo deseaba estar preparado.

A pesar de eso, tenía aún otros asuntos que atender antes de volcar toda mi atención en el americano. Entré en el coche y tiré el moddy nuevo en el asiento de atrás donde había dejado el maletín. Conduje despacio y con tranquilidad por el barrio de Rasmiyya hacia Courane. Al llegar, aparqué el coche en el estrecho callejón y saqué el moddy de Saied del maletín. Lo miré concienzudamente un momento y me lo conecté junto con los daddies que bloqueaban el dolor y el cansancio. Luego bajé del coche y entré en el sombrío bar de Courane.

—¡Señor Audrani —dijo el expatriado, acercándose a mí con los brazos abiertos—. Sus amigos me dijeron que vendría. Me alegro de volver a verle.

—Sí —dije.

Vi a Medio Hajj, Mahmoud y Jacques en una mesa cerca del fondo.

Courane siguió hablándome en voz baja.

—Fue terrible lo del agente Shaknahyi.

Me volví para mirarlo.

—Eso es lo que fue, Courane, terrible.

—Lo sentí mucho —dijo, acompañándose con la cabeza para que comprobase lo sincero que era.

—Un gimlet de vodka —dije.

Eso lo alejó.

Acerqué una silla y me senté a la mesa con los demás. Los miré sin decir una palabra. La última vez que estuve con ellos, no fui bien acogido. Me preguntaba si había cambiado algo.

Jacques era el cristiano que siempre se jactaba de que tenía mucha más sangre europea que yo. Esa tarde me guiñó un ojo y me hizo un gesto con la cabeza.

—He oído que sacaste a Papa de un edificio en llamas.

Courane llegó con mi bebida. En lugar de responder, cogí el vaso y bebí.

—Una vez estuve en un incendio —dijo Medio Hajj—. Bueno, en realidad estuve en un edificio que se quemó una hora después de que yo me fuera. Podía haber muerto.

Mahmoud, la transexual, se rió.

—Marîd, estoy impresionado —dijo.

—Sí, lo único que quería era impresionaros, bastardos.

Exprimí la raja de lima. Vitamina C, sabéis.

—No, de verdad —insistió Mahmoud—, todo el mundo habla de ello. Fue muy valiente por tu parte.

Jacques se encogió de hombros.

—Sobre todo si piensas que podías haberte quedado todo el poder de Friedlander Bey para ti. Sólo con dejar que el jodido viejo se friese.

—¿Lo pensaste? —preguntó Mahmoud—. ¿Mientras sucedía, quiero decir?

Era el momento de dar un largo trago de vodka, porque me estaba poniendo realmente furioso. Cuando volví a dejar mi vaso, los miré de uno en uno.

—Conocéis a Indihar, ¿no? Bueno, desde la muerte de Jirji lo está pasando bastante mal para pagar las facturas. No quiere aceptar un préstamo ni de mí ni de Chiri, y atender la barra en el club no le saca de ningún apuro.

Mahmoud levantó las cejas.

—¿Quiere trabajar conmigo? Tiene un bonito culo. Podría ganar un montón de pasta.

Sacudí la cabeza.

—No, no es eso lo que le interesa. Quiere que le encuentre un nuevo hogar para uno de sus hijos. Tiene dos niños y una niña. Le dije que podía deshacerse de uno de los niños.

Eso les cerró la boca un instante.

—Quizás —dijo Jacques, al fin—. Puedo preguntar por ahí.

—Hazlo —le dije—. Indihar dice que estaría dispuesta a dar a la niña también. Si van juntos y el precio es sustancioso.

—¿Cuándo necesitas saberlo? —dijo Mahmoud.

—Lo antes posible. Ahora tengo que marcharme. Saied, ¿te importa dar un paseo conmigo?

Medio Hajj miró primero a Mahmoud, luego a Jacques, pero ninguno de los dos puso ninguna objeción.

—Supongo que no.

Saqué veinte kiams de mi bolsillo y los dejé sobre la mesa.

—Las bebidas las pago yo —dije.

Mahmoud me miró con diplomacia.

—Hemos sido un poco duros contigo últimamente.

—No me había dado cuenta.

—Bueno, nos alegramos de que las cosas se hayan arreglado entre nosotros. No hay razón para que no vuelvan a ser como antes.

—Claro —dije—, muy bien.

Le di un empujoncito en el hombro a Saied y salimos hacia la luz del sol. Le detuve antes de que entrase en el coche.

—Necesito que me digas cómo llegar a Gay Che.

De repente palideció.

—¿Por qué demonios quieres ir allí?

—He oído hablar de él, eso es todo.

—Bueno, yo no quiero ir. Ni siquiera estoy seguro de que te pueda guiar.

—Claro que sí, colega —dije con voz lúgubre y amenazadora—. Tú lo sabes todo.

A Saied no le gustó ser presionado. Se levantó enseguida, intentando ganar un poco de ventaja.

—¿Crees que puedes obligarme a ir contigo?

Me limité a mirarlo, sin ninguna expresión en el rostro. Luego, muy despacio, me llevé la mano derecha hasta los labios. Abrí la boca y me mordí brutalmente. Me arranqué un pequeño pedazo de carne del interior de mi puño y se la escupí a Medio Hajj. La sangre me resbalaba por la comisura de los labios.

—Mira, cabrón —gruñí rudamente—, eso es lo que me hago a mí mismo. ¿Quieres ver lo que te hago a ti?

Saied se encogió de hombros y se apartó de mi lado.

—Estás loco, Marîd. Te has vuelto jodidamente loco.

—Al coche.

Saied dudaba.

—Llevas a Rex, ¿no? No deberías llevar ese moddy. No me gusta lo que te hace.

Eché atrás la cabeza y sonreí. Sólo me comportaba del modo en que él actuaba cuando llevaba el mismo moddy. Y lo llevaba a menudo. Comprendía por qué..., empezaba a gustarme mucho.

Esperé hasta que ocupó el asiento del pasajero, luego di la vuelta y me puse al volante.

—¿Hacia dónde? —pregunté.

—Hacia el sur —dijo con voz cansina y pesimista.

Conduje un rato, dejando que se preguntara hasta dónde sabía yo.

—¿Qué clase de lugar es? —dije por fin.

—Nada del otro mundo. —Medio Hajj estaba resentido—. Una madriguera para toda esa banda de maricones, los Jaish.

—¿Sí?

Por el nombre imaginé que la clientela de Gay Che sería como ese chico que había visto en el local de Chiri hacía unas semanas, el de pantalones de vinilo con la mano encadenada a la espalda.

—El Ejército de Ciudadanos. Llevan esos uniformes grises, realizan desfiles y reparten un montón de panfletos. Creo que quieren deshacerse de los forasteros de la ciudad. Abajo con los infieles franchutes. Ya conoces toda esa mierda.

—Aja. Por lo que me dijo il—Manhous tú pasas un montón de tiempo allí.

A Saied no le gustaba nada aquella conversación.

—Mira, Marîd —empezó, pero luego se detuvo—. ¿Vas a creer todo lo que te diga Fuad?

Me eché a reír.

—¿Qué crees que me dijo?

—No lo sé.

Se alejó de mí, hacia la puerta. Casi me dio lástima. No volvió a hablar excepto para darme indicaciones.

Al llegar, busqué bajo el asiento mi pistola escondida. Tenía una pequeña pistola que me había dado hacía mucho tiempo el teniente Okking y la pistola estática que me dio Shaknahyi. Miré las armas concienzudamente.

—¿Es éste el plan? ¿Se supone que debes traerme hasta aquí para que los esbirros de Abu Adil me frían?

Medio Hajj parecía asustado.

—¿De qué va todo esto, Marîd?

—Dime por qué demonios le dijiste a Fuad que me enseñara ese cargador del calibre cuarenta y cinco.

Se desplomó abatido en el asiento.

—Acudí al caíd Reda porque estaba confuso, Marîd, eso es todo. Puede que sea demasiado tarde, pero lo siento de veras. No me gustaba vagar por ahí mientras tú te convertías en el gran héroe, en el favorito de Friedlander Bey. Me sentí excluido.

Torcí el labio.

—¿Quieres decir que me tendiste un plan para matarme porque tenías celos?

—Nunca he dicho nada de eso.

Saqué un cargador vacío de mi bolsillo y se lo puse ante sus ojos.

—Hace una hora, Jawarski ha vaciado uno de éstos contra mí, a plena luz del día en la calle Cuatro.

Saied se frotó los ojos y murmuró algo.

—No creí que eso sucediera —dijo en voz baja.

—¿Qué creías que sucedería?

—Creí que Abu Adil me trataría tal como Papa te trata a ti.

Lo miré sorprendido.

—Te vendiste a Abu Adil, ¿no es cierto? Sé que le hablaste de mi madre. Eres una de sus herramientas, ¿no es así?

—Te he dicho que estaba dolido —dijo con voz angustiada—. Te resarciré.

—Por Dios que lo harás. —Le di una pistola—. Toma esto. Vamos a entrar y a coger a Jawarski.

Medio Hajj cogió el arma con renuencia.

—Me gustaría tener a Rex —dijo tristemente.

—No, no confío en ti cuando llevas a Rex. Lo llevaré yo. —Bajé del coche y esperé a Saied—. Guarda esa pistola. Mantenía fuera de la vista a no ser que sea necesaria. ¿Hay alguna contraseña o algo así?

—No, recuerda simplemente que nadie es amigo de los extranjeros.

—Aja. Vamos.

Me encaminé hacia el bar. Estaba lleno y había mucho alboroto; todo lo que vi eran hombres, la mayoría vestidos con lo que me pareció que era el uniforme gris del ala conservadora del Ejército de Ciudadanos. No estaba tenebrosamente iluminado y tampoco sonaba música, Gay Che no era ese tipo de bar. Era un punto de encuentro para el tipo de hombres a quienes les gustaba vestir como valientes soldados y desfilar por las calles, pero sin exponerse a los disparos. Esos payasos me recordaban a las SS de Hitler, cuyos principales atributos fueron la perversión y una brutalidad sin sentido.

Saied y yo nos abrimos paso entre la muchedumbre de hombres hacia la barra.

—¿Sí? —dijo el camarero con hostilidad.

Tuve que gritar para que me oyera.

—Dos cervezas —dije.

No parecía el lugar indicado para pedir bebidas complicadas.

—De acuerdo.

—Estamos buscando a un tipo.

El camarero nos miró por encima del grifo.

—Aquí no lo encontraréis.

—¿Ah, no? —Nos puso las bebidas delante y pagué—. Un americano, puede que se esté recuperando...

El camarero agarró el billete de diez kiams que le entregué. No me devolvió cambio.

—Mira, tío, no respondo a preguntas, sirvo cervezas. Y si hubiera entrado algún americano, probablemente estos tipos lo habrían hecho pedazos.

Di un trago de la fría cerveza y eché un vistazo a la sala. Quizá Jawarski no estuviera en aquel bar. Quizá se escondiera en el piso superior del edificio, o en los aledaños.

—Vale —dije, dirigiéndome al camarero—, no ha estado aquí, pero ¿has visto a algún americano por el barrio últimamente?

—¿No me has oído? No respondo a preguntas.

Era el momento de sacar el persuasor oculto. Extraje un billete 249 de cien kiams y se lo pasé por las narices al camarero. No hizo falta decir más.

Me miró a los ojos. Era claro que le carcomía la indecisión. Al fin dijo:

—Dame el dinero.

Le miré con una sonrisa tensa.

—Míralo un poco más. Quizá te refresque la memoria.

—Bueno, para de exhibirlo, tío. ¿Quieres que acabemos los dos hechos trizas?

Puse la mano sobre la barra y lo tapé con la mano. Esperé. El camarero se alejó un momento. Cuando regresó me dio un pedazo de cartón.

Lo cogí, tenía escrita una dirección. Le enseñé el cartón a Saied.

—¿Sabes dónde está? —le pregunté.

—Sí —dijo con voz sombría—, está a dos manzanas de la casa de Abu Adil.

—Parece correcto. —Le di los cien kiams al camarero, que los hizo desaparecer. Saqué la pistola estática para que la viera—. Si me has tomado el pelo, regresaré y usaré esto contigo. ¿Lo entiendes?

—Está en esa dirección —dijo el camarero—. Lárgate de aquí y no vuelvas.

Guardé la pistola y me abrí paso a empujones hacia la puerta. Cuando estábamos en la acera, miré a Medio Hajj.

—¿Lo ves? No ha sido tan malo.

Me miró con desesperación.

—Quieres que te acompañe a buscar a Jawarski, ¿no?

Me encogí de hombros.

—No, ya he pagado a alguien para que lo haga. No quiero acercarme a Jawarski si lo puedo evitar.

Saied estaba furioso.

—¿Quieres decir que me has hecho pasar toda esa angustia y me has arrastrado hasta este lugar para nada?

Abrí la puerta del coche.

—Hey, no ha sido para nada —dije sonriendo—. Seguro que Alá piensa que fue bueno para nuestra alma.

16

Me dirigía hacia el norte en el sedán westfaliano, lejos de Hâmidiyya. Tenía conectado el daddy de inglés y hablaba por teléfono con Morgan.

—Lo he encontrado —dije.

—Fantástico, tío. —El americano parecía contrariado—. ¿Significa eso que no cobraré el resto del dinero?

—Te diré lo que haremos. Te daré los otros quinientos si haces de niñera de Jawarski unas horas. ¿Tienes pistola?

—Sí. ¿Quieres que la use?

La idea era muy tentadora.

—No. Sólo quiero que no le quites ojo. —Le leí la dirección del trozo de cartón—. No le dejes salir. Mantenlo allí hasta que yo llegue.

—Claro, tío —dijo Morgan—, pero no tardes todo el día. No me hace gracia la idea de estar todo el día pendiente de un tipo que se ha cargado a veintitantas personas.

—Confío en ti. Te llamaré más tarde.

Colgué el teléfono.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Saied.

No quería decírselo porque a pesar de su sincera confesión y sus disculpas, aún no confiaba en él.

—Te voy a llevar otra vez al bar de Courane. ¿O prefieres que te deje en alguna parte del Budayén?

—¿No puedo ir contigo?

Me reí con frialdad.

—Tengo que visitar a tu rey de la mafia favorito, Abu Adil. ¿Todavía estáis en buenas relaciones?

—No lo sé —dijo Medio Hajj nervioso—. Pero quizá deba regresar a Courane. Tengo que decirles algo a Jacques y a Mahmoud.

—Apuesto a que sí.

—Además, no tengo por qué volver a ver al bastardo de Umar otra vez.

Saied pronunciaba el nombre «Himmar», cambiando un poco la vocal y aspirándola. Era un juego de palabras árabe. La palabra Himmar significa «asno», y los árabes consideran al asno uno de los animales más inmundos de la creación. Era una manera inteligente de insultar a Umar y, con Rex enchufado, Medio Hajj era capaz de habérselo soltado a la cara de Abdul—Qawy. Ésa podía ser una de las razones por las que ya no era popular en Hámidiyya.

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