Permaneció en silencio unos instantes.
—Marîd —dijo por fin—. Lo que te he dicho es la verdad. Cometí un error, cambiándome de chaqueta de ese modo. Pero nunca firmé ningún contrato con Friedlander Bey, no creí hacer daño a nadie.
—Casi me matan dos veces, colega. Primero el fuego, después Jawarski.
Dejé el coche en la curva, fuera de Courane. Saied estaba patético.
—¿Qué quieres que te diga? —suplicó.
—No tienes que decir nada. Te veré más tarde.
Asintió y salió del coche. Le observé entrar en el bar de Courane, luego me desconecté el moddy de tipo duro. Me dirigí en dirección nordeste hacia la casa de Papa. Antes de enfrentarme con Abu Adil debía ocuparme de dos o tres cosas.
Encontré a Kmuzu en nuestras habitaciones provisionales, trabajando en mi ordenador Chhindwara. Levantó la vista al oírme entrar en la habitación.
—¡Ah, yaa Sidi! —dijo, más satisfecho que nunca—. Tengo buenas noticias. Organizar una distribución benéfica de alimentos costará menos de lo que me esperaba. Supongo que me disculparás por examinar tu situación financiera, pero he descubierto que tienes dos veces más de lo que necesitamos.
—¿Qué insinúas, Kmuzu? Sólo voy a abrir un lugar de comidas de beneficencia, no dos. ¿Ya has hecho un presupuesto?
—Con el dinero que ganas en una noche en el local de Chiriga podemos mantener el centro de comidas toda una semana.
—Fantástico, me alegro de oírlo. Me preguntaba por qué te hace tanta ilusión este proyecto. ¿Por qué significa tanto para ti?
La expresión de Kmuzu se tornó obstinadamente neutra.
—Simplemente me siento responsable de tu educación moral cristiana.
—No me lo trago.
Desvió la mirada.
—Es una larga historia, yaa Sidi. No deseo contártela ahora.
—Muy bien, Kmuzu. Tal vez en otra ocasión.
—Tengo información sobre el incendio. Te dije que encontré una prueba de que fue provocado. Esa noche, en el pasillo, entre tus habitaciones y las del amo de la casa, descubrí trapos empapados de algún líquido inflamable.
Abrió el cajón del escritorio y sacó restos de tela chamuscada. Se habían quemado en el incendio pero no se destruyeron del todo. Aún se distinguían los dibujos decorativos de estrellas de ocho puntas en rosa pálido y marrón.
Kmuzu sacó otro trozo de tela.
—Hoy he encontrado esto. Obviamente es la misma tela de la que han sacado los trapos.
Examiné la tela más larga, parte de una túnica vieja o una sábana. No cabía la menor duda de que pertenecían al mismo tejido.
—¿Dónde la has encontrado?
Kmuzu volvió a guardar los trapos en el cajón del escritorio.
—En la habitación del joven Saad ben Salah.
—¿Y qué hacías husmeando por allí? —le pregunté con cierta sorpresa.
Kmuzu se encogió de hombros.
—Buscaba pruebas, yaa Sidi. Y creo que he hallado las suficientes corno para estar seguros de la identidad del incendiario.
—¿El niño? ¿No la propia Umm Saad?
—Estoy convencido de que ordenó a su hijo que provocase el incendio.
La creía muy capaz de hacerlo, pero eso no encajaba.
—¿Por qué querría hacer eso? Lo único que desea es que Friedlander Bey admita que Saad es su nieto. Quiere que su hijo sea el heredero de las propiedades de Papa. Matar al viejo ahora la dejaría a la intemperie.
—¿Quién sabe cuál fue su razonamiento, yaa Sidi? Tal vez desistió de su plan y buscaba vengarse.
Jo, en ese caso, sabe Dios lo que haría a continuación...
—Ya la estás vigilando ¿no es cierto?
—Sí, yaa Sidi.
—Bueno, estate muy alerta. —Ya me iba, cuando le pregunté—: Kmuzu, ¿significan algo para ti las letras A.L.M.?
Lo pensó un momento.
—Sólo la Asociación para la Liberación del Magreb.
—Quizá —dije, dubitativo—. ¿Y el archivo Fénix?
—Oh sí, yaa Sidi, oí hablar de él cuando trabajaba en casa del caíd Reda.
Había llegado a tantos callejones sin salida que casi había perdido la esperanza. Empezaba a creer que el archivo Fénix era algo que Jirji Shaknahyi se había inventado y el significado de las palabras había muerto con él.
—¿Por qué Abu Adil habló de esto contigo?
Kmuzu sacudió la cabeza.
—Abu Adil nunca discutía nada conmigo, yaa Sidi. Yo era sólo un guardaespaldas. A los guardaespaldas se les ignora o se les olvida, son como el mobiliario de una habitación. Muchas veces oí al caíd Reda y a Umar hablar de personas a quienes ellos deseaban incorporar al archivo Fénix.
—¿Y qué cojones es eso? —exigí saber.
—Una lista —dijo Kmuzu—. Una compilación de los nombres de todos los que trabajan para el caíd Reda o para Friedlander Bey, ya sea directa o indirectamente. Y de personas que les debían un gran favor.
—Como una nómina —dije asombrado—. Pero ¿por qué es tan importante un archivo? Estoy seguro de que la policía puede reunirlo cuando lo desee. ¿Por qué se arriesgaría Jirji Shaknahyi a investigarlo?
—Cada persona de la lista tiene una entrada codificada que describe su estado físico, el perfil de sus tejidos y el historial de sus órganos trasplantados y otras modificaciones.
—Así que tanto Abu Adil como Papa se preocupan por la salud de su gente. Fantástico. No creía que se molestaran por estos detalles.
Kmuzu frunció el ceño.
—No lo entiendes, yaa Sidi. El archivo no es una lista de personas que podrían necesitar un trasplante. Es una lista de posibles donantes.
—¿Posibles donantes? Pero no están muertos, aún están ... —Mis ojos se abrieron y me quedé mirándole fijamente.
La expresión de Kmuzu me indicó que mi horrible suposición era cierta.
—Todos los de la lista están clasificados, desde el subordinado más inferior hasta Umar y tú mismo. Si una persona de la lista es herida o se pone enferma y necesita un trasplante de órgano, Abu Adil o Friedlander Bey eligen a quién, de rango inferior, sacrificar. No siempre es así, pero cuanto más alto estés en la lista, más probabilidades tienes de que elijan un donante apropiado.
—¡Que sus casas sean destruidas! ¡Los hijos de ladrones! —dije en voz baja.
Eso explicaba las anotaciones de la libreta de Shaknahyi... Los nombres de la izquierda eran personas que habían muerto prematuramente para ceder órganos de recambio a las personas de la derecha. Blanca debía de estar muy abajo en la lista, era sólo otra puta superflua.
—Quizá todos los que tú conoces estén en el archivo Fénix —dijo Kmuzu—. Tú mismo, tus amigos, tu madre. Mi nombre también está.
Sentí crecer la furia en mi interior.
—¿Dónde se guarda, Kmuzu? Voy a hacerle tragar ese archivo a Abu Adil.
Kmuzu levantó una mano.
—Recuerda, yaa Sidi, que el caíd Reda no está solo en esta terrible empresa. Coopera con nuestro amo. Comparten la información y comparten las vidas de sus asociados. Un corazón de uno de los subordinados inferiores del caíd Reda puede ser colocado en el pecho del lugarteniente de Friedlander Bey. Los dos hombres son grandes adversarios, pero en esto son cordiales camaradas.
—¿Cuánto tiempo hace que funciona?
—Muchos años. Los dos caíds se aseguraron de que nunca morirían por falta de órganos adecuados.
Di un puñetazo sobre el escritorio.
—Así es como han vivido hasta una edad tan decrépita. ¡Son unos jodidos fósiles!
—Y están locos, yaa Sidi.
—¿No vas a decirme dónde encontrarlo? ¿Dónde está el archivo Fénix?
Kmuzu negó con la cabeza.
—No lo sé. El caíd Reda lo guarda oculto.
«Bien —pensé—, de cualquier modo planeaba dar un paseo por el vecindario esta mañana.» —Gracias, Kmuzu. Me has ayudado mucho.
—Yaa Sidi, no vas a enfrentarte con el caíd Reda por esto, ¿verdad?
Parecía muy preocupado.
—No, claro que no. Sé que es responsabilidad de ambos viejos. Sigue trabajando en nuestras comidas de beneficencia. Creo que ya es hora de que la casa de Friedlander Bey empiece a devolver algo a los pobres.
—Eso es bueno.
Dejé a Kmuzu trabajando en el ordenador. Fui hacia el coche, y revisé mis planes del día a la luz de la bomba que acababa de explotarme en los pies. Me dirigí al Budayén, aparqué el coche y enfile la Calle hacia el local de Chiri.
Sonó el teléfono.
—Marhaba —dije.
—Soy yo, Morgan. —Me alegré de llevar todavía el daddy de inglés—. Jawarski está aquí. Escondido en un mugriento apartamento de un suburbio. Estoy en la caja de la escalera, vigilando la puerta. ¿Quieres que lo coja?
—No, simplemente asegúrate de que no escapa. Quiero saber que estará allí cuando yo vaya más tarde. Pero, si trata de ir a alguna parte, detenlo. Usa tu arma y vuelve a llevarlo al apartamento. Haz lo que tengas que hacer, pero mantenlo oculto.
—De acuerdo, tío. No tardes mucho. No es tan divertido como pensaba.
Volví a colgar el teléfono de mi cinturón y entré en el club. Para ser última hora de la tarde, el local de Chiri estaba lleno. En el escenario bailaba una chica negra nueva, llamada Mouna. De repente recordé que la última gallina, la favorita, de la larga historia de Fuad también se llamaba Mouna. Eso significaba que probablemente Fuad adoraría a la chica y que, sin duda, nos traería problemas. Debía mantener los ojos muy abiertos.
Las otras chicas estaban sentadas con los clientes y el amor florecía por todo el bar. El ambiente estaba jodidamente caldeado.
Fui a mi sitio de costumbre y esperé a que Indihar se acercara.
—¿Una Muerte Blanca? —me preguntó.
—Ahora no. ¿Has pensado en lo que hablamos?
—¿En trasladarme al pequeño chalet de Friedlander Bey? Si no fuera por los niños no lo hubiera pensado dos veces. No quiero deberle nada. No quiero ser una de las rameras de Papa.
No hace mucho yo también pensaba lo mismo y, ahora que había descubierto el significado del archivo Fénix, sabía que ella tenía aún más razones para desconfiar de Papa.
—En eso tienes razón, Indihar. Pero te prometo que eso no sucederá. Papa no hace esto por ti, soy yo quien lo hace.
—¿Hay alguna diferencia?
—Sí, una gran diferencia. ¿Qué contestas?
Suspiró.
—Vale, Marîd, pero tampoco voy a ser una de tus rameras. ¿Sabes lo que quiero decir?
—No vas a joder conmigo. Ya lo habías dejado claro.
Indihar asintió.
—Sólo quiero asegurarme de que lo entiendes. Estoy de luto por mi marido. Siempre estaré de luto.
—Lleva luto todo el tiempo que necesites. Te queda una vida por delante, cielo. Algún día encontrarás a alguien.
—Ni siquiera quiero pensar en ello.
Era el momento de cambiar de tema.
—Puedes mudarte cuando quieras, pero hazme el favor de terminar el turno —le dije—. Eso significa que tendré que buscar una encargada para llevar el local durante el día.
Indihar miró a un lado y a otro y se me acercó.
—Si estuviera en tu lugar —dijo en voz muy baja—, contrataría a alguien de fuera. No confío en ninguna de las chicas para llevar el local. Te robarían a espuertas, sobre todo Brandi. Y Pualani no es lo bastante inteligente como para poner la servilleta primero y después la bebida.
—¿Qué crees que debo hacer?
Se mordió el labio un instante.
—Yo de ti contrataría a Dalia, del club de Frenchy Benoit. Eso es lo que haría. O a Heidi, del Silver Palm.
—Quizá. Llámame si necesitas algo.
Otra preocupación más. Pero en ese momento todos mis pensamientos se centraban en el ruinoso barrio del lado oeste de la ciudad. Salí a los últimos rayos del sol de la tarde. Había empezado a llover y las cálidas aceras emanaban un olor fresco y húmedo.
Pocos minutos más tarde me encontraba en la tienda de moddies de la calle Cuatro. Dos visitas a Laila en un mismo día eran como para agotar a cualquiera. La oí hablar de un módulo con un cliente. El hombre necesitaba algo para hacer armadoncia. Es una ciencia que convierte los dientes humanos en armas de alta tecnología. Laila seguía siendo Emma, Madame Bovary, dentista del futuro.
Cuando el cliente se marchó —por supuesto, Laila encontró justo lo que le pedía— intenté decirle lo que deseaba sin enfrascarme en una conversación.
—¿Tienes moddies de Infierno Sintético? —le pregunté.
Acababa de abrir la boca para saludarme con alguna emoción flaubertiana de segunda mano, pero se quedó atónita.
—Tú no deseas eso, Marîd —dijo con su voz lastimosa.
—No es para mí. Es para un amigo.
—Ninguno de tus amigos lo haría.
Me contuve antes de agarrarla por el pescuezo.
—Entonces, no es para un amigo. Es para un maldito enemigo.
Laila sonrió.
—Quieres algo realmente malo, ¿verdad?
—Lo peor.
Se escabulló detrás del mostrador y fue hacia una puerta de la trastienda, cerrada con llave.
—No expongo este tipo de mercancías —me explicó mientras buscaba las llaves en el bolsillo, que estaban en un cordel alrededor de su cuello—. No vendo moddies de Infierno Sintético a niños.
—Tienes las llaves colgadas del cuello.
—Oh, gracias, querido. —Abrió la puerta y me miró—. Vuelvo en seguida.
Tardó uno o dos minutos y regresó con una pequeña caja de cartón marrón.
Contenía tres moddies, todos de plástico gris, sin adornos, ni etiquetas del fabricante. Esos módulos ilegales eran peligrosos. Los moddies de fabricación legal estaban minuciosamente grabados y programados, y habían borrado cualquier señal perturbadora. Ponerse un moddy ilegal era jugársela. A veces los moddies ilegales eran una «chapuza» y cuando te los desconectabas, descubrías que te habían causado una lesión importante en el cerebro.
Laila había pegado etiquetas escritas a mano en los moddies de la caja.
—¿Qué tal un granuloma infeccioso? —me preguntó.
Lo pensé un momento, pero decidí que era demasiado parecido al que Abu Adil llevaba la primera vez que lo vi.
—No.
—Vale —dijo Laila, apartando los moddies con su largo y deformado índice—. ¿Coleocistitis?
—¿Qué es eso?
—No tengo ni idea.
—¿De qué es ese tercero?
Laila lo levantó y leyó la etiqueta.
—Síndrome D.
Me estremecí. Había oído hablar de él. Un terrible tipo de degeneración nerviosa, una enfermedad provocada por unos virus lentos. El paciente empieza sufriendo lagunas tanto en la memoria a corto plazo como en la a largo plazo. Los virus continúan comiéndose el sistema nervioso hasta que el paciente se viene abajo, se queda estúpidamente con la mirada fija, consumido por una terrible agonía. Por último, en las últimas fases, muere cuando su cuerpo se olvida de cómo respirar o su corazón de seguir latiendo.