No quería sentarme en un escalón, porque las pasaría moradas para volverme a levantar. Me apoyé contra la pared encalada de una pequeña casa en ruinas. Por encima de mí oía los gritos estrepitosos de los chotacabras, que se lanzaban en picado sobre los tejados para cazar insectos. Miré enfrente de la calle a otro edificio de pisos y vi helechos salvajes y saludables que crecían desde las superficies horizontales hacia arriba y abajo de la pared, semillas que habían encontrado condiciones favorables en el lugar más insospechado. De las ventanas abiertas salía olor a comida: repollo hervido, carne asada, pan en el horno.
Estaba rodeado de vida, y sin embargo no podía olvidar que había derramado la sangre de un asesino. Aún sostenía la pistola automática. No sabía qué iba a hacer con ella. Mi mente no pensaba con claridad.
Al cabo de un rato, vi como el sedán se detenía ante mí. Saied salió y me ayudó a entrar. Me senté y él cerró la puerta.
—¿Adonde vamos? —me preguntó.
—Al maldito hospital.
—Buena idea.
Cerré los ojos y sentí el monótono sonido del coche por las calles. Me adormilé. Saied me despertó al llegar. Dejé la pistola estática y el 45 bajo el asiento y salimos del coche.
—Escucha —dije—. Sólo voy a entrar en la sala de urgencias y me recompondrán. Después de eso, tengo que ver a unas cuantas personas. Ya puedes irte.
Medio Hajj entornó los ojos.
—¿Qué pasa? ¿Aún no confías en mí?
Negué con la cabeza.
—No es eso, Saied. Ya lo he olvidado todo. Es que a veces trabajo mejor sin público, ¿vale?
—Claro. Una clavícula rota no es bastante para ti. No pararás hasta que tengamos que enterrarte en cinco contenedores distintos.
—Saied.
Levantó ambas manos.
—Muy bien, muy bien. Si quieres volver a irrumpir en casa del caíd Reda y de Himmar, es tu problema.
—No voy a volver a enfrentarme con ellos. Quiero decir que por ahora no.
—Ah, bien, cuando lo hagas dímelo.
—Puedes apostar —dije. Le di veinte kiams—. Coge un taxi desde aquí.
—Aja. Llámame más tarde —me dijo, devolviéndome las llaves del coche.
Asentí y subí la rampa de la entrada a la sala de urgencias. Saied me había llevado al mismo hospital que las dos veces anteriores. Empezaba a sentirme como en casa.
Rellené los malditos formularios y esperé media hora hasta que uno de los residentes pudo visitarme. Me roció algo sobre la piel del hombro con un difusor y luego manipuló los huesos rotos.
—Seguramente le dolerá —dijo.
No sabía que tenía un software conectado que se ocuparía de eso. Sin duda era la única persona en el mundo que tenía ese potenciador, pero no era ninguna celebridad. Hice las muecas y los aspavientos de rigor, aunque en general me comporté como un valiente. Me inmovilizó el brazo izquierdo con una venda muy tensa.
—Lo está llevando muy bien.
—He recibido entrenamiento esotérico —dije—. El control del dolor está en la mente.
Eso tenía bastante de cierto, estaba conectado a la mente al final de un largo alambre de plata con envoltorio de plástico.
Cuando el doctor terminó con la clavícula, me curó los cortes y las contusiones. Luego escribió algo en una receta.
—En cualquier caso, le daré esto para el dolor. Quizá los necesite, si no, mejor para usted.
Arrancó la hoja y me la dio.
Me quedé mirándolo. Me había recetado veinte Nofeqs, analgésicos tan flojos que en el Budayén cambias diez de ellos por una soneína.
—Gracias —dije bruscamente.
—No tiene sentido ser un héroe y sufrir, cuando la ciencia médica puede ayudar. —Me dio un vistazo general y decidió que había terminado conmigo—. Se pondrá bien en unas seis semanas, señor Audran. Le aconsejo que lo vea un médico dentro de unos días.
—Gracias —repetí.
Me dio unos papeles, yo los llevé a una ventanilla y pagué en metálico. Luego salí al vestíbulo principal del hospital y subí en ascensor hasta el vigésimo piso. La enfermera de turno era otra, pero Zain, el guardia de seguridad, me reconoció. Crucé el pasillo hasta la suite uno.
Junto a la cama de Papa estaban un doctor y una enfermera. Al entrar se volvieron para mirarme, con caras sombrías.
—¿Algo va mal? —pregunté asustado.
El doctor se rascó la barba gris con una mano.
—Su estado es crítico.
—¿Qué demonios ha pasado?
—Se había estado quejando de debilidad, dolores de cabeza y de vientre. Durante mucho tiempo no hemos podido explicarlo.
—Sí, ya se encontraba mal en casa, antes del incendio. Estaba demasiado enfermo como para escapar por su propio pie.
—Le hemos hecho pruebas más precisas —dijo el doctor— y por fin algo ha dado positivo. Ha estado ingiriendo una neurotoxina bastante sofisticada, presumiblemente desde hace varias semanas.
Sentí un escalofrío. Alguien había estado envenenando a Friedlander Bey, sin duda alguien de la casa. Ya tenía bastantes enemigos y mi reciente experiencia con Medio Hajj demostraba que no podía descartar a nadie como sospechoso. De repente, mis ojos repararon en algo que descansaba en la mesita de noche de Papa. Era una lata de metal redonda, y al lado estaba la tapadera. En la lata había una capa de dátiles rellenos de nueces y recubiertos de azúcar.
—Umm Saad —murmuré. Le había estado dando esos dátiles desde que se trasladó a vivir a su casa. Fui hacia la mesita—. Si analiza esto —le dije al doctor—, apuesto a que encontrará la causa.
—Pero quién...
—No se preocupe por quién. Haga que se recupere.
Eso había sucedido porque estaba tan obcecado en mi propia vendetta con Jawarski que no había prestado la atención necesaria a Umm Saad. Al dirigirme a la puerta pensé: ¿no fue la mujer de César Augusto quien lo envenenaba con higos de su propio árbol, para deshacerse de él y que su hijo fuera emperador? Me excusé ante mí mismo por no haber reparado en la semejanza. Tantas malditas historias no pueden evitar repetirse.
Bajé, y saqué mi coche del aparcamiento, luego conduje hasta la comisaría. Recuperé el control de mí mismo cuando el ascensor me llevó hasta el tercer piso. Me dirigí a la oficina de Hajjar, el sargento Catavina intentó detenerme, pero me limité a empujarlo contra una pared de mamparas y continué caminando. Abrí violentamente la puerta de Hajjar.
—Hajjar—dije.
Toda la rabia y la aversión que sentía hacia él estaban contenidas en esas dos sílabas.
Levantó la vista de los papeles, con expresión de temor cuando vio mi rostro.
—Audran, ¿qué ocurre?
Le lancé el 45 en su escritorio ante sus narices.
—¿Recuerdas aquel tipo que mató a Jirji? Lo encontrarán en el suelo de cierta ratonera. Alguien le disparó con su propia pistola.
Hajjar contemplaba incómodo la automática.
—Alguien le disparó, ¿eh? ¿Tienes idea de quién?
—Por desgracia no. —Le dediqué una malévola sonrisa—. No tengo microscopio, pero me parece que quien lo hiciera borró sus huellas del arma. Quizá nunca resolvamos este asesinato.
Hajjar se reclinó en su silla giratoria.
—Probablemente no. Bueno, al menos los ciudadanos se alegrarán de oír que Jawarski ha sido neutralizado. Buen trabajo de policía, Audran.
—Sí, claro. —Me di la vuelta para marcharme y cuando llegué a la puerta le miré y le dije—: Uno menos, ¿sabes a lo que me refiero? Ya sólo quedan dos.
—¿De qué demonios estás hablando?
—De que Umm Saad y Abu Adil son los siguientes. Y una cosa más: sé quién eres y lo que haces. Vigila tu culo. El tipo que disparó a Jawarski anda suelto y podría tenerte en su punto de mira.
Tuve el placer de ver desvanecerse la sonrisa superior de Hajjar. Cuando salí de su oficina, murmuraba para sí y se disponía a descolgar el teléfono.
Catavina esperaba en el pasillo cerca del ascensor.
—¿Qué le has dicho? —preguntó preocupado—. ¿Qué le has dicho?
—No te preocupes, sargento, tu siesta vespertina está a salvo, al menos por un tiempo. Pero no te sorprendas si de repente hay una llamada al orden en el departamento. Deberías empezar a actuar como un verdadero policía. —Apreté el botón del ascensor—. Y perder algo de peso mientras puedas.
Mi humor mejoró mientras bajaba a la planta. Cuando salí a los últimos rayos del sol de la tarde, casi me sentí normal.
Casi. Aún era prisionero de mi propia culpa. Planeaba ir a casa y descubrir más detalles sobre la relación de Kmuzu con Abu Adil, pero me encontré a mí mismo caminando en dirección contraria. Cuando oí la llamada a la oración de la tarde, dejé el coche en el zoco de la calle el—Khemis. Allí había una pequeña mezquita, me detuve en el patio para quitarme los zapatos y hacer la ablución. Luego entré en la mezquita y oré. Era la primera vez que lo hacía en muchos años.
Unirme a la oración con los demás que acudían a esa mezquita de barrio no me libró de mis dudas y mis remordimientos. Tampoco esperaba que lo hiciera. Sin embargo, sentí una entrañable sensación de pertenencia que había desaparecido de mi vida en la niñez. Por primera vez desde que llegué a la ciudad, podía acercarme a Alá con toda humildad, y con sincero arrepentimiento mis plegarias serían aceptadas.
Después del servicio de oración, hablé con un patriarca de la mezquita. Hablamos un buen rato y me dijo que había hecho bien en acudir a rezar. Le agradecía que no me sermonease, que me hiciera sentir cómodo y bien acogido.
—Una cosa más, oh respetable.
—¿Sí?
—Hoy he matado a un hombre.
No pareció terriblemente impresionado. Se acarició su larga barba unos segundos.
—Dime por qué lo hiciste —dijo por fin.
Le conté todo lo que sabía de Jawarski, su historial de crímenes violentos antes de llegar a la ciudad, el asesinato de Shaknahyi.
—Era un hombre malvado —dije—, pero a pesar de ello, me siento como un criminal.
El patriarca me puso la mano en el hombro.
—En la azora de «la vaca» está escrito que la venganza es lo prescrito en caso de asesinato. Lo que hiciste no es un crimen a los ojos de Alá, toda alabanza sea con él.
Miré al viejo a los ojos. No intentaba simplemente que me sintiera mejor. No lo decía para aligerar mi conciencia. Recitaba la ley tal como el Mensajero de Dios la había revelado. Conocía el pasaje del Corán al que había aludido, pero necesitaba oírlo de boca de alguien cuya autoridad respetase. Me sentí totalmente absuelto. Casi me echo a llorar de gratitud.
Salí de la mezquita con una extraña mezcla de humores: me inundaba la rabia por desquitarme de Abu Adil y Umm Saad, pero al mismo tiempo sentía un bienestar y una alegría indescriptibles. Decidí hacer otra escala antes de ir a casa.
Chiri se encargaba del turno de noche cuando entré en el club. Me senté en el taburete de siempre en el ángulo de la barra.
—¿Una Muerte Blanca? —me preguntó.
—No —le dije—. No me quedaré mucho. Chiri, ¿tienes algo de soneína?
—Creo que no. ¿Cómo te heriste el brazo?
—¿Algún paxium? ¿O beauties?
Descansó la barbilla en la mano.
—Cielo, pensé que pasabas de drogas. Pensé que de ahora en adelante ibas a estar limpio.
—Mierda, Chiri, no me hagas pasar un mal rato.
Se agachó por debajo del mostrador y se levantó con su pequeña caja de píldoras negra.
—Coge lo que quieras, Marîd. Espero que sepas lo que haces.
—Claro que sí —dije.
Y me serví media docena de cápsulas y tabletas. Me las tragué con un poco de agua, ni siquiera me fijé en lo que eran.
Pasé una semana sin hacer nada que requiriera esfuerzo, pero mi mente estaba acelerada como un galgo frenético. Planeaba vengarme de Abu Adil y Umar de cien maneras distintas: les escaldaría la piel en cubas de hirvientes fluidos venenosos, les inocularía repugnantes plagas de organismos que harían que su moddy de Infierno Sintético pareciera un placentero verano, contrataría equipos de ninjas sádicos para que se colasen en la gran casa y los asesinaran lentamente a base de sutiles heridas de cuchillo. Mientras tanto, mi cuerpo empezaba a recuperar su fuerza, aunque ni siquiera todos los aumentos superluminales de cerebro del mundo podían acelerar una soldadura de huesos rotos.
La recuperación era más lenta de lo que podía soportar, pero tenía una enfermera maravillosa. Yasmin se había compadecido de mí. Saied se había encargado de propagar la noticia de mi heroicidad. Ahora todo el mundo en el Budayén sabía cómo me había enfrentado a Jawarski con una sola mano. También oí que éste se avergonzó tanto ante mi ejemplo moral que abrazó el Islam en el acto y, mientras rezábamos juntos, Abu Adil y Umar intentaron entrar furtivamente y matarme, pero Jawarski se interpuso entre nosotros y salvó la vida de su nuevo hermano musulmán.
En otra versión, Umar y Abu Adil me capturaban y volvían a llevarme a su castillo del mal, donde me torturaban, copiaban mi mente y me obligaban a firmar cheques en blanco y contratos fraudulentos de reparaciones caseras, hasta que Saied Medio Hajj llegaba en mi rescate. Qué demonios. Embellecer un poco los hechos no nos perjudicaría ni a él ni a mí.
En cualquier caso, Yasmin estaba tan atenta y solícita que creo que Kmuzu sentía celos. No veía por qué. Algunas de las atenciones que recibía de Yasmin no figuraban, ni mucho menos, entre los quehaceres propios de Kmuzu. Me desperté una mañana con ella sentada a horcajadas sobre mí, acariciándome el pecho. Yasmin no llevaba encima prenda alguna.
—Vaya —dije adormilado—, en el hospital las enfermeras rara vez se quitan sus uniformes.
—Ellas tienen más práctica —dijo Yasmin—. Yo soy una principiante en esto, no estoy muy segura de lo que hago.
—Sabes muy bien lo que haces —le dije.
Su masaje se desplazaba despacio hacia el sur. Me estaba despertando deprisa.
—Ahora se supone que no puedes realizar ningún esfuerzo, déjame hacer a mí todo el trabajo.
—De acuerdo.
La miré y recordé lo mucho que la amaba. También recordé que en la cama me volvía loco. Antes de que me hiciera perder el sentido por completo dije:
—¿Y si entra Kmuzu?
—Ha ido a la iglesia. Además —dijo con malicia—, tarde o temprano los cristianos deben aprender algo sobre el sexo. Si no, ¿de dónde saldrían los nuevos cristianos?
—Los misioneros los convierten entre la gente que se dedica a sus propios asuntos.