Un fuego en el sol (35 page)

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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Un fuego en el sol
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Pasó el tiempo. El sufrimiento aumentó. Al final, ni siquiera se acordaba de temblar ni de sufrir. Sus embotados sentidos transmitían suspiros y sonidos a su mente aletargada. No podía discernir su situación ni reaccionar, pero no estaba del todo muerto. Alguien le habló, pero él no le respondió.

—¿Cómo estás?

Os lo diré, fue horrible. De repente, recuperé la consciencia. Bruscamente, cada porción del dolor que había sufrido retornó en venganza. Debí de gritar, porque él dijo:

—Está bien, ya pasó.

Lo busqué con la mirada. Era Saied.

—Hey —dije.

Fue todo lo que pude articular.

—Está bien —volvió a decirme.

No sabía si creerle. Parecía algo preocupado.

Estaba tumbado en un callejón en medio de un solar abandonado y ruinoso. No sabía cómo había llegado hasta allí. En ese momento no me importaba.

—¿Esto es tuyo? —dijo.

Sostenía un puñado de daddies y tres moddies.

Uno de ellos era Rex, y otro era el moddy del síndrome D. Casi me echo a llorar cuando reconocí el daddy bloqueador del dolor.

—Dámelo —pedí.

Me lo conecté con manos temblorosas. Casi al instante me sentí bien, aunque sabía que tenía terribles heridas y al menos una clavícula rota. El daddy actuaba más rápido que una tonelada de soneína.

—Tienes que decirme qué estas haciendo aquí —dije.

Me senté, inundado por una sensación de salud y bienestar.

—Fui a buscarte. Quería asegurarme de que no te metías en líos. El guardia de la puerta me conoce y también Kamal, Entré en la casa y vi lo que te estaban haciendo, luego esperé hasta que te dejaron. Debieron de pensar que te habías muerto, o no les importaba si te recuperabas o no. Cogí el hardware y los seguí. Te tiraron a este apestoso callejón y me escondí en la esquina hasta que se largaron.

Le puse la mano en el hombro.

—Gracias —dije.

—Hey —dijo Medio Hajj con una sonrisa torcida—, no tienes por qué agradecérmelo. Somos hermanos musulmanes y todo eso.

No deseaba discutir con él. Recogí el tercer moddy que había encontrado.

—¿Qué es esto? —le pregunté.

—¿No lo sabes? ¿No es uno de los tuyos?

Sacudí la cabeza. Saied me cogió el moddy y se lo conectó. Al cabo de un instante cambió de expresión. Parecía atónito.

—¡Que las pelotas de mi padre se quemen en el infierno! —dijo—. Es el moddy de Abu Adil.

17

Medio Hajj insistió en acompañarme al edificio donde se escondía Paul Jawarski.

—Estás hecho un desastre —me dijo, sacudiendo la cabeza—. Si te quitas ese daddy te darás cuenta del estado en que te encuentras. Deberías ir al hospital.

—Acabo de salir del hospital.

—Bueno, no vas a aguantar. Tienes que volver allí.

—De acuerdo, iré en cuanto le arregle las cuentas a Jawarski. Mientras tanto seguiré con el daddy y es probable que necesite a Rex.

Saied me miró de reojo.

—Necesitarás mucho más que a Rex. Necesitas a media docena de tus colegas policías.

Me reí amargamente.

—No creo que aparezcan. No creo que Hajjar los mandase.

Caminábamos despacio hacia la principal avenida de Hâmidiyya.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Saied—. ¿Crees que Hajjar quiere capturar él mismo a Jawarski? ¿Ganarse un ascenso o una medalla?

Doblamos por un callejón exiguo y lleno de basura y nos encontramos en la parte trasera del edificio que andábamos buscando.

—Shaknahyi tenía la idea de que alguien lo financiaba —le dije—. Tal vez pensaba que estaba trabajando para Hajjar.

Me encogí de hombros. Sin el bloqueante del dolor habría sido angustiosamente doloroso.

—Todo el mundo que conocemos está pluriempleado. ¿Por qué Jawarski iba a ser diferente?

—Supongo que no hay ningún motivo —dijo Medio Hajj—. ¿Quieres que entre contigo?

—No, gracias, Saied. Prefiero que te quedes aquí y cubras la entrada trasera. Voy a subir y hablar con Morgan. Quiero estar solo con Jawarski. Enviaré a Morgan a vigilar la entrada principal.

Saied parecía preocupado.

—No creo que sea una medida inteligente, magrebí. Jawarski es un tipo astuto y no le importa cargarse a la gente. No estás en condiciones de luchar con él.

—No tendré que hacerlo.

Me conecté a Rex y me saqué la pistola estática del bolsillo.

—Bueno, ¿qué vas a hacer? Si Hajjar se limita a dejar a Jawarski en libertad...

—Iré por la cabeza de Hajjar —dije. Estaba resuelto a que Jawarski no escapara de la justicia—. Llamaré al capitán, al superintendente de policía y a los medios de comunicación. No pueden estar todos comprados.

—No veo por qué no —dijo Medio Hajj—. Pero probablemente tengas razón. Recuerda, estaré aquí abajo si necesitas ayuda. Esta vez Jawarski no escapará.

Le sonreí.

—Puedes apostar el culo a que no.

Entré en el edificio. Era un portal frío y oscuro que conducía a una escalera. Olía a ese olor húmedo y rancio de los edificios abandonados. Mis pies esparcieron restos de ruinas mientras subía al tercer piso.

—¿Morgan? —llamé.

Sin duda tenía un arma en la mano, y no quería sorprenderle.

—¿Eres tú, tío? Has tardado muchísimo en llegar.

Llegué al piso donde se encontraba.

—Lo siento. Me he metido en algunos problemas.

Sus ojos se abrieron al ver mis heridas.

que puedes manejar, tío.

—Estoy bien, Morgan. —Saqué quinientos kiams de mis téjanos y le pagué el resto del dinero—. Ahora, vigila la entrada de la calle. Te llamaré si necesito ayuda.

El americano rubio había empezado a bajar la escalera.

—Si la necesitas —dijo con incertidumbre—, cuando grites ya será demasiado tarde.

El daddy hacía que no sintiera ningún dolor y Rex me hacía creer que estaba preparado para cualquier desafío que me presentase Jawarski. Comprobé la carga de mi pistola estática, luego llamé a la puerta del apartamento.

—Jawarski —grité—, soy Marîd Audran. Jirji Shaknahyi era mi compañero. He venido a detenerte por su asesinato.

No se hizo esperar. Jawarski abrió la puerta riendo. Sostenía una pistola automática negra del calibre 45.

—Estúpido hijo de puta —dijo.

Se apartó para que pudiera entrar.

Me aseguré de que veía mi arma mientras le seguía, pero estaba tan seguro de sí mismo que no le importó lo más mínimo. Me senté en un sofá gastado enfrente de la puerta. Jawarski se dejó caer en un sillón cubierto por un tejido de flores manchado de sangre. Me impresionó su juventud. Me sorprendió comprobar que al menos era cinco años más joven que yo.

—¿Has oído lo que la ley islámica hace con los asesinos? —le pregunté.

Ambos nos encañonábamos mutuamente, pero Jawarski demostraba indiferencia.

—Eso no cambia nada. No me importa morir.

Jawarski tenía un curioso modo de hablar desde un lado de la boca, como si pensara que lo hacía más duro o fiero. Era obvio que tenía serios problemas psicológicos, pero no iba a vivir lo bastante para resolverlos.

—¿Quién te dijo que estaba aquí? —añadió—. Siempre liquido a los soplones. Dime quién fue y así podré cargarme al bastardo.

—No tendrás ocasión, colega. No puedes comprar a toda la ciudad.

—Aceleremos esto —dijo, intentando preocuparme—. Se supone que esta noche recogeré mi dinero y me largaré de la ciudad.

Mi pistola estática no parecía molestarle lo más mínimo.

Jawarski miraba a mi derecha. Yo desvié la vista en esa dirección, hacia la pequeña mesa de madera no lejos del sofá, cubierta con papel de periódico. Sobre ella había tres cargadores.

—¿Fue Hajjar quien te dijo que mataras a Shaknahyi? ¿O Umar, esa basura de Abu Adil?

—No soy un soplón —dijo, sonriendo torcidamente.

—Con los demás..., Blanca Mataro y el resto, no utilizaste el cuarenta y cinco. ¿Por qué?

Jawarski se encogió de hombros.

—Me dijeron que no lo hiciera. Creo que no querían que se estropeasen otros miembros. Ellos me decían a quién liquidar y yo lo hacía con la pistola estática. Siempre avisaba yo mismo a la policía, así la ambulancia llegaba antes. Supongo que no querían que se estropease la carne.

Soltó una carcajada que me heló la sangre.

Miré la mesa, pensando que quizá Jawarski no se había molestado en meter un cargador en su pistola antes de dejarme entrar. Parecía disfrutar fanfarroneando.

—¿A cuántos has matado? —le pregunté.

—¿Quieres decir en total? —Jawarski miró al techo—. Oh, veintiséis, de los que llevo la cuenta. Casi uno por cada año. Y mi cumpleaños se acerca. ¿Te gustaría ser el número veintisiete?

Sentí un escalofrío de rabia.

—Estás acabado, Jawarski —le dije con los dientes apretados.

—Vamos, llevas una pistola de mujer, dispárame si tienes huevos. —Estaba disfrutando de lo lindo, burlándose y provocándome—. Ese será el recorte del periódico: «El malo de Jawarski, personaje legendario», dirá. ¿Qué te parece?

—¿Has pensado alguna vez en la gente a la que matas? —le pregunté.

—Recuerdo a ese policía. Me di la vuelta y le disparé en el pecho. Ni siquiera se tambaleó, sino que disparó contra mí. Pero no me alcanzó y corrí hacia detrás de la casa. Cuando llegué al otro lado, saqué la cabeza por la esquina y vi que el policía al que había disparado me perseguía. Eché a correr hacia la otra casa. Cuando volví a mirar continuaba persiguiéndome. Entonces ya tenía toda la chaqueta ensangrentada, pero continuaba persiguiéndome. Dios, ese tipo era todo un hombre.

—¿Has pensado alguna vez en su familia? Shaknahyi tenía una esposa, sabes. Tenía tres niños.

Jawarski me miró y esbozó muy despacio otra sonrisa demente.

—Que se jodan.

Me levanté y avancé tres pasos. Jawarski enarcó las cejas, invitándome a acercarme más. Mientras se levantaba le arrojé la pistola estática. La cogió contra su pecho con la mano izquierda, eché mi puño hacia atrás y le golpeé en la comisura de la boca. Luego le cogí por el puño y le retorcí el brazo, dispuesto a romperle los huesos si me veía obligado. Gruñó y soltó la automática.

—Yo no soy Hajjar —grité—. No soy ese maldito Catavina. No vas a comprarme, y en este momento no tengo ningunas ganas de respetar tus derechos civiles. ¿Entiendes?

Me agaché y recogí su arma. Me había equivocado. Estaba cargada.

Jawarski se llevó una mano a los labios. Cuando la bajó, sus dedos estaban ensangrentados.

—Has visto muchos programas de holo, colega —dijo. Sonrió, aún no estaba preocupado—. Tú no eres mejor que Hajjar. No eres mejor que yo, si quieres saber la verdad. Méteme una bala si crees que puedes salir bien de ésta.

—En eso tienes razón.

—Pero crees que ya hay bastantes como Hajjar. Y Hajjar ni siquiera es un policía corrupto. No lo es. Se limita a hacer lo que le dicen, lo que todo el mundo espera que haga, lo que se supone que debe hacer. Te diré un secreto. Vas a terminar como Shaknahyi. Ayudarás a las viejas a cruzar la calle hasta que seas lo bastante viejo para retirarte y entonces algún hijo de puta te enterrará. —Se metió el meñique en la oreja y se rascó—. Y después —dijo absorto—, cuando tú te hayas ido, el hijo de puta se follará a tu mujer.

Sentí que mi rostro se endurecía de tensión, congelado en una mirada impenetrable. Levanté la pistola con serenidad, la sostuve fuerte y apunté entre los ojos de Jawarski.

—Vigila —dijo con sorna—. No es un juguete.

Cogí la pistola estática y me la guardé en el bolsillo. Hice un gesto a Jawarski para que se sentara y volví a mi asiento en el sofá.

Nos miramos unos segundos. Me costaba respirar. Jawarski parecía disfrutar.

—Apuesto a que haces lo que puedes por consolar a la viuda de Shaknahyi. ¿Te la has tirado ya?

Volví a sentir crecer la ira y la frustración. Odiaba escuchar sus mentiras, sus justificaciones del crimen y la corrupción. Lo peor de todo es que me decía que Shaknahyi había muerto estúpidamente, por ninguna buena causa. No iba a permitirle que dijera eso.

—Cállate —dije con voz angustiada.

Me vi a mi mismo con la pistola vacilante ante Jawarski.

—¿Lo ves? No puedes disparar. Lo inteligente sería dispararme. Si no, saldré limpio, porque no importa quien me encierre, me escaparé, el caíd Reda se asegurará de que me escape. En esta ciudad nunca me juzgarán.

—No, no te juzgarán —dije, con la certeza de que así sería.

Disparé una vez. La explosión fue tremenda y el eco parecía no acabarse nunca, como un trueno. Jawarski cayó hacia atrás a cámara lenta, con la mitad de la cara destruida. Había sangre por todas partes. Tiré la pistola al suelo. Nunca antes había disparado con una pistola de balas. El retroceso me lanzó contra el sofá, incapaz de recuperar el aliento.

Cuando crucé la puerta no planeaba matar a ese hombre, pero lo había hecho. Había sido una decisión consciente. Había aceptado la responsabilidad de hacer justicia, porque tenía la certeza de que de otro modo no se haría. Me miré las manos y los brazos llenos de sangre.

La puerta se abrió de un portazo. Primero llegó Morgan, luego Saied. Se detuvieron en el umbral y observaron la escena.

—Muy bien —dijo Saied despacio—. Ya has atado un cabo suelto.

—Escucha, tío —dijo Morgan—, tengo que irme. No me necesitas para nada más, ¿no?

Me quedé mirándole. Me pregunté por qué no estaban horrorizados.

—Vámonos, tío —dijo Morgan—. Alguien puede haberlo oído.

—Oh, seguro que alguien lo ha oído —dijo Saied—. Pero en este barrio nadie es lo bastante estúpido como para hacer averiguaciones.

Me desconecté el moddy de tipo duro. Ya tenía bastante de Rex por una temporada. Salimos del apartamento y bajamos la escalera. Morgan se fue en una dirección y Medio Hajj y yo en la otra.

—¿Y ahora qué? —preguntó Saied.

—Tenemos que ir al coche —dije.

No me gustaba la idea en absoluto. El sedán estaba aún en casa de Abu Adil. No me sentía con fuerzas para volver allí tan pronto, después de que el bastardo había creído matarme. Volvería. Tenía esa cuenta pendiente. Pero todavía no.

Saied debió de adivinar mis pensamientos por el tono de mi voz.

—Te diré lo que haremos —me dijo—. Quédate aquí, iré a por el coche, tú siéntate y espera. No tardaré.

—Muy bien —dije, y le di las llaves.

Le estaba infinitamente agradecido por haber venido en mi busca y por poder contar con él. No tenía motivo para no volver a confiar en él. Eso estaba bien porque, a pesar del moddy que anulaba el dolor, estaba a punto de desmayarme. Necesitaba que me viera un médico enseguida.

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