Read Un jamón calibre 45 Online
Authors: Carlos Salem
Me puse de pie con dificultad, llegué al despacho y apagué la luz.
Conseguí marcar el número de la casa de Noelia.
—¿Nicolás? —preguntó Nina con voz ansiosa.
—Sí, soy yo. ¿Seguís decidida a ayudarme?
—Desde luego, ¿por qué no vienes aquí y hablamos? Seré sincera.
—Hoy no, Nina, hoy el cielo es azulrrojoverdeazul y la muerte anda suelta...
Me preguntó si había bebido y dije que un poco, pero que eso tampoco importaba. Quedamos en vernos el domingo a las doce, en el Rastro, para seguir buscando huellas de Noelia. Volvió a insistir.
—¿Dónde estás, Nicolás? ¿Quieres que vaya a buscarte en un taxi?
—No, Nina. Esta noche no. Tengo que quedarme a hacerle compañía a un amigo.
Le solté un pequeño beso por teléfono y colgué.
Me senté en la silla frente al cadáver del detective y encendí un cigarrillo.
—Por Philip Mar López, grande a su manera en este pequeño mundo de mierda —dediqué.
Y empinando la botella, terminé de un trago su contenido.
«Igual que en la vidriera irrespetuosa
de los cambalaches, se ha mezclao la vida;
y herida por un sable sin remaches,
ves llorar la Biblia junto a un calefón.»
ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO,
Cambalache
Las ciudades en domingo por la mañana son hasta queribles. Y si la ciudad es Madrid, el domingo, de verano, y la mañana, raramente fresca para agosto, uno puede hasta llegar a enamorarse de la dama, cortejarla en sus calles vacías y creer, sin creerlo del todo, que está soltera y disponible. Pero siempre hay maridos posesivos aunque ausentes que te buscan y te encuentran en el armario previsible de la ciudad. No te matan porque el honor ya no cotiza lo que antes; les basta con recordarte sin palabras que la ciudad nunca será tuya más allá de la mentira claroscura de una noche o el romance fugaz de una mañana dominguera y desierta.
Chan chan.
Un poco de música melancólica, una voz entre el falsete y la ronquera, y ya tenía otro tango de éxito seguro.
Entré en la cafetería de la Gran Vía lamentando no haber memorizado el recorrido para volver otro día. Solo anduve alejando en cada paso el cadáver de Mar López, como si después de una noche cerca de su muerte el horror me llegase con retraso y urgencia. Ya se sabe: la luz de la mañana puede ser muchas cosas limpias y brillantes, pero espanta la fantasía con más eficacia que los detergentes de la tele una mancha de grasa rebelde.
Philip, a la luz del día, no era más que un muerto pálido y durito tras un escritorio descolorido. Evitando mirarlo, había juntado los recortes y el diario, tapé inútilmente la botella de whisky vacía y encendí con repulsión el primer cigarrillo del domingo por la mañana con el último del sábado por la noche. Cuando estaba por salir sin mirar hacia atrás, me acordé de algo y volví.
Levanté del suelo la estampa amarillenta de Río, le sacudí los cristales astillados y la coloqué junto al detective en el escritorio. No creo en los viajes astrales y esas cosas, pero si Philip tenía alguna posibilidad de realizar uno, yo sabía cuál sería el destino escogido.
Para bajar hasta la calle había desdeñado la jaula del ascensor que aún conservaría la memoria de El Muerto, y cuando salí a la mañana me di cuenta de que habría dejado el lugar sembrado de mis huellas digitales: vasos, archivadores, todo eso. Pensé en volver, pero seguí andando: estaba acostumbrado a dejar huellas y que nadie les hiciera el menor caso.
Pude desayunar en cualquier bar de la Puerta del Sol. Pero no me parecía decente llenarme de café y tostadas tan cerca de la frugalidad definitiva de Philip. Caminé sin rumbo por las calles del centro, pensando en lo agradable que sería la ciudad en permanente domingo por la mañana. La cafetería era un local enorme y casi vacío, salpicado acá y allá por una pareja trasnochada que pretendía recomponer su aspecto para que la juerga pareciera haber acabado en chocolate con churros y no en asiento trasero del coche; cuatro muchachos ruidosos esforzados por fingir que se habían divertido como nunca en vez de perder la noche espiando manoseos ajenos; dos policías nacionales discutiendo al borde del duelo sobre el Real Madrid y el
Atleti
; una vieja que iba o venía de misa, haciendo tiempo para una nueva función; una chica sola de espaldas a los ventanales, y yo, que tomé posesión de una mesa con vistas al mar quieto de la Gran Vía.
En la calle, un tipo con cara de misterio aburría una esquina con las manos en los bolsillos. Silbaba sin sonido, empeñosamente y creo que hasta con gorjeos, pero sin sonido. Quería que todo el que lo viera tomara nota de que cumplía al pie de la letra los requisitos universales del disimulo. Cuando yo atacaba la otra mitad de la tostada se le acercó un muchacho elegante con la espalda rígida de tensión y le pidió fuego, pese a que el disimulado no estaba fumando. Sacó del bolsillo un encendedor fosforescente y cambiaron unas palabras. El encendedor volvió al bolsillo envuelto en unos billetes entregados por el muchacho elegante y tenso, y la mano volvió a salir encerrando en su cárcel de dedos un paquetito que fue rápidamente sepultado en el elegante bolsillo. A un par de metros de mí, los dos policías seguían discutiendo con furia homicida si Messi era o no mejor que Maradona, y rogué que cuando empezaran a pegarse tiros con las pistolas reglamentarias yo alcanzara a esconderme bajo la mesa.
En la calle, el disimulado atendió a otros tres clientes mientras yo repetía la transfusión de café, y luego dijo que no a un cuarto, en chaplinesco gesto de mostrar los bolsillos vacíos. Los policías habían logrado un punto de acuerdo, y se turnaban gentilmente para cagarse en los muertos o defender al entrenador del Madrid y dudar del futuro de la selección nacional, que según uno de ellos solo podría ganar otro Mundial si todos los demás equipos morían de infarto colectivo. «
Lo del 2010 fue una raya en el agua
», dijo, y me demoré en la metáfora, que se parecía a mi vida.
El disimulado caminó sin apuro hasta un portal visible desde mi mesa, llamó a un timbre, y poco después un tipo gordo le entregaba mercancía para seguir con el negocio. Volvió a su esquina y yo a mi café. El reloj decía que tenía tiempo de sobra para llegar a la cita con Nina. Hubo un recambio de público en el local y los policías treparon al coche que vino en su busca, incorporando al conductor a la discusión que ahora versaba sobre ciclismo y lo hijoputas que eran los franceses al desplegar toda clase de artimañas para evitar otro triunfo español en el Tour, y que como surgiera otro Induráin, se iban a enterar los gabachos. Creo que el disimulado, en la acera de enfrente, más que aliviarse se preocupó: tal como estaban las calles y sin policía cerca, igual lo atracaban.
Nada tenía sentido y yo lo sabía. Ni la persecución de una mujer desconocida, ni la amenaza de El Muerto, ni arriesgar la poquita vida que me quedaba en el dudoso amor de Nina.
¿Y si hacía caso de los consejos de Lidia, si usaba sus contactos para recuperar el pasaporte y el pasaje de vuelta para volver a qué, o recorría Europa que era lo que se suponía que había venido a hacer? ¿Y si aceptaba su oferta no formulada de compañía y sensatez, dejando en un bolsillo de la mochila esa necesidad de pasión y sorpresa, si me refugiaba en su tranquilo asilo para gatos apaleados, como un exiliado de mis propias guerras perdidas? Sabía que no, sería lo mismo que estafar a Lidia ofreciéndole algo que no podía darle. Claro que había otra posibilidad de seguir sus consejos sin hipotecarle la vida organizada y serena: irme, nada más, como tantas veces y de tantos lugares y de tantos afectos. Lo malo, pensé, es que siempre me había marchado cuando sentí la necesidad de hacerlo o al descubrir que no valía la pena presentar batalla por una casilla en el tablero, habiendo tantas.
Ahora, en cambio, no lograba convencerme de que quería irme, como no lograba sentir sinceramente que me interesaba quedarme.
Ahora me echaban, me empujaban, me pegaban palizas en callejones oscuros y cobardes. Ahora los gatos callejeros se permitían subestimarme y los detectives fracasados me engañaban y las morenas explosivas y deliciosamente putitas me mentían con descaro.
«
Ahora no
», pensé, sin decidir en realidad, mientras dejaba un billete sobre la mesa y salía a la calle. Una cosa era gratificar mi ego diciendo ahora no, y otra muy distinta asumir las consecuencias. Irme o quedarme, ceder otro lugar en el tablero, y luego otro y otro, hasta que no queden más casillas, o plantarme en una para edificar mi fuerte a partir de unas cuantas debilidades.
No podía decidirlo. Al llegar cerca de la boca del metro, recordé un método adulto y responsable para elegir entre las dos opciones: una vieja moneda de veinticinco pesetas, que Lidia me entregó como un tesoro el día que llegué, antes de adoctrinarme en euros y céntimos. «
Aunque te parezca mentira, hasta hace poco eran de curso legal
», me dijo ese día en Barajas, como si algo pudiera parecerme mentira, viniendo de una Argentina que aún se creía el ombligo del mundo, pese a que los mapas y la política decretaran que estábamos al final de la espalda del planeta. En el culo. Eso, en el culo.
Sopesé la moneda. Si salía cara, la cara de Franco que ya no me escandalizaba porque tal vez me estaba habituando a esa soleada contradicción llamada España, trataba de esquivar a El Muerto y su Jamón y me iba en el primer avión disponible.
Si caía del otro lado, con el intrincado dibujo fascistoide a la vista, me quedaba para encontrar a Noelia, a la muerte o lo que fuera.
Cerré un poco el puño con el pulgar encajado en el índice y posé la moneda en la improvisada catapulta. La tiré y, como tenía que ocurrir, no volvió a mi mano, sino que cayó al suelo y rodó escaleras abajo por la boca del metro. Una vieja que subía con fatiga se agachó, la recogió sin mirarla, y al verme pendiente renunció al primer impulso de quedársela.
—¿Es suya esta moneda? —preguntó sin necesidad.
—¿Qué lado estaba hacia arriba?
—¿Cómo? —se asombró por un instante.
—¿Qué lado de la moneda estaba hacia arriba cuando la recogió?
—No lo sé —confesó desconcertada—. ¿Es suya la moneda?
—No, gracias —contesté de mal humor.
Y bajé las escaleras hacia las entrañas de Madrid.
El Rastro suplía la falta de madrileños con mayores cantidades de turistas de la Europa todavía rica, ansiosos por fotografiarse bajo la estatua de Cascorro. Ajeno a todo, el anónimo soldadito de bronce cargaba tantos pertrechos de guerra como los que a dos pasos de su pedestal exhibía un joven cliente de un puesto de desechos militares. Además del fondo para la foto obligatoria, los contingentes guiados que repetían
typical
hasta cuando veían un anacrónico punkie de pelo naranja, se disputaban el reducido perímetro de la estatua con decenas de personas que habían dado muestras de originalidad al citarse debajo del Cascorro a tal hora, como si solo se les pudiera ocurrir a ellos.
Ahí me había citado Nina. Sin embargo, me encontró y un lago internacional se abrió como las aguas del mar Muerto para dejar paso al baile de su vestido casi transparente. El turista afortunado que por azar del destino quedó entre la trayectoria del sol y el contraluz de Nina bajo la tela, no dijo
typical
, sino
glup
.
—Beso —ordenó con aire de perdonarme algo no muy importante.
Acerqué mis labios a su mejilla.
—¿Seguimos con el cuento de los hermanitos? —Frunció esa boca—. A este paso, podríamos repetir lo del Hansel y Gretel en versión posmoderna... —rio con picardía—. Y tu Lidia podría hacer el papel de la bruja mala que nos encierra...
—Nina... —advertí. Pero era inútil.
—... y en lugar de enseñarle el dedo entre los barrotes, yo sé lo que podrías mostrarle. Ese «dedo» que yo me sé, con Lidia, no se pondría tan gordo...
Me rendí y la dejé agotar las posibilidades de la broma mientras nos internábamos por el río de gente que se bifurcaba en pequeños afluentes también orillados de puestos. Llegamos al que ella estaba buscando. Era un chiringuito de ropa entre la confección artesanal y las nostalgias hippies, rodeado de vestidos, túnicas, fulares y faldas transparentes. Ya sabía de dónde sacaba Nina parte de su guardarropa. La chica —¿se llamaba Azucena o Margarita? Da igual: era una flor de invernadero disfrazada de silvestre, con gafas a lo Lennon y pelo a lo Marley— dejó con la palabra en la boca a un cliente extranjero empeñado en convencer a su oronda mujer de comprar un vestido más acorde con su secretaria, y se fundió con Nina en un abrazo efusivo y transparente. Hablaron de gente y lugares desconocidos para mí, y por la forma de mirarme como al descuido de la flor, supe que evaluaba mi procedencia, mi relación con Nina y si valía o no la pena intentar el despojo. Me entretuve mirando vestidos inspirados en el arco iris, no tanto por los colores como por la consistencia.
Otra chica, con el pelo partido en dos trenzas cayendo hasta cerca de donde debiera haber tenido el culo pero no, atendía a los clientes con gesto aburrido. El puesto estaba rodeado de una tela multicolor por tres costados, con el frente abierto para que los compradores examinaran la mercancía. Dos sillas desplegables —para la espera de sufridos acompañantes, imaginé— y una cabina también de loneta estampada que hacía las veces de probador
(«es una idea nueva, la gente está en-can-ta-da»)
completaban las instalaciones.
El gringo, convencido por fin de que su mujer no era su secretaria, compró media docena de fulares y se fue resignado, con la gorda a cuestas. Una chica de veintipocos años, con la cara lavada y el pelo suelto jugando a esconderle los ojos, aceptó probarse un vestido, alentada por una amiga de pelo cortísimo y gestos demasiado masculinos como para ser nada más que una amiga. Pensé que me estaba volviendo esquemático y arcaico, y que por suerte no tendría tiempo de ir a peor. La cortina que cerraba el probador se corrió tras la chica, dejando ver una mínima y vertical porción del interior con espejo. No es que quisiera mirar, pero miré. Una línea de piel liberándose de la blusa, blanco de lencería contra blanco de piel, cabellos bailando y... la amiga de pelo corto clausurando la mirilla con cara de «
yo la vi primero
». Nina también había sorprendido mi incursión visual.