Un jamón calibre 45 (16 page)

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Authors: Carlos Salem

BOOK: Un jamón calibre 45
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Apoyé la espalda en la pared y resbalé hasta el suelo.

—Tengo un busca y tres empresas de nivel me mantienen en su oferta exclusiva, cada una con distinto nombre de guerra. Saben que no repito clientes y que solo acepto los que me da la gana. Y me da muy seguido.

—No entiendo. Viví en esta casa casi un mes y no me di cuenta de nada...

—En ese tiempo me contuve un poco. Pero salía. Cenas de trabajo, esas cosas. ¿Te acordás? Y cuando volvía, dormías en el sofá, con la luz encendida y un libro en las manos. —Suspiró—. ¡Cuántas de esas noches las pasó tu Lidia en vela, juntando valor para cruzar el salón y violarte de una puta vez! —Rio, despiadada—. La boluda nunca se atrevió. A lo más que llegó fue a pasearse completamente desnuda, rogando que te despertaras y la vieras, que se produjera el milagro. ¡Pero si hasta roncabas y nunca te diste cuenta!

Maldije mi sueño pesado y pensé en Lidia, sola y desnuda en la oscuridad, esperando, esperando. Recordé la foto que antes había visto en la repisa.

—¿Y Manolo, el policía? ¿Es un novio de Lidia o uno de tus clientes?

—Mitad y mitad. Conocía a tu Lidia de las ruedas de prensa del sindicato. Una noche, durante una redada a una fiesta salvaje en un chalé, me rescató o creyó que lo hacía. —Su risa era dura, de metal—. Oyó unos gritos de mujer en un jardín interior, cuando ya se habían llevado a los demás, y entró en plan John Wayne al rescate. Me encontró en pelotas, con dos nenes bien encima, los tres hasta el culo de coca. Me reconoció de inmediato y se inventó toda la historia en un periquete: aquellos dos eran unos depravados que me habían llevado engañada a la fiesta, me habían drogado e intentaban abusar de mí. ¡Pobre Manolo, todavía cree que llegó «a tiempo», cuando en realidad, mis gritos que oyó eran insultos porque los pobres infelices, que me habían contratado para la fiesta, no podían ponerse a tono para una segunda vuelta! Los cagó a patadas, me preguntó si estaba bien y si me habían hecho algo, y los dejó ir para no comprometerme. Y desde entonces me cuida. Creo que es el único tipo, aparte de vos desde esta noche, que pudo asomarse a las dos Lidias. Se enamoró de la otra, pero si la boba no lo perdió fue porque en esta cama la que manda soy yo. ¡El pobre no entiende nada!

Yo tampoco entendía. Gardel, desde el pasado, afirmaba que «
el músculo duerme, la ambición descansa
» y era mentira. Oí sus pasos descalzos cruzar por enésima vez frente al rectángulo de la puerta, pero no giré la cabeza para verla.

—Eso ya es historia, Nicolás, la historia de un asesinato en cuotas. Tu Lidia ya no es, o en todo caso es cada vez menos. Los papeles se invirtieron por fin y yo no me voy a dejar engañar. Algo de mérito te toca, porque las semanas que pasaste acá y tu huida disfrazada de otra cosa, fueron para ella un duro golpe: el príncipe escapaba sin haberse enfrentado al dragón, y el puente seguía sin bajar. Porque no había puente y la boluda no lo sabía.

Buscaba en el armario. Me levanté y di un paso dentro del dormitorio. La puerta abierta ocultaba su imagen.

—¿Pero qué ocurrió para que tomaras el mando, después de tantos años?

No contestó. Di un paso más y la vi. Estaba de espaldas, con la gruesa bata de toalla que le conocía tan bien.

Era mi Lidia de siempre. Los hombros caídos, algo encorvada, el cuello apenas encogido como si esperara un golpe feroz, como si llevara toda la vida esperándolo. Parecía más baja que la otra, había perdido las orgullosas formas que ya no empujaban. Los brazos le colgaban a los costados del cuerpo sin historia, y hasta la parte de las piernas que la bata de toalla dejaba ver no parecían las que un rato antes me dejaron sin aliento.

—Ayer recibí un telegrama de casa —dijo la voz de la vieja Lidia.

Los hombros se sacudieron y empezó a llorar.

—Papá murió el viernes, de un infarto. El pobre casi ni se enteró...

Lloró calladamente y me acerqué un paso más. Algo me impedía tocarla, como si fuera una imagen en el agua que se rompería en círculos al contacto con mi mano. Siguió llorando y el sollozo se convirtió en ronco gemido, en suspiro con mil años de antigüedad empujando aires viciados, en estremecimiento de los rencores, en casi un grito de triunfo. Su espalda se enderezó, victoriosa, los pechos empujaron la gruesa tela de la bata, las caderas marcaron la impotencia de la prenda que ya no conseguía ocultar sus encantos. El cuello también se irguió, desafiante y largo. En el mismo movimiento de transformación, las guitarras de Gardel remataron su carrera despareja con un rotundo ¡Chaaaann-Chán! final, la bata cayó al suelo espantada por su derrota, y apareció la nueva Lidia, completamente desnuda y brillando como un faro que llevaría a cualquier barco hacia el naufragio inevitable. Y por eso era imposible no seguir su luz.

Di el paso que me faltaba para abrazarla por la espalda, y todo empezó a girar, enloquecido.

Entonces me desmayé.

24

Me desperté desnudo y en su cama. Ella también estaba desnuda.

—No sé qué me pasó... Habrá sido el calor —me disculpé—, pero en cuanto se me pase el mareo...

—Cuando se te pase el mareo, te vas —cortó ella—. Y quedate tranquilo, «bebé», que no te violé mientras estabas desmayado o agotado. Lo intenté, pero no hubo caso. La Nina esa te tiene bien exprimido.

La miré. No pude ver su cara, pero la voz despejaba cualquier duda posible.

Era la nueva Lidia y supe que la vieja no iba a volver.

—No te quiero a medias, Nicolás. No más limosnas ni gestos piadosos. Eso era para la otra Lidia; conmigo es todo o nada, aunque todo dure unos meses. Dame un cigarrillo.

Se retrepó en el colchón y apoyó la espalda en la pared, las piernas separadas y ocupando espacio, como si me echara de la cama. Y me estaba echando. Rebusqué los cigarrillos en el suelo y se los alcancé. Encendió dos a la vez y me dio uno. Me dejé caer en un sillón o algo así, porque la oscuridad no ofrecía detalles de ese dormitorio desconocido.

Todavía me sentía raro, un ciego que de pronto enfrenta el amanecer, aunque por algún motivo, el deslumbrante descubrimiento de esta otra Lidia me sonaba a crepúsculo tristón. O algo peor.

La brasa de su cigarrillo la dibujaba de rojo cuando aspiraba con fuerza y mis ojos se habituaron a la penumbra. La cama era un país extranjero para el que no tenía visado y del que me habían expulsado amablemente pero con firmeza. Quería volver pero antes, estaba claro, debía cumplir los burocráticos requisitos de rigor.

Ella tenía una pierna contra su pecho y apoyaba un codo en la rodilla. La otra pierna se abría en diagonal y la mano libre caía sobre su sexo, abandonada.

Empecé a vestirme a ciegas, sin dejar de mirarla.

—Si no llegás hasta el fondo de esto, voy a tenerte incompleto. Y, la verdad, estás bien, pero no tanto como para gastarme los ahorros en llevarte a Venecia a suspirar por una pelirroja puta y desconocida.

La escuchaba en parte, mis calzoncillos habían desaparecido y no me importaba. No podía apartar los ojos de ella. La mano sobre su sexo no estaba dormida, se movía despacio, acariciándolo como a un pequeño animal cariñoso y desobediente. Su voz no mostraba excitación y su cara, cuando el cigarrillo la iluminaba, estaba seria e indiferente.

—El plazo que te hayan dado, Nicolás. El mismo. Buscala, resolvé el enigma que tanto te importa, o renunciá para siempre. Pero no ahora, con la noche y el cansancio y las ganas de tenerme en la mesa baja del salón.

—¿Tanto se me notaba? —pregunté mientras conseguía que la zapatilla izquierda fuera al pie correspondiente y no a una mano, porque la suya seguía en círculos y líneas recorriendo el sexo con vigor creciente.

—Sos transparente —dijo sin agitación—. Decidí de día, cuando te des por vencido y sepas que elegís venir conmigo. Tu Lidia de antes te esperó demasiado tiempo como para que yo me conforme con tu confusión de una noche llena de sorpresas. Ella era piadosa, Nicolás, y te hubiera aceptado con todas tus dudas. Yo no. Cuando estés seguro, volvé.

—¿Me vas a esperar? —pregunté con miedo mientras caminaba hacia la puerta. Conocía la respuesta. Ella la seguía buscando con la mano perdida en el sexo. Me miró, mientras tiraba el cigarrillo en un cenicero.

—No sé. Y ahora tampoco me importa. ¿No ves que estoy ocupada?

Bajó la pierna y la otra mano y se olvidó de mí, concentrada en el placer que buscaba y me excluía. Me quedé en la puerta, mientras la veía acariciarse con pericia, retorcerse y ondular. Ya no habló, y gemía olvidada de todo lo que no fuera esa ola que la ahogaba a solas. Me recosté contra el marco de la puerta, encendí otro cigarrillo, y me quedé observando, un mirón sin pudor ni interés. Lidia volaba sobre la cama, se proyectaba en caderas disparadas, la espalda clavada en el colchón, el cuerpo saltando y cayendo. Vista de perfil, parecía como si un hombre invisible la estuviera violando con ferocidad de máquina. Cada vez que yo chupaba el cigarrillo con fuerza, el rojo de las brasas la pintaba.

Gritó y cayó y volvió a elevarse, y quedó tendida, las piernas separadas y flojas. Después gimió con pena y apretó las caderas contra las sábanas, como si el hombre invisible estuviera saliendo de ella.

Me aparté de la puerta, para dejarlo salir de la habitación.

Lidia no me miraba.

Yo también salí. Cuando estaba cruzando el salón, oí que me decía:

—Dejá la puerta abierta, Nicolás. Y la del portal, entornada.

—¿Esperás visitas?

—No. Pero nunca se sabe. Igual pasa alguien, ve la puerta abierta y entra...

Pensé decir algo ingenioso, pero no se me ocurrió nada. Empecé a bajar las escaleras y la voz de Lidia, de la vieja Lidia de siempre, me dijo:

—Y andá con cuidado por la calle, bebé. Es tarde y hay mucho loco suelto por ahí.

LUNES

«Depende del punto de vista

dijo un señor enormemente bajo.»

JULIO CORTÁZAR,
Rayuela

25

Alguien me seguía. Me importaba un carajo, pero me seguían. Tenía muchas cosas en qué pensar, así que hice mi marcha calle abajo al estilo Bogart, con varias horas y unos cuantos asombros de retraso. Sin mirar los nombres de las calles, volvía a la casa de Noelia, fumando mientras la noche se preparaba para recoger su cortina oscura y pesada. «
Esto de andar medio perdido y con el alba pisándome los talones va a terminar gustándome
», pensé. Y no era cierto. Tal vez el que me seguía era Silvestre, o el fantasma de Mar López, o el Jamón. O El Muerto.

—Mierda, de repente tengo frío —le dije a nadie.

Aproveché una esquina para comprobar que no era ni el gato ni el fantasma ni el matón enamorado. Tampoco era El Muerto porque vestía una camisa de manga corta y unos vaqueros.

Seguí al mismo paso. No estaba asustado. No mucho.

Podía tratarse de un ladrón que, en caso de decidirse, conseguiría como botín unos pocos billetes, medio paquete de cigarrillos y dos tangas de Nina. Pero no creía que fuera a robarme, le habían sobrado ocasiones desde que salí de casa de Lidia. La zona por la que íbamos ya estaba más concurrida, con algún coche ocasional, y grupos lejanos que volvían de la juerga dominguera, o buscaban otro bar para la última copa, que siempre sería la siguiente. Todo eso pensé mientras avanzaba por la ciudad que no quería despertar al lunes. No podía culparla.

Me sentí juguetón, aunque sabía que el tipo no era tan fácil de manejar como Philip. Se había dejado ver porque quería y no me había alcanzado porque no le daba la gana. Como si quisiera ponerme nervioso.

—Vas a ver lo que es la furia de un gaucho —murmuré, mientras cruzaba otra vez la calle y en tres zancadas doblaba la esquina.

Corrí hasta la otra calle, mirando para comprobar que todavía no estaba a la vista. Me aplasté contra la pared y pude contar sus pasos. Se paró a mitad de camino. No era un tipo al que ibas a llevar así nomás a una emboscada. Crucé manteniéndome fuera de su vista y después me asomé, para sorprenderlo.

La calle estaba vacía. Entonces me asusté. Busqué la avenida más cercana, pero todas estaban a varias calles de distancia y mi miedo mucho más cerca. Seguí caminando, ahora más rápido, por el centro del asfalto y estudiando las zonas oscuras antes de cruzarlas. Eran muchas. Busqué el llavero en mi bolsillo y lo metí en mi puño izquierdo, con tres llaves sobresaliendo entre los dedos. Era una medida de defensa que me enseñó un amigo y a la que recurría cuando andaba solo y asustado. La había usado en un par peleas de discoteca, y creo que con buenos resultados, aunque estaba tan borracho que no me acordaba bien. Pero eso había sido en otro tiempo y en otro lugar que se me antojaban borrosos y falsos, como una mala novela leída sin ganas y de a pedazos. Ahora estaba sobrio, con los sentidos alerta y el corazón a la altura del ombligo.

El taxi salió de la nada y salté de alegría al verlo. Ni siquiera grité cuando descubrí que el conductor era el mismo de siempre, el vecino de Jamón. Él no me reconoció. Vería tantas caras raras mientras rodaba por las noches de Madrid, que una más no le importaría.

No quise ir directamente a casa de Noelia hasta comprobar que ya no me seguían. Inventé una dirección mientras miraba por las ventanillas. El taxi se metió por calles que no conocía, pero al menos me alejaba del miedo pegajoso y el sonido de los pasos repitiendo los míos. Todo volvía a estar bien, pensé. Y lo seguí pensando hasta que me pregunté por qué el coche estaba detenido y al mirar me encontré con el único y profundo ojo de una pistola que me apuntaba a la cabeza.

—Oiga, si no le gusta ese barrio, podemos ir a otro —dije con apenas un temblor en la voz.

—No podemos ir a una calle que no existe, listo —dijo el viejo al que no le temblaba el pulso—. De modo que bajando, que es gerundio.

—M-m-e equivoqué de calle —aseguré mientras bajaba las manos al bolsillo para buscar dinero que mostrar. El gesto del tipo con la pistola me detuvo. Abrí la puerta para obedecer su invitación.

—¡Momento! —ordenó—. Mira, chaval, que quieras atracarme, pase. Que son muchos años en la calle y todavía me ocurren cosas raras. Si yo te contara... Pero nunca se me ha ido un pasajero sin pagar la carrera, así que mueve las manos con cuidado y afloja el dinero.

—¡Pero si todavía no he llegado a destino!

—A destino vas a llegar si no aflojas mi dinero de prisita.

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