Read Un jamón calibre 45 Online
Authors: Carlos Salem
Me caí, salté hacia delante y seguí corriendo, mientras el enano egoísta que dejo vivir dentro de mí me decía que era mejor así, que al fin y al cabo, si atrapaban a la pelirroja, me dejarían en paz. Lo hice callar, el hijo de puta no entendía que yo necesitaba saber. Noelia ya estaba casi dentro del coche y yo no pude esquivar el Mercedes negro que se cruzó en mi camino. El conductor me miró con odio, como si hubiera manchado su precioso coche con mi sucia sangre. Pero no sangraba. Un moretón más para Nicolás Sotanovsky, el héroe más lento del mundo.
Cuando volví a mirar, el coche de Jamón todavía estaba ahí, pero no veía a Noelia. Llegué junto a él y Serrano me saludó con su característico:
—Buenasnoche.
Yo no tenía respiración suficiente para devolver la cortesía. Abrió la puerta y me dejé caer en el asiento a su lado.
—¿Dónde? —alcancé a decir.
—¿Dónde qué? —preguntó Jamón ofendido.
Respiré a fondo y solté todo el aire de mis pulmones. Mi corazón quiso seguir latiendo.
—¿Dónde está la pelirroja?
Miró para otro lado, se ajustó el nudo de una corbata que serviría para amarrar un petrolero, y revisó su peinado de escaso pelo en el retrovisor del coche, que le cabía en la mano.
—Eso lo sabrá usted —dijo el Jamón.
—Escuche, Serrano: la vi —corregí—. Los vi: a ella intentando escapar y a usted tirando de ella hacia el coche. ¿Dónde está? ¿No me dirá que se le fue?
Su disimulo infantil se derrumbó:
—Es que... tenía una pistola, ¿sabe?
—¿Y usted no?
—Desde luego. —Sacó el cañón y me arrepentí de mi pregunta—. Pero me sorprendió. Además, ¿pegarle un tiro a una mujer, quién se cree que soy?
—No me tire de la lengua, Serrano. ¿Pudo verla bien?
—¿Es guapa, no? Se parece a las tías de las películas. ¡Y está de buena! —Se detuvo confuso—. Usted perdone, al fin y al cabo, es su novia...
—¡Pero si estoy harto de decirle que no la conozco!
Era inútil. Saqué un cigarrillo y lo encendí.
—Estamos igual que al principio —dije, pensando en la oferta de Lidia.
—Igual no —razonó—. Ahora le quedan menos días para encontrarla.
Bajé, cerré la puerta con cuidado y di una vuelta alrededor del coche. Cuando llegué a su ventanilla, pregunté:
—¿Va a seguirme esta noche también?
Sonrió incómodo:
—No creo que vuelva a aparecer. Además —se ajustó la corbata—, tengo que salir. Una viudita de mi barrio, ¿sabe? Buena mujer, y muy sola. Sin hijos...
—Eso es bueno —apunté, recordando a Mar López y su propia viuda. Las viudas parecían ponerse de moda y yo lamenté no dejar ninguna.
—El caso es que..., yo debería seguirlo a todas partes, pero ayer me despisté un poco... La llevé al cine, ¿sabe? A ver una del Stallone...
—Romántica elección, Serrano.
—Y esta noche la llevo a bailar. Por eso quería pedirle que...
—Hecho —aprobé. Se le iluminó la cara.
—¿Entonces usted...?
—Yo no voy a ir a ninguna parte esta noche y usted tiene una cita. Tranquilo. Mañana a mediodía nos encontramos frente a la casa de la pelirroja, ya sabe...
Agradeció confuso y puso el coche en marcha. Le dije adiós con la mano.
Todo era ridículo y, a lo mejor por eso mismo, normal. Los matones a sueldo tenían sus corazoncitos, las víctimas podían ser tolerantes y colaborar, y los policías estaban empeñados en formar un hogar, aunque el precio fuera dejar libre a un sospechoso. Un hermoso mundo equilibrado que funcionaba con lógica, a su manera, y a su manera, seguía girando. Solo que Mar López no estaba ya para aportar su cuota de absurdo al gran absurdo universal.
Y muy pronto, yo tampoco estaría.
—¿Te gusta lo que ves? —preguntó Lidia.
—Al final, a mi casa —dejó caer Lidia con una sonrisa perversa—. Quisiera saber si lo que te hace claudicar es tu curiosidad o mi culo.
—Digamos que mi curiosidad por tu culo, negrita.
Rio cantarina y desvergonzada. Desconocida. Llegamos a la esquina y era el momento de preparar el ataque tipo Bogart: un beso en el portal y media vuelta para alejarme fumando despacio hasta perderme en la niebla, mientras ella suspiraba y apoyaba en el quicio de la mancebía su cuerpo postergado porque un hombre siempre hace lo que tiene que hacer. Y una mierda. Lo único que cumplí fue lo del cigarrillo. Lidia no encontraba o fingía no encontrar las llaves del portal, prolongando la humillación para esa pretensión fallida de Bogart, que, dejo constancia, era más bajito que yo. Mucho más bajito. Me preguntó por mis llaves, el juego que me había dado meses atrás, cuando me fui de ahí por miedo a dejarme querer. Estaban en la mochila, en casa de Noelia. Por fin encontró las suyas y abrió. Antes de entrar, miré hacia la esquina. Mi vista no es de las mejores, pero juraría que un gato negro con manchas blancas me miraba fijamente, recortado por las luces de los coches. Sacudía la cabeza y creo que una sonrisa burlona le curvaba la boca. Aunque con los gatos nunca se sabe.
Cuando entramos en la casa saludé con nostalgia al gran sofá del salón, en el que había dormido mis primeras semanas de desconcierto español. Seguía igual, pero el cambio de Lidia lo cambiaba todo. La mesa enana y robusta, que siempre me había parecido un mueble feo, me sugería connotaciones eróticas nada tranquilizadoras; por la puerta del baño asomaba la enorme bañera que parecía capaz de aguantar un maremoto de dos; y hasta el mueble de ladrillos de la cocina ofrecía una altura ideal para jugar al cartero llama dos veces. O tres. Sobre la otra esquina empezaba el territorio desconocido: su dormitorio, al que nunca me había asomado, aunque los dos sabíamos que sería bienvenido. Fue un relámpago de lujuria involuntaria, pero Lidia me miraba como si lo pudiera leer en mi frente. Me alcanzó un vaso largo de bourbon, desteñido de hielo. Lo único que había hecho era quitarse los zapatos, pero ese anticipo de desnudez me inquietó. Se sentó en el sillón individual, las piernas encogidas contra el pecho, más o menos como se encogía mi corazón.
Me inquietaba esa Lidia flamante y deseable, desconocida que conocía mis debilidades más ocultas. Pero yo se las había confiado cuando era una chica sensata y tímida, una inteligencia aguda y analítica, solidaria y amable. Pero sin esas tetas. Desde luego que sin esas tetas. La Lidia que ahora se levantaba en cámara lenta, cruzaba descalza y me acorralaba con su cuerpo para detenerse un milímetro antes de rozarme y beber de mi vaso; esa Lidia que me entregaba la bebida como si fuera algo más íntimo y se dejaba caer en el otro lado del sofá, piernas y más piernas extendidas, flexionadas, tocables y cercanas; esa Lidia era diferente y peligrosa. Nunca le hubiera contado mis verdades, aunque en otro tiempo y en otro lugar, habría podido dedicarle mis mentiras más sublimes.
—¿Te interesa el resto de la historia?
—Sí: dos Lidias y una afilando el cuchillo durante años... Cuando te conocí...
—Un arreglo, un arreglo de mierda, pero que sirvió para que yo asomara en vacaciones. ¿Te acordás? Me escapaba quince días sola, a los lugares más alejados, y ninguno de ustedes preguntaba nada. Total, la buena de Lidia era tan seria y responsable, tan mamá de todos, que no había de qué preocuparse...
—¿Había? —sugerí.
Se levantó y estiró los brazos con pereza. Volvió a llenar mi vaso y se sirvió otro para ella. Al volver apagó con el codo la luz del salón, apenas iluminado por la claridad de neón que entraba por la ventana. Me alcanzó la bebida, paladeando mi alarma. Chocó su vaso con el mío, retrocedió como si fuera a saltar sobre una presa indefensa, pero se quedó ahí y siguió donde lo había dejado:
—Cuatro ausencias de dos semanas al año, más unas cuantas escapadas de fin de semana... Hay una frecuencia, como alguien que está buceando sin equipo y cada cierto tiempo tiene que salir a la superficie para respirar...
Fue hasta la cadena de música y se agachó a buscar un cedé, consciente de mis ojos pegados a sus caderas.
—Ya que se trata de una historia triste de perdición, busquemos el acompañamiento musical adecuado, ¿no? —Por fin se alzó victoriosa con un estuche doble—. ¿Qué mejor que unos tangos para hablar de una percanta de mala vida?
Las mejores 60 canciones de Carlos Gardel
, creo que alcanzarán...
Maniobró en el equipo y se enderezó. Sonaron las guitarras gemelas y briosas, y desde el pasado, la voz nasal irremplazable cantó:
—«
Sola, fané y descangayada, la vi esta madrugada, salir del cabaret...
».
—Muy adecuado —dijo Lidia. Y fingiendo unos pasos de tango, desapareció en el dormitorio. Su voz llegaba, perseguida por el ruido de abrir y cerrar armarios.
—Llegaba a mi destino, y en el mismo aeropuerto o la estación de tren, dejaba a tu Lidia encerrada en un baño, hasta el día de la vuelta. Y salía yo, con ropas que ella nunca habría usado ni en sus sueños más calientes.
Por un costado del rectángulo de luz de la puerta del dormitorio, una nube de color verde oscuro flotó y cayó al suelo. Era el vestido de Lidia. Ella seguía hablando cuando un tanga negro le hizo compañía:
—Todo bajo ciertas normas y desde el primer viaje, cuando fui a Río, ¿te acordás? La que llegaba al hotel era yo, seguida por las miradas de tipos que antes ni me hubieran preguntado la hora. Esperaba a la noche, me cambiaba, y salía...
Apareció en el recuadro iluminado y fue como si en lugar de estar en su dormitorio, caminara con provocativa elegancia por una calle concurrida. Llevaba unos zapatos de tacón muy alto, medias oscuras que marcaban la forma de sus piernas, y un corto vestido rojo sangre que se le pegaba al cuerpo. El escote era profundo y la espalda quedaba al descubierto. Lidia seguía andando y volvía a pasar frente a la puerta, representando su felino paseo por Río a medianoche. Se sentó en la cama con las piernas cruzadas:
—Pocas reglas, pero fijas: ir hasta un bar, ocupar una mesa y esperar. Tenía que aceptar al primero que se atreviera —descruzó las piernas y tomó un trago, mientras miraba con falso aburrimiento una calle imaginaria—. Al principio me costó, el primero en atreverse no siempre era un regalo: viejos verdes disparando sus últimas alegrías, mocosos sádicos, padres de familia agobiados por la culpa que a veces se transformaba en violencia...
Llevó dos dedos a sus labios, en demanda de un cigarrillo. Fui un cobarde y se lo tiré sin encender. Lo agarró al vuelo y sin perder el aire elegante de mujer fatal acechando presas. Su sonrisa fue el castigo: disfrutaba al verme titubear.
—¿No te daba miedo? —pregunté.
Se levantó y volvió a desaparecer. El vestido rojo cayó sobre el otro y le siguieron las medias. El sonido en el armario era un murmullo bajo la voz de Lidia:
—Yo me daba miedo —dijo saliendo a la luz. Llevaba una minifalda blanca brillante y una blusa transparente sin nada abajo. Lo de
nada
, pensé, era una manera de decir. Del hombro le colgaba un bolsito charolado.
—Igual estaba buscando el suicidio de una forma enrevesada. Pero ya ves: sigo viva —meneó las caderas al andar, frente al marco de la puerta.
Contaba todo aquello como si fuera una travesura. Me molestó:
—No sé, me parece que te quedás con lo banal, que le quitás tragedia al asunto y no creo que siempre te saliera todo tan «bien»...
—No dije eso. —Se sentó en la cama, seria, pero no abatida—. He sido violada por tipos que no tenían necesidad y lo sabían. He visto navajas como amenaza para conseguir un cuerpo que estaba dispuesta a prestar sin condiciones; me han pegado impotentes no asumidos que castigaban así su falta de respuesta; ¡no me digas que me salía «bien», hijo de puta!
No lloró, estuvo a punto pero no lloró. Gardel atacaba con aquello de «
volvió una noche, no la esperaba, había en su rostro tanto dolor, que tuve miedo de aquel fantasma, que fue locura en mi juventud...
».
Se levantó y empezó a desvestirse al mismo tiempo que se perdía en el hueco de la puerta. Una visión fugaz en movimiento, una mano abrió la cremallera de la mini mientras la otra iniciaba el duro trabajo de bajarla. Todo entre dos pasos, antes de que la pared, insolidaria y opaca, me dejara sin ver el final del proceso. La última imagen que tuve fue el perfil del culo asomando al bajar la tela blanca. No llevaba nada abajo. Coreó con Gardel un par de versos y siguió hablando. La faldita blanca y la blusa inexistente fueron a parar obedientes a la pila en el suelo.
—Lidia, Lidia, Lidia —repetí mientras me acercaba a la puerta.
—No entrés —ordenó—. Todavía no. Cuando pases esta puerta será porque la historia está completa. Pero ahora, no entrés, por favor...
Me quedé en el umbral y encendí un cigarrillo. Gardel enumeró los adornos de un nido de amor clandestino A Media Luz, y cuando llegó a lo de «
un gato de porcelana pa' que no maúlle al amor
», me acordé de Silvestre. La minifalda cayó sobre la montaña de ropa que resumía la historia de un dolor oculto muchos años.
—Un día —dijo sin dejarse ver—, salté el charco. Creía que acá, sin la presencia de mi viejo, sería más fácil. En realidad, ya planeaba el asesinato de tu Lidia, pero tenía que engañarla para que no volviera a sepultarme. En España nada cambió. La diferencia era que en Madrid no tenía que esperar a las vacaciones para tomar el mando. Y me fui haciendo fuerte, mientras tu Lidia se debilitaba, pero seguía aferrada a la titularidad de nuestra vida cotidiana. Necesitaba mi propia vida en las parcelas nocturnas que lograba arrancarle. Y lo conseguí.
—¿Cómo? —pregunté adivinando la respuesta.
—Me hice puta —declaró—. Así de fácil. La vieja Europa es más mercantilista de lo que puedas creer, y cada vez que salía por la noche de caza, inevitablemente, el tipo daba por hecho que yo era una profesional cara y me ofrecía plata. No lo necesitaba, porque tu hacendosa Lidia se hizo pronto con un trabajo bien remunerado, aunque por debajo de su capacidad, pero es que ella era tan poquita cosa... Decidí que era mi plata y me serviría para lo único que sirve: para gastarla. Alquilé un estudio cerca de acá, y ahí tenía mi ropa y mis cosas; no era cuestión de seguir cambiándome en baños de bares. De manera que salía de acá como tu Lidia, llegaba al refugio y la dejaba encerrada hasta mi regreso, cerca de la madrugada. ¡Hasta tenemos cuentas bancarias separadas! La que te mostré en la cervecería es la mía. ¿A que esto de ser puta deja sus ganancias?