Read Un jamón calibre 45 Online
Authors: Carlos Salem
—¿Qué le debo? —pregunté mientras rebuscaba en el bolsillo del vaquero bajo su atenta mirada de tres ojos.
—¿Cuánto llevas?
—Cuarenta euros y dos tangas de una chica morena que está muy buena y muy loca —declaré vencido.
—¿Tangas, de esos que se meten por la raja del culo? —Se asombró—. La otra noche un tipo..., pero no: era más alto. Y rubio. Chileno, creo. También llevaba unos tangas en el bolsillo. ¡Hay cada loco suelto por las calles de noche!
—Tengo otra amiga que está muy buena y opina lo mismo que usted.
—¿De esa también llevas tangas?
—No. ¿Qué, vamos a estar aquí hasta que sea mediodía? Le advierto que esto se parece mucho a un atraco...
—¿Verdad? ¡Venga, deja de ganar tiempo y dame la pasta, que como tengas un cómplice y aparezca de repente, me los cargo a los dos!
Vacié el bolsillo y lo saqué hacia fuera en universal gesto de pobreza. Sin dejar de apuntarme, el tipo agarró los billetes y el vaporoso bultito de los tangas de Nina. Se los llevó a la nariz y aspiró con deleite.
—Qué bien huelen, chaval. No entiendo como con una tía así te dedicas a atracar taxis por la noche, en vez de estar dale que te pego. Además, perdona que te lo diga, pero lo de la delincuencia se te da fatal...
No dije nada y bajé. Me asomé por la ventanilla del acompañante.
—Jefe, suponga por un instante que se equivoca. Entonces sería usted el que me está robando a mí. Me deja aquí, perdido y sin un duro... Por lo menos deme algo para el viaje.
Lo pensó un momento y asintió.
—Tienes razón, chaval: nadie es infalible. Toma, para el viaje —dijo paternal mientras me daba uno de los tangas. Aceleró y cuando ya había desaparecido por la esquina, su carcajada seguía resonando.
* * *
No tardé mucho en llegar. El malhumor será fatal para la úlcera, pero pone alas en las piernas. Yo le había pagado el viaje cuando él estaba maniatado en el maletero del coche. Llegué al portal de Noelia rumiando mi rencor y tan ocupado en imaginar futuras venganzas contra el taxista ladrón que no vi al tipo hasta que no lo tuve frente a mí. Era el mismo que me había estado siguiendo. Lo supe por la camisa. Tenía más o menos mi edad, tal vez un par de años más. Era difícil saberlo, porque la seriedad de su cara lo envejecía. Vestía como tantos jóvenes que ganan un sueldo regular o tienen en casa una madre santa y abnegada que plancha los vaqueros con raya y espera paciente el regreso del hijo calavera. Otro tango.
—¿Por qué ha hecho todas esas gilipolleces? —preguntó con gravedad.
No sabía si se refería a mis maniobras de evasión o a mi vida.
—Solo lo diré una vez, Sotanovsky —advirtió, repitiendo, sin saber, al finado Mar López—: Márchese, mientras pueda.
Era más alto que yo, pesaría unos diez kilos más y tenía hombros anchos. La única ocasión que tenía de derrotarlo era desafiarlo a hacer crucigramas y teniendo en cuenta mi estado de fatiga, debería pedir cuatro palabras de ventaja. Y de las largas. Pentasilábicas o algo así. Nada de dos letras, empieza con R y es el nombre que los egipcios le daban al dios del Sol. La voz enana, dentro de mí, se impacientó. Él sacudió la cabeza y entró en el tapiz de luz del portal.
—Se ha metido en algo demasiado grande, Sotanovsky. Y cuando empiecen los problemas, no podrá hacer mucho con un manojo de llaves. Es un buen truco, pero la mano tiene que estar firme o se lastimará más que el que reciba el golpe...
Me di cuenta de que todavía tenía el llavero en el puño, con las tres llaves sobresaliendo. Lo había llevado así, desde antes de subir al taxi.
—Es mejor que use una sola llave, dos como máximo; y no de las largas: la palanca al aplicar el golpe le haría soltar el llavero. Adiós, y recuerde mi aviso, antes de que sea demasiado tarde...
Giró y empezó a alejarse. Me senté en el portal y dije:
—Gracias por el consejo, inspector Sáenz.
Lo tomé por sorpresa. Volvió y se plantó frente a mí.
—De modo que me conoce. ¿Tan mal hice el papel de matón?
—Al contrario. ¿Sabe una cosa? La forma que tienen los policías de meter miedo es muy parecida a la que usan sus competidores. ¿Quiere un cigarrillo? Venga, siéntese un rato. Total, no creo que esté de servicio...
Aceptó el cigarrillo y se sentó en el portal.
—Lo vi en una foto, hace un rato —expliqué—. Usted es un policía eficiente, Manolo. Pero también es un hombre enamorado. ¿Por qué vigilaba la casa de Lidia? No es la primera vez que voy y me quedo hasta las tantas...
—Es la primera vez desde que ella y yo...
—Conozco a Lidia desde hace años. Es como una hermana para mí —le mentí a medias, porque hablaba de la Lidia de siempre.
Se estaba humanizando. Quería preguntarme, juntar indicios para enfrentar el interrogante de una Lidia que no alcanzaba a entender.
—Vale, estoy celoso. Ella siempre estuvo algo enamorada de usted. Pero me acostumbré, y al ver que era tan estúpido como para ignorarla...
—Si vamos a intercambiar elogios, será mejor que nos tuteemos...
—Vale. Había superado mis celos de ti y empezábamos a hacer planes, no directamente, pero casi. Y Lidia, que ha sufrido mucho, estaba...
—¿Feliz? —completé. Fue honesto y no mintió.
—Dudo que pueda ser feliz como lo entendemos tú o yo, que tampoco creo que coincidamos. Lidia tiene... —buscaba las palabras— problemas para expresar su verdadero yo. Y lo consigue solo en contadas ocasiones.
Yo sabía a qué ocasiones se refería. Y él también, porque se demoró en imágenes y tactos de la memoria. Después volvió a la carga:
—Después de esos desahogos venían etapas tranquilas, cenas y paseos. Pero desde hace unos días, está rara y casi diría desconocida. Es como si...
—Como si fuera otra Lidia —propuse.
—Algo así. ¿Y tú, cómo lo sabes? —preguntó desconfiado.
—Lo sé y punto. Mira, Manolo, creo que eres lo mejor que le podía pasar a la Lidia que yo conocí. Esta otra Lidia te puede destruir. Pero si alguien puede ayudarla, eres tú. Mi reaparición y su cambio te hicieron creer que tengo algo que ver. Pero no. La Lidia que buscas está muerta o encerrada en la otra que asomaba en algunas noches brutales. No, no me mires así, porque de tonto no tenés un pelo. ¿Vos la querés? A lo mejor vale la pena intentarlo...
—¿Intentar qué?
—Lo que salga, rescatar a la vieja o domesticar a la nueva. Pero no me usés como excusa para perderlas. Bastante tengo con mis propias culpas.
Fumó en silencio y le acompañé en el humo y las palabras no dichas. Aplastó el cigarrillo contra las baldosas y se puso de pie.
—Creo que lo intentaré. —Miró el reloj—. ¿Será muy tarde?
—Siempre es tarde, Manolo. Yo, en tu lugar, iría ahora mismo a su casa y no haría preguntas. —Recordé las puertas abiertas y la bella mujer desnuda en la oscuridad—. Creo que, a su manera, te está esperando.
—Queda lo otro —dijo—. Estás en un lío y no podré ayudarte mucho...
—¿Por lo del detective? —pregunté.
—No tanto por eso. Sabemos que fue El Muerto. El testigo que te describió también nos habló de él. Y su visita coincide con la hora de la muerte. Por ese lado, no creo que tengas problemas, aunque yo que tú cambiaría de aires. El problema es El Muerto, Nicolás. Ese no olvida ni perdona. Y si está detrás de ti, será por algo que sospecho, pero prefiero no saber.
—Voy a preguntar una pelotudez: ¿Si es culpable, por qué no lo detienen?
—Yo seré ingenuo con las tías, pero tú has leído muchas novelas. Con el trabajo que hay en comisaría, la muerte de un pobre diablo no le interesa a nadie. El Muerto ya caerá por otra cosa, y entonces saldrá a relucir lo que tiene pendiente.
Me dio las gracias y me recomendó que me cuidara. Y salió corriendo en busca de la mujer a la que iba a redimir de sus propios apetitos. Parecía un buen muchacho. Y aunque siempre desconfié de los estereotipos, pensé que lo era. Me pregunté si llevaría un hijo de puta dentro, como Lidia, como Nina, como yo y como Noelia. Envidié su capacidad para creer y confiar en una causa, para pelear por su casilla en el tablero y seguir en juego aunque supiera que la derrota estaba asegurada y la victoria dependía del azar de un dado cargado.
Aspiré hondo el aire de la madrugada.
Quise sentir que había hecho una buena obra y no pude. La voz enana dijo que en realidad le había pasado al tal Manolo un problema que me asustaba. Para callarla, dije en voz alta que desde el mediodía no había probado bocado.
Abrí la puerta y subí los escalones de tres en tres. Solo tenía algo en claro después de ese día agotador: que necesitaba emborracharme y comer algo.
O viceversa.
El mundo era un amarillento espejo rajado que auguraba setecientos setenta y siete años de mala suerte si abría un ojo y lo dejaba entrar en la oscuridad de mi resaca. Abrí un ojo y lo volví a cerrar. Tarde. Había caído en la trampa. Eran por lo menos las cinco de la tarde, alguien me había desnudado, y mi cabeza iba a explotar, para salpicar de ideas lúgubres todo el dormitorio y arruinar el trabajo de Nina, que llevaría un par de horas adecentando la casa. Olor a limpio, a pino o limón. «
Pino
», pensé sin seguridad. La voz quebrada de Armstrong competía con su trompeta por ver cuál de las dos se desgarraba primero.
Abrí los ojos. Nina cruzó frente a la puerta acarreando una bolsa con basura en la que tintineaban las botellas. Llevaba una de esas túnicas sueltas que se ponía para estar en casa. Iba descalza, las piernas morenas disfrutando del ejercicio, el pelo recogido en una cola. Entró en el dormitorio y empezó a recoger cosas del suelo, abrir y cerrar puertas, todo con el mayor ruido posible. Estaba junto mí y su mirada no anunciaba nada bueno.
—¿Qué hora es? —pregunté.
—Hora de levantarse, o perderás el turno de la próxima borrachera.
Se sentó en la cama, lejos de mí.
—Mira, majo —enumeró, severa y desplegando dedos de su puño cerrado—: que no te fíes de mí, pase. Que te dé por emborracharte un día sí y otro también, es cosa tuya. Y si prefieres perder tus energías con la sosa de Lidia, habiendo lo que hay ante tus ojos sanguinolentos, tú sabrás. ¡Pero ni sueñes que te voy a hacer de asistenta y enfermera todo el tiempo!
—¿Por qué me desnudaste?
—Porque cuando alguien se vomita encima, hay que lavar la ropa, guarro. Te arrastré hasta el baño, y cómo pesas, cabrón. Te desnudé y te lavé sin mucha colaboración. Algún monosílabo y poco más. Te traje hasta la cama y, como no había una grúa libre, me dejé un riñón para acostarte.
—Te ganaste una nube en el mejor barrio del cielo. Y después, ¿qué?
—Nada —mintió. Cruzó las piernas sobre la cama—. Bueno, ¿y qué? ¿Acaso me vas a acusar de violación? Lo más que podrás achacarme será intento... ¡Te veía tan tierno, así dormido! Empecé a acariciarte casi sin morbo. Ronroneabas. Respondías, aunque no mucho, y empecé a besarte todo el cuerpo. Quería amarte un poco, sin tu desconfianza ni tus putas preguntas —reprimió un sollozo—. Y parecía que reconocías mis labios...
Recogió un envase de limpiador que había en el suelo y fue hacia la puerta. Pero la rabia pudo más y me fusiló con los ojos mientras mordía las palabras:
—¿Y sabes lo que pasó cuando estabas a punto de correrte, cuando te revolvías dormido, pero que muy despierto en mi boca? ¡Empezaste a gemir: «
seguí negrita, seguí; seguí, Lidia, seguí
», o como habléis en tu puto país! ¡Eso ocurrió, pedazo de mamón, eso!
Dos lágrimas se asomaron a sus ojos. Me tiró el envase de limpiador y salió corriendo. No llegó a darme, rebotó en la pared. Lo levanté. Tenía razón: era de pino.
Junté fuerzas para buscar un vaquero y me lo puse sin calzoncillos. El tanga de Nina que llevaba en el otro vaquero estaba plegado y limpio en la mesita al lado de la cama. Lo metí en el bolsillo y salí. Ella estaba en la cocina, sirviendo un gran jarro de café. Los hombros le temblaban. Pasó delante de mí y se tumbó en los almohadones del salón. Me senté frente a ella y bajó la cabeza. Había pasado del orgullo escarpado a la pena lisa y llana. Le alcé la cara.
—Tendría que estar muy borracho para confundirte con otra, porque sos única. Pero al margen de Lidia y de nosotros dos, está lo otro, Nina. Y no puedo seguir a medias: o confío en vos, o le busco la vuelta a este lío por mi cuenta. Me pedís que te quiera y me gustaría. Pero para eso tengo que seguir vivo...
—Hagamos un pacto. Te cuento, me cuentas, y hasta que esto acabe, seremos camaradas sin sexo. Salvo que vengas a pedirme otra cosa... por favor.
—Tampoco hay que exagerar —protesté.
—Sí hay que exagerar, señor Sotanovsky —corrigió—. Usted ha rechazado mis atenciones, y ahora, si quiere probar este manjar —se levantó la camisola y no llevaba nada—, tendrá que pedirlo por favor. Y con insistencia.
Me encogí de hombros, como si no me importara perder el «manjar».
—Empiezo yo. Está claro que ustedes se dedican a blanquear dinero; y que El Muerto era uno de los selectos clientes que tenían...
—Que tenía Noelia —dijo Nina muy seria—. Durante bastante tiempo ignoré lo que ocurría, porque me pasaba seis meses desconectada. Y ella organizaba bien sus negocios sucios. Pero yo estaba al margen. Cuando hace tres años descubrí cómo estaba usando Noelia el bufete, disolvimos la sociedad. Me faltó esto para quedar pringada, y ella, que era la responsable, salió inmaculada... como siempre.
—Admitido con reservas —concedí—. Por entonces, El Muerto dio un golpe de casi un millón de euros en una financiera llamada Financur aunque, oficialmente, el botín eran unas monedas. Pero un tipo como él se dejó atrapar sin tirar un tiro y con todo el dinero. ¿Eso qué te dice?
Pensó un instante.
—Hay dos posibilidades —declaró—: o es gilipollas, que todo es posible, o la pasta de Financur «quemaba»... Hay financieras que gestionan el dinero negro de la droga, los chanchullos políticos, o lo que sea. Parecen negocios que rondan la ruina, pero mueven mucha pasta que no figura en ningún registro legal.
—¡Eso es! El Muerto tiene entre manos un botín peligroso y se hace detener con lo declarado legalmente, tras esconder la otra parte de la guita, la más gorda...
—Brrrr. Dices «la más gorda» y me entra una cosa por el cuerpo...
—¿No eras partidaria de la camaradería platónica? —la provoqué.
—Contigo, sudaca, contigo. Pero hay más hombres, ¿recuerdas?