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Authors: Carlos Salem

Un jamón calibre 45 (14 page)

BOOK: Un jamón calibre 45
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Sopló un beso muy serio y se marchó.

No comí mucho más, pero el vino era suave y denso. Recogí los platos y me desnudé. Venciendo el cansancio, me di una ducha, a riesgo de quedarme dormido bajo el agua. No fue así, pero tampoco logró despejarme del todo.

Cuando iba sonámbulo y todavía mojado hacia la cama, recordé algo. Busqué la vieja caja de música y con ayuda de un cuchillo desmonté el mecanismo. Fumé un cigarrillo mientras mis párpados tiraban para abajo. Me reí con la risa de otro. Era ridículo: en pelotas, agotado y con la piel llena de moretones, el protagonista se negaba el sueño fumando en silencio. Extrañé al gato Silvestre. ¿Lo había visto de verdad o era un sueño más que soñaba despierto? Sacudí la cabeza y busqué la caja de madera que había visto antes. No pude encontrarla y la décima parte de mi cerebro que seguía consciente interrogó al resto en vano.

Sabía la respuesta: me sentía en deuda con Nina y quería compensarla con una sorpresa, algo que dejarle cuando ya no estuviera, cuando fuera alguien del que hablar en pasado.

Nicolás era.

Nicolás decía.

Nicolás no creía y hacía bien en no creer.

Entonces, cuando yo fuera nada más que un nombre en tiempo pasado, Nina podría abrir la caja de trocitos de madera y encontrarme en el baile de esa bailarina con una sola pierna, que al compás de
Para Elisa
seguiría girando como el tiempo y los días, como todo seguiría menos yo.

Me alegró imaginar a Nina llorando mi recuerdo junto a la caja de música; de todas las posibles viudas ignoradas que dejaba, ella era la única que me debía algo: me debía la verdad.

Y yo no podía encontrar la puta caja para consumar mi venganza de ultratumba.

Me fui a dormir, pensando que eso podía querer decir algo.

Pero no sabía qué era.

21

—¿Te gusta lo que ves? —preguntó Lidia.

Me gustaba. Mucho. No se parecía en nada a la chica brillante y un poco desastre que durante años había sido casi mi hermana. Estaba cambiada y no era solo por el corto, escotado y estrecho vestido que la desvestía, ni por el corte de pelo, ni por las curvas que ahora, después de tantos años, venía a descubrirle. Era algo en la mirada, una picardía nueva y sin embargo vieja como el viento. Y algo más que no conseguía precisar.

—Lo que me tiene perplejo es tu nuevo look. Te advierto que estoy molido y no podré contener a la jauría de hombres que se te echará encima...

Rio y también su risa era otra. Los corazones de todos los hombres de la cervecería —incluido el mío— se aceleraron.

—Hay un remedio: que les ganes de mano...

—¿Y dónde quedaría mi prestigio internacional de caballero andante y desinteresado, eh? —Quise tomar el desvío de la broma que tantas veces recorrimos juntos, para alejarnos de otras rutas más comprometidas.

Pero todos los cruces me llevaban al mismo punto: sus piernas hipnóticas, su figura sensual que me sorprendía, sus pechos que se sostenían sin ayuda. Y esa mirada. Lidia siempre había sido una linda piba, pero escondida, como si le diera vergüenza llegar a ser bella. Pensé que nunca la había imaginado desnuda, ejercicio que yo practicaba hasta con las monjas; y su forma habitual de vestir no ayudaba. Pero eso no explicaba nada. Una mujer joven no puede esconder
ese cuerpo
bajo ningún ropaje, aunque me desconcertó la certeza de que jamás la había visto en la playa en Argentina. Pese a los cambios, no había maquillaje ni dieta intensiva. Era la actitud, como una mariposa que dice acá estoy y basta de esconder mis colores.

—¿Querés que te diga dónde te podés meter tu prestigio de caballero andante, Nicolás? —preguntó.

Su voz.

Era y no era la voz de Lidia. Más áspera y, al mismo tiempo, más sedosa. Una voz con memoria de noches quemadas en incendios de sábanas desconocidas, de amaneceres sin preguntas ni nombres. Una voz peligrosa, para ella misma y para el que la escuchara de cerca.

La estudié otra vez. Y no pude encontrar en ella el rastro de la amiga a la que confiara tantos desvelos y planes incompletos. Era otra mujer. Y muy deseable.

—Creo que a mi florcita pampeana le vino bien el riego del macho ibérico y policial...

—Manolo no tiene nada que ver. Aunque es cierto que me ha hecho sentir querida, que está pendiente de mí... —Volvió a sonreír—. Y que es muy macho.

—Olé.

—¿Desde cuándo nos conocemos, Nicolás? ¿Once, doce años? Y en ese tiempo, en todo ese tiempo de borracheras y confidencias, de venir a mi casa cuando se te caían los castillos; en todo ese tiempo, ¿nunca me tuviste ganas?

—Yo...

—Tranquilo, que mi rabia es solo mía y hacia mí. La historia de mi vida que cambia esta noche y no sé si para peor, pero cambia.

Bebí otro trago de bourbon mientras ella empezaba a hablar.

—Si alguien puede entender esto, es Nicolás Sotanovsky. No olvidés que durante años fui la primera y benevolente crítica de los relatos que escribías entre un amor para toda la vida y el siguiente: Dos en uno, el inquilino siempre presente y relegado, dentro del cuerpo gobernado la mayor parte del tiempo por la otra mitad... ¿Creías que era un síntoma exclusivo? No, Nico. A mí también me pasa, pero a mi manera. Desde que era una adolescente sé que tengo un cuerpo atractivo, pero lo escondía. Y lo escondí también a medida que pasaba el tiempo y llegaban las ilusiones y los chicos que me gustaban, que se acercaban atraídos por mi inteligencia, rondaban la idea, pero acababan por irse con otra más evidente que explotaba su casi siempre escaso capital de tetitas minúsculas y vaqueros ajustados. Yo, en cambio, me empeñé en camuflar atractivos, disimular curvas y ocultar las piernas de rodilla para arriba. Y conocí el sexo a manos de un vivo que resultó muy torpe, en la oscuridad apurada de un jardín, mientras adentro, una buena amiga se abría de piernas en mi dormitorio para atrapar al chico que más me gustaba, quedar embarazada, casarse, ponerle los cuernos con todo el barrio, y divorciarse cinco años después. Fue en mi fiesta de cumpleaños. Cumplía los quince.

Se enderezó y cruzó las piernas, balanceando el pie de la que quedaba encima. Aspiró profundo el cigarrillo y siguió hablando:

—Cuando murió mamá, me fui a estudiar a la capital. ¡Tenía tantas ilusiones! Creía que sería llegar y sacar afuera una parte de esa otra Lidia, esta que ves, hasta entonces relegada a algún episodio turbio y secreto, y a la intimidad de mi dormitorio cuando me masturbaba con furia frente al espejo, la puerta cerrada con dos vueltas de llave y el tocadiscos a todo volumen. Vigilando gemidos, Nicolás; midiendo la intensidad del pobre y ceniciento placer que me permitía...

Miré hacia las otras mesas, incómodo.

—Lo malo es que nada o poco cambió en la universidad, pese a vivir sola, sin el puto qué dirán del pueblo. Me acomodé, como una princesa boluda en su torre aburrida, en espera de que llegara el príncipe clarividente que supiera tender el puente entre las dos Lidias...

—Tanto esperar un príncipe, para que después apareciera yo...

—... pero no hubo príncipe. O a lo mejor no había puente. Y las dos nos habituamos a saber que había que vivir así: tu Lidia de siempre llevando el timón de noches vacías; yo esperando el momento oportuno para asesinarla. Claro que no es tan fácil asesinar a alguien que es parte de una, aunque sea una parte estúpida y reprimida. No deja de ser algo tuyo. Hay que tener paciencia, sumar agravios no aclarados, quejas no gritadas, tejer el odio en finas hebras, Nicolás, hasta que se vuelva espeso y sin retorno.

Creí que iba a llorar y entonces mi mano envolvería las suyas en inocente apoyo y todo volvería a la normalidad manejable de la eterna amiga un poco enamorada a la que no quería hacer daño y por eso postergaba. Pero no lloró, no era la Lidia de siempre; era otra mujer, muy atractiva y con algo duro detrás de las pupilas y esa voz que lo cambiaba todo.

—En fin —suspiró mientras cruzaba las piernas sobre la banqueta—. Lo tuyo es más urgente y tiene fecha de caducidad. Hablemos de ello.

Sacó del bolso una libreta de ahorros y me la dio:

—Mi saldo en el banco. —Ante mi silbido admirativo, explicó—: La vieja Lidia era una hormiguita que guardaba para el invierno, sin ver que el invierno era la estación en que vivía todo el tiempo. La de ahora, bebé, es una cigarra que quiere cantar y viajar...

—No lo entiendo... con tu sueldo en el diario...

—No querés entenderlo, pero te lo explico: manejo información, contactos, cosas que valen plata en la política o los negocios. Y únicamente una boluda escrupulosa como tu Lidia hubiera dejado escapar esas ocasiones. Tengo plata y mis papeles en orden, nadie sospecha de mi doble vida. De modo que nos vamos. No podés quedarte en Madrid con esos tipos pisándote los talones.

—Puedo manejarlos, creo.

Sacó un papel del bolso. El retrato robot no me hacía justicia, pero era yo.

—Tu amigo el detective pensaba lo mismo, Nicolás. Y le dibujaron una segunda sonrisa. Una gran sonrisa eterna, pero en la garganta...

No dije nada, porque no tenía nada que decir. La nueva Lidia sí:

—Nadie se fija en los pordioseros, pero ellos lo ven todo desde sus castillos de cartón. Uno te vio entrar anoche y salir esta mañana del edificio de Mar López. Encontraron tu nombre en una agenda, y el teléfono de la putita, pero nadie los relacionó...

—Salvo el sagaz Manolo.

—Así es. Y me trajo el dibujo para consultarme. Le mentí. Le dije que anoche habíamos cenado juntos, mientras revisábamos las notas de tu reportaje, y que nos habíamos quedado en mi casa hasta las tantas...

—Genial —dije—. Ahora, además de querer matarme un mafioso de cuarta, me querrá asesinar un policía de tercera. Voy progresando, negrita.

—No seas pavo. No le hizo mucha gracia, pero si no le gusta, que se joda. Además —volvió a sonreír—, puedo ser muy persuasiva...

No pregunté cómo había conseguido el dibujo, pero lo imaginaba. Y aunque me odié por eso, algo en mi entrepierna fatigada empezó a tensarse.

—No podés seguir así, Nico. O te matan los mafiosos esos, o la policía termina por cargarte la muerte del detective.

—¿Entonces?

—Entonces, te alquilo por un tiempo —declaró tocando la cartilla—. Nos vamos mañana mismo a recorrer Europa, o a África, si preferís. Si no querés que le pida a Manolo que te arregle lo del pasaporte, sé dónde comprar uno falso que te puede hacer cruzar cualquier frontera. Desaparecemos de este mapa donde nadie te quiere. Y después ya veremos. Con esto tenemos para vivir un buen tiempo a todo lujo. No te comprometo a nada: nos vamos ya del país y seguimos juntos el primer mes. Después, podés hacer lo que quieras o seguir conmigo. No creo que un mes de vacaciones juntos se te haga insoportable, ¿o sí?

La miré de arriba abajo, sin atrincherarme en los recuerdos ni ponerle un escudo de prejuicios. La miré como se mira a una mujer que promete y tiene con qué cumplir.

—Supongo que podría sobrevivir, Lidia.

No la llamé «negrita» y tomó nota. Le agarré la mano. Fue una caricia de hombre a mujer, en la que cabía la ternura y todo lo demás, incluidos el sudor y la lucha de los cuerpos.

—Pero no puedo irme. Y ya no es por miedo a lastimarte, que a lo mejor tengo que aprender a tenerte miedo. Es por mí. ¿Me querés decir qué mierda hago en España? Te lo voy a decir: escapar. Pero como lo hago con pereza, no se nota. Y me escapo de tantos recuerdos chiquitos pero afilados; me escapo de plantar batalla y de creer en algo. Me escapo porque aunque parezca más difícil, es tan fácil hacer un par de bolsos y seguir viaje...

Me miraba sin parpadear, como si entendiera.

—Estás muy buena, Lidia —reconocí—. Y soy un pelotudo por no haberte descubierto antes. Me podría enamorar de vos y joderte un poco la vida. Y cuando acabe todo esto, si todavía se mantiene la oferta, y no me refiero al viaje, sino a vos, a lo mejor me animo. Pero ahora no. Ahora ya no retrocedo otra casilla en el tablero, no vuelvo a tirar los dados, no pido más cartas; me planto con lo que tengo y lo que tenga que pasar, que pase.

—Nicolás...

—No: está decidido y no puedo cambiar. Esta vez no. Además...

—Nico...

—Suena a boludez, pero alguna vez tengo que decir acá me planto y ver qué pasa...

Me tapó la boca con su mano:

—Que estoy de acuerdo, Nicolás. Lo entiendo y estoy de acuerdo.

Me ofendió un poco que no insistiera, pero no se lo dije. Mantuvo sus dedos en mis labios y dejó que uno resbalara en mi boca.

—¿Venís esta noche a no dormir conmigo? —preguntó.

Dije que sí con la cabeza.

Entonces la vi.

Detrás de los cristales, Noelia me miró durante un instante y giró la cabeza. Llevaba el vestido rojo que le había visto en la foto, que flotó cuando empezó a correr.

22

—¿Te gusta lo que ves? —preguntó Lidia.

Dejé un billete sobre la mesa, le pedí a Lidia que me esperara, y corrí hacia la puerta. Mejor dicho, quise correr, porque en ese momento una pandilla de parejas muy divertidas decidió jugar a que entraba y no entraba al local, una camarera se cruzó en mi camino con su bandeja cargada de cervezas, y dos viejitas se pusieron de pie con energía, a riesgo de romperse por el esfuerzo. Tardé casi dos minutos en llegar a la calle, pero me parecieron dos siglos. La busqué con la mirada, presintiendo que no la vería.

Pero la vi, casi dos calles más allá, cruzando a paso rápido el cerco de luz de una farola. Corrí, esquivando domingueros sorprendidos que temían un tirón en el bolso o miraban hacia atrás, para ver quién me perseguía. A mí también me hubiera gustado saberlo.

Bajé a la calle. Era preferible esquivar coches y avanzaba más rápido. Ya la tenía a la vista y no me había equivocado: era ella y era el vestido. Miraba hacia atrás cada tanto y sabía que la seguía.

Ocurrió de repente, pero es cierto que uno puede presentirlo un segundo antes; yo creía que era otra mierda de Hollywood, pero no. Supe que algo no encajaba y cuando el coche se cruzó en su camino, comprendí lo que era. La voluminosa sombra de Serrano se recortó contra la luz y en dos zancadas estuvo junto a ella. Quise gritar y avisarle, pero era demasiado tarde. Solo podía seguir corriendo y llegar junto a ellos, sin saber qué haría luego, porque Jamón ya la arrastraba de un brazo hacia el coche y yo estaba muy lejos todavía para hacer nada. Pensé que en las películas el protagonista siempre encontraba algo que lo sacara del apuro: una moto sin candado y con la llave puesta, unos tachos de basura que arrojar rodando contra el malo, un carrito de supermercado, algo. Yo no tenía nada, ni siquiera aliento. Busqué una piedra en la calle, una buena piedra que tirarle a Jamón cuando estuviera más cerca. No era muy heroico, pero lo distraería un momento. Busqué en el asfalto, en los costados de la acera, mientras seguía corriendo. Nada. Envoltorios de chicles, condones usados, ¡un zapato de bebé!; había de todo en la calle, menos piedras.

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