Read Un talento para la guerra Online
Authors: Jack McDevitt
La mujer le hablaba al suelo. Una biblioteca trataba de recomponerse a su alrededor. La focalicé.
La mujer era atractiva, de modales contenidos, burocráticos.
—Señor Benedict, permítanos presentarle nuestras condolencias por la pérdida de su tío. —Pausa—. Era un gran cliente de Brimbury y Cía., y también un gran amigo. Lo echaremos mucho de menos.
—Como todos nosotros —añadí yo.
La imagen cambió.
Los labios de la mujer temblaban, y cuando de nuevo habló había en su voz bastante incertidumbre como para persuadirme de que a pesar del discurso estereotipado había también un sentimiento genuino.
—Queríamos informarle de que usted ha sido designado único heredero de sus bienes. Tendrá que completar las formalidades necesarias que se detallan en el apéndice de esta transmisión. —Pareció vacilar un momento—. Hemos iniciado los procedimientos para declarar a Gabriel oficialmente muerto. Habrá, por supuesto, cierto retraso. Los tribunales nunca están ansiosos por resolver el caso de una persona desaparecida, aun en este tipo de situación. Sin embargo, deseamos actuar en su nombre en la primera ocasión que se presente. Consecuentemente, deberá enviarnos la documentación sin demora. —Se sentó y se arregló la camisa—. Su tío también dejó bajo nuestra custodia una comunicación sellada para usted, para que le fuera entregada en el momento de su muerte. Se activará al finalizar este mensaje por medio de su voz. Diga cualquier cosa. Por favor, no dude en informarnos si podemos serle de ayuda. Señor Benedict —su voz se volvió un susurro—, de verdad que lo lamentamos mucho.
Lo detuve, hice algunas pruebas y ajusté la imagen. Regresé a mi silla, pero permanecí sentado un largo rato antes de volver a poner la cinta.
—Gabe.
Las luces se debilitaron. De golpe me encontré en el antiguo estudio del segundo piso en la parte posterior de la casa, sentado en una silla mullida que alguna vez había sido mi preferida. Parecía no haber cambiado nada; las paredes tapizadas, los muebles pesados y viejos y las cortinas de color caoba me resultaban familiares. El fuego ardía en la chimenea. Y Gabriel estaba de pie a mi lado.
Se encontraba apenas a un brazo de distancia, alto, delgado, más canoso de lo que lo recordaba, con su cara parcialmente en la penumbra. Sin una palabra, tocó mi hombro, lo apretó.
—Hola, Alex.
Todo era un simulacro. Pero yo supe en aquel momento cuánto iba a extrañar al viejo bastardo. Tenía sentimientos encontrados, y eso me sorprendió. Habría esperado que Gabe aceptara su desgracia sin someter a nadie a despedidas sentimentales. No iba con él.
Yo quería romper la ilusión, solo sentarme y observar, pero tuve que contestar, porque si no las imágenes solían responder pidiéndote que hablases, o asegurándote que todo iba bien, y eso era lo último que quería.
—Hola, Gabe.
—Dado que estoy aquí —dijo melancólicamente—, presiento que las cosas deben de andar mal.
—Lo lamento —repliqué.
Se encogió de hombros.
—Son cosas que pasan. El momento no puede ser peor, pero no puede uno tener siempre el control de todo. Supongo que tú sabrás los detalles. Aunque posiblemente no, ahora que lo pienso. Allá donde voy hay posibilidades de que desaparezcamos y que nunca más se vuelva a oír de nosotros.
Sí
, pensé.
Pero no del modo que esperas.
—¿Adónde vas?
—De caza. A La Dama Velada. —Sacudió la cabeza. Pude ver que estaba muy afligido—. La puta que los parió. Alex, las cosas a veces salen muy mal. Espero que, pase lo que pase, pueda tener éxito. No quisiera morirme sin conocer la verdad.
La súplica, porque eso es lo que fue, quedó en el aire.
—Nunca llegaste a la Estación Saraglia —dije.
—Oh. —Frunció el ceño. Parecía que iba a desvanecerse. Se apartó de mí, rodeó una mesita que llevaba años en la casa y se dejó caer pesadamente en una silla frente a la mía—. Lástima.
Se movía más despacio, con movimientos ahora más deliberados, y una expresión astuta en su rostro. Era difícil juzgar si mostraba los efectos de la edad o si, simplemente, respondía a la noticia de su muerte. En cualquier caso, la conversación se volvía gris, de una temblorosa incertidumbre y con un regusto a queja por las cosas por hacer.
—Tienes buen aspecto —le dije honestamente. Era, en esas circunstancias, una observación ominosa. Pareció no notarlo.
—Lamento que no tengamos oportunidad de conversar juntos al menos una vez más. Esto es un pobre sustituto.
—Sí.
—Me habría gustado que las cosas hubieran ido mejor entre nosotros.
No se podía responder fácilmente a eso. Él fue para mí la única familia que tuve, y habíamos sufrido los habituales avatares de esa situación. Pero hubo más: Gabe era un idealista.
—Me lo pusiste muy difícil —continuó.
Lo que quería decir era que yo había logrado llevar una vida cómoda vendiendo artefactos raros a coleccionistas privados. Una actividad que él consideraba inmoral.
—No quebranté ninguna ley-respondí. Discutir no tenía sentido: nada de lo que pudiera decir volvería al emisor. Gabe estaba ahora por encima de toda clase de comunicaciones. Solo quedaba aquella ilusión.
—La quebrantaste un poco aquí. Ninguna sociedad civilizada transige con lo que tú haces sin ciertas restricciones. —Respiró profundamente y exhaló con lentitud—. Dejémoslo así. Yo pagué un precio muy alto por mis principios, mucho más de lo que hubiera deseado, Alex. Ha pasado mucho tiempo.
La figura que estaba ante mí no era sino una ilusión electrónica que sabía solo lo que mi tío podía decir en el momento de almacenar la información. No tenía idea de los principios de los que hablaba, ni de la pena que yo sentía. Pero podía hacer algo que a mí me hubiera gustado muchísimo haber hecho.
—Lo lamento —dijo—; si tuviera que volver a empezar, lo dejaría pasar.
—Pero aun así lo desaprobarías.
—Por supuesto.
—Bien.
Sonrió y repitió mi comentario con satisfacción.
—Todavía hay esperanzas para ti, Alex. —Abrió un mueble bar con licores y extrajo una botella y dos vasos—. Mindinmist —ofreció—. Tu preferido.
Era hermoso estar en casa.
Violé una regla personal con ese sponder: me dejé llevar por las imágenes y me permití aceptar la ilusión que me proponían como realidad. Y me di cuenta de cómo extrañaba el estudio empapelado y lleno de libros de la parte posterior de la casa. Siempre había sido una de mis habitaciones favoritas. (La otra era el altillo, un lugar mágico desde donde muchas veces había observado el bosque para ver si venían los dragones o los soldados enemigos.) Olía a pino, a frescas cortinas de tela y a cubiertas de libros y leños. Estaba lleno de fotos exóticas: un templo abandonado cubierto de vegetación, custodiado por un ídolo obsceno, todo panza y dientes, una columna rota en un desierto de otro modo vacío, un pequeño grupo reunido ante una pirámide escalonada bajo un par de lunas. Una reproducción del inmortal crucero de guerra
Corsario
, de Marcross, colgado en la pared, con dibujos plegables de hombres y mujeres con los que Gabe había trabajado.
(El plegado fue una de sus aficiones. Había hecho una figura con mi imagen, cuando tenía alrededor de cuatro años, en mi viejo dormitorio.)
Además siempre había artefactos: juguetes, ordenadores, lámparas, estatuas que Gabe había traído de distintos sitios. Aún en ese momento alcanzaba a ver con claridad un objeto cilíndrico y erguido en un estuche de vidrio.
Dirigí mi copa hacia donde él estaba. Él a su vez levantó la suya, y por un instante nos miramos fijamente. Apenas podía creer que Gabe y yo estuviéramos por fin actuando correctamente. El licor estaba tibio, muy suave y tenía un regusto a tiempos pasados.
—Hay algo que tendrás que hacer —dijo.
Se hallaba de pie, delante de la ilustración de VanDyne de las ruinas de Punto Edward. Ya saben cuál: restos ennegrecidos bajo anillos rojos y dorados y un grupo de lunas plateadas. Tal como lo encontraron después del ataque.
La silla era cómoda. Inconcebiblemente cómoda, como también el Mindinmist era soberbio. Se logra esa clase de efectos con objetos que en realidad no existen. Algunos dicen que la perfección estropea la ilusión y que los sponders resultarían más creíbles si las sensaciones físicas fueran más débiles o imperfectas. Como con las cosas reales.
—¿Qué? —pregunté, pensando que me iba a pedir que administrara la herencia de manera provechosa. Algo así como procurar que el dinero sirviera para una buena causa. No gastarlo todo en diversión y mujeres.
Miró fijamente el fuego, que se avivó al caer con pesadez un tronco entre los leños. Una nube de chispas ardieron un instante y murieron. Pude sentir el calor en mi cara.
—¿Cómo fue? ¿Un ataque al corazón? ¿Problemas con la nave contratada? Diablos, ¿me atropelló un taxi rumbo al aeropuerto espacial?
No pude evitar una sonrisa ante la sensación de que el simulacro era muy curioso.
—Gabe —respondí—, el vuelo nunca llegó a salir del salto.
—¿No es mala suerte? —Esbozó una sonrisa amarga que se transformó en una tempestuosa carcajada—. He muerto en el jodido ramo comercial. —Comencé a reírme yo también. El Mindinmist me calentaba el estómago. Volví a llenar los vasos—. Ridículo —dijo.
—La forma más segura de viajar —observé yo.
—Bueno, merezco que me maldigan si vuelvo a cometer el mismo error. —Pero la carcajada se convirtió en un largo silencio—. Aun así, me habría gustado verlo.
Esperaba que dijera más. Como no lo hizo, lo interrogué directamente.
—¿Ver qué? ¿Qué estabas buscando?
Eludió la respuesta.
—Para ser honesto contigo, no me siento cómodo haciendo esto. Quiero decir que no me parece decente que las personas departan después de se que han… —sacudió una mano vagamente, buscando la expresión deseada— ido a un mundo mejor. —Sus palabras sonaban vacilantes. Perdidas—. Pero hay que estar prevenido. —Sus ojos buscaron los míos y se agrandaron—. ¿Te acuerdas de Hugh Scott?
—No —dije, después de pensarlo unos instantes.
—No hay razón para que te acuerdes, creo. ¿Y de Terra Nuela? ¿Recuerdas eso?
Y tanto que me acordaba. Terra Nuela fue el primer lugar habitable que se edificó fuera del sistema solar. Fue construido en un planeta caliente y rocoso, Beta Centauri, y ahora era, por supuesto, más pequeña que un agujero en el desierto. Fue la primera excavación a la que Gabe me llevó.
—Sí —respondí—. El lugar más caluroso que he conocido.
—Scott estaba en ese viaje. Pensé que a lo mejor lo recordabas. Acostumbraba a llevarte a pasear al caer el sol.
—Sí, sí —dije, recordando vagamente a un hombre corpulento de tez oscura y barba. Por supuesto, por aquel entonces todo para mí era enorme.
—Si hubieras conocido a Scott hace años, como yo lo conocí, hoy no lo reconocerías.
—¿Problemas de salud? ¿De pareja?
—No, nada de eso. Ocurrió después de una misión del Departamento de Investigaciones, hace más o menos tres años. Volvió sombrío, preocupado, desorientado. No como era antes. La verdad, sospecho que un psiquiatra diría que se trata de un cambio fundamental de personalidad. No te habría gustado estar con él.
—¿Por qué?
—Se hallaba a bordo del
Tenandrome
, una de las más grandes naves de transbordo. Vieron algo extraño en La Dama Velada.
—¿Qué?
—Nunca quiso decírmelo, Alex. No admitió nada.
—¿Entonces estás infiriendo…?
—Sé lo que vieron. O al menos creo que lo sé. Yo estaba a punto de salir hacia allí cuando… —Se detuvo, incapaz de seguir, y extendió una mano balanceándola hacia el techo.
—¿Qué crees que vieron?
—No sé cuánto puedo decirte. Siempre hay problemas de seguridad con estas transmisiones. Y no querrás que esto circule.
—¿Por qué no? —pregunté.
—Créeme. —Se acomodó en la silla rascándose la frente, como hacía siempre que trataba de concluir un tema—. Debes regresar a casa. Lo siento, pero no puede evitarse. Jacob tiene cuanto necesitas. Está en el archivo de Leisha Tanner. Los abogados te darán el código de acceso. —Lo vi repentinamente agotado; no obstante, permanecía de pie—. Perderse esto es una mierda, Alex. Te envidio.
—Gabe, tengo cosas que hacer aquí. No puedo dejar esto de golpe.
—Lo entiendo. Habría sido más fácil para mí, supongo, ir a cualquier otra parte buscando ayuda. Tengo varios colegas que venderían su alma por esto.
Pero yo quería recompensarnos por el tiempo perdido. Mi regalo y tu recompensa. Alex. Haz lo que te pido. No vas a arrepentirte. O eso creo.
—¿No puedes adelantarme algo?
—No más de lo que te he dicho. El resto te espera en casa.
—¿Quién es Leisha Tanner?
No respondió.
—Tendrás que guardarte todo esto para ti mismo. Al menos hasta que sepas de qué se trata. Alex, también debería decirte que el tiempo apremia. La oferta irá a cualquier parte a no ser que te presentes en las oficinas de Brimbury y Cía. en unos treinta días hábiles. Lo lamento, pero no puedo arriesgarme a que esto se nos escape.
—Gabe, todavía eres un hijo de puta. —Lo dije con suavidad, y él sonrió.
—Te diré más. —Se le veía arrogante—. Sé la verdad acerca de Talino.
—¿Quién carajo es Talino?
—Ludik Talino —respondió apretando los labios.
—Oh —exclamé—. El traidor.
—Sí. —Asintió. Hablaba como en sueños—. El piloto de Christopher Sim. Tal vez uno de los hombres más desafortunados que hayan existido jamás.
—«Infame» sería más adecuado.
—Sí. Bueno. Todavía desata pasiones después de dos siglos. —Ahora se movía ágilmente alrededor del cuarto. Siempre había sido una fuente de energía—. ¿Sabías que proclamó continuamente que era inocente?
Me encogí de hombros.
—Todo eso pasó hace mucho tiempo, Gabe. Puedo entender tu interés, pero no logro imaginarme por qué habría riesgo de seguridad en algo concerniente a Ludik Talino. ¿No podrías explicarme un poco más?
—No puedo decir nada, Alex. No tienes idea de lo que está en juego. Ven tan pronto como puedas.
—Bien, lo haré. —Me costaba cada vez más poder hablar. Realmente me importaba un comino la colección de vasijas de cerámica o lo que fuera que él creyera haber reunido esta vez. En cierto sentido, estos eran nuestros últimos momentos juntos. Yo solo pensaba en eso—. Informaré a los abogados de que estoy en camino. Pero tengo que resolver algunas cosas aquí. ¿Me darán esos treinta días? Quiero decir que si lo que tú me ofreces tiene dos siglos de antigüedad, seguramente unos pocos meses no tendrán importancia.