El rey Arturo se había adelantado con la cuestión del ejército mucho más de lo que yo había previsto. Había pensado que mientras me encontrase ausente él no tomaría cartas en el asunto y por eso no diseñé un esquema que sirviese para determinar los méritos de cada oficial. Me había limitado a comentar que sería aconsejable someter a cada aspirante a un difícil y exhaustivo examen, y en mi fuero interno me había propuesto elaborar una lista de cualificaciones militares que sólo podrían ser superadas por mis alumnos de West Point. Debía haberme ocupado de ello antes de partir, porque el rey estaba tan entusiasmado con la idea de un ejército permanente, que deseaba poner manos a la obra, y ahora me daba cuenta de que, por lo visto, no había podido contener su impaciencia y había esbozado unos exámenes salidos de su propia mollera.
Yo estaba impaciente por ver en qué consistía su examen, y además por demostrar cuánto más admirable era el que yo había diseñado y que exhibiría ante el Consejo Examinador. Se lo insinué al rey, de paso, y esto aguijoneó su curiosidad. Cuando el Consejo estuvo reunido entré en el recinto detrás del rey, y detrás de mí entraron los aspirantes. Uno de estos aspirantes era un joven y brillante alumno de West Point, acompañado por unos cuantos profesores de la Academia.
Cuando vi a los integrantes del Consejo Examinador no supe si echarme a reír o llorar. Lo presidía un oficial que en siglos futuros sería conocido como Norroy Reydearmas. Los otros dos miembros eran jefes de sección en su departamento, y, por supuesto, los tres eran clérigos. Todos los funcionarios a quienes se les exigiera leer y escribir por fuerza debían ser clérigos.
Por deferencia hacia mí, mi candidato fue llamado el primero. El presidente del Consejo se dirigió a él con oficial solemnidad:
—¿Nombre?
—Maleza.
—¿Hijo de?
—Arañón.
—Arañón… Arañón… Hum, parece que la memoria me falla; no consigo recordar ese nombre. ¿Ocupación del padre?
—Tejedor.
—¡Tejedor! ¡Que Dios nos proteja!
El rey se tambaleó desde la corona hasta sus reales calzas; uno de los funcionarios se desmayó y los otros estuvieron al borde del colapso. El presidente del Consejo logró contenerse y dijo en tono indignado:
—Suficiente. Largo de aquí.
Pero yo apelé ante el rey. Le rogué que mi candidato fuese examinado. El rey estaba dispuesto a concedérmelo, pero los integrantes del Consejo, nacidos todos de noble cuna, imploraron al rey que no les hiciese sufrir la ignominia de examinar al hijo de un tejedor. Yo sabía que de todas formas no tenían los conocimientos suficientes para examinarle, así que uní mis súplicas a las suyas y entonces el rey encomendó la tarea a mis profesores. Yo había hecho traer una pizarra, que ahora se colocó al frente, y comenzó el espectáculo.
Daba verdadero gusto escuchar a este muchacho explicar la ciencia de la guerra, y disertar con lujo de detalles sobre batallas, asedios, suministros, transportes, colocación y desactivación de minas explosivas, grandes tácticas, estrategia general y estrategias menores, servicio de señales, infantería, caballería, artillería, cañones de asedio, cañones de campo, cañones de medio alcance, cañones de largo alcance, ejercicios de tiro con mosquete, ejercicios de tiro con revólver, mientras aquellos besugos no lograban entender una sola palabra, y daba gusto verlo resolver sobre la pizarra auténticas pesadillas matemáticas que hubiesen dejado perplejos a los mismos ángeles, y hacerlo como si no se le diera nada, y daba gusto escucharlo hablar concienzudamente acerca de eclipses, cometas, solsticios, constelaciones, hora promedio, hora sideral, hora de comer, hora de acostarse y cualquier otra imaginable por encima o por debajo de las nubes que pudiese servir para acosar o desconcertar al enemigo y hacerle desear que no hubiese venido, y cuando, al final, el muchacho saludó militarmente y se hizo a un lado, yo estaba lo suficientemente orgulloso de él como para abrazarlo, y todos los demás estaban tan deslumbrados que parecían en parte petrificados, en parte borrachos y totalmente abrumados. Juzgué que la partida ya estaba asegurada, y por un buen margen.
La educación es una gran cosa. Éste era el mismo muchacho que se había presentado en West Point como un completo ignorante, hasta el punto de que al preguntarle: «¿Qué debe hacer un oficial general cuando en el campo de batalla cae muerto el caballo que cabalga?», había respondido, con toda la ingenuidad imaginable:
«Levantarse y limpiarse un poco».
A continuación fue llamado uno de los jóvenes nobles. Quise hacerle unas cuantas preguntas:
—¿Su señoría sabe leer?
Su gesto se congestionó por la ira y me espetó lo siguiente:
—¿Me tomáis por un escribano? Voto al cielo que mi linaje no es de…
—¡Responde a la pregunta!
Con gran esfuerzo consiguió dominar su soberbia y balbucear:
—No.
—¿Sabes escribir?
Intentó protestar de nuevo, pero le dije:
—Limítate a contestar las preguntas y ahórrate los comentarios. No te encuentras aquí para hacer alarde de tu noble alcurnia ni de tus gracias, y no se permitirá que hagas nada por el estilo. ¿Sabes escribir?
—No.
—¿Sabes la tabla de multiplicar?
—No sospecho a qué os referís.
—¿Cuántas son ocho por seis?
—Es un misterio para mí, ignoto en razón de que no se ha presentado en todos los días de mi vida una emergencia tal que me impeliese a descifrar ese enigma y, por tanto, al no haberse presentado la necesidad, dicho conocimiento no habita en mi espíritu.
—Si A cambia a B un saco de cebollas, con un valor de dos peniques el kilo, por una oveja que vale cuatro peniques y un perro que vale un penique, y C mata al perro antes de que éste sea entregado, porque ha sido mordido por dicho perro, que le había confundido con D, ¿qué cantidad le debe todavía B a A y quién debe pagar por el perro, C o D, y quién debe recibir el dinero? Y en el caso de A, ¿sería un penique suficiente o tendría derecho a reclamar daños consiguientes en forma de dinero opcional para cubrir las posibles ganancias que hubiera podido obtener con el perro y que podrían ser clasificadas como incrementos percibidos o, lo que es equivalente, en usufructo?
—En verdad, yo digo que en toda la sapiente e indescifrable providencia de Dios, que de manera misteriosa despliega los prodigios que realiza, nunca me había sido dado escuchar una pregunta que se asemeje a ésta por la confusión de la mente y saturación de los canales del pensamiento. Por consiguiente, os ruego que dejéis que el perro y las cebollas y todas estas personas de extraños e impíos nombres encuentren por sí mismos la manera de ponerse a salvo de sus deplorables y asombrosas dificultades, sin contar con mi ayuda, porque ciertamente sus problemas ya son suficientes, y si yo tratase de ayudarlos bien podría perjudicar su causa aún más, y tal vez no viviría yo lo suficiente para ser testigo de la desolación por mí acarreada.
—¿Qué sabes de la ley de atracción y la ley de gravitación?
—Si dichas leyes existen, quizá hayan sido promulgadas por su majestad el rey cuando yo me encontraba enfermo en casa a principios de año, y por tanto no me fue posible enterarme de su proclamación.
—¿Qué sabes de la ciencia de la óptica?
—He oído hablar de gobernadores de plazas y senescales de castillos y alguaciles de condados y numerosos cargos y títulos de honor, pero aquel a quien llamáis Ciencia de la óptica no lo había escuchado nombrar nunca antes. ¿Será por ventura un nuevo dignatario?
—Ya lo creo.
Tratad de imaginaros a un molusco como éste presentándose seriamente como aspirante a un puesto oficial, cualquiera que fuese. ¡Caray! Si tenía todas las características de un mecanógrafo copista, excepto la inclinación a hacer correcciones no solicitadas a tu gramática y tu puntuación. Era incomprensible que no recurriese también a un poco de ayuda en ese terreno, en vista de su desmesurada incapacidad para el cargo, pero ello no probaba que careciese de la mencionada inclinación, sino simplemente que ni siquiera había llegado al nivel de un mecanógrafo copista. Después de fastidiarlo con unas cuantas preguntas más, le solté a los profesores, que le dieron cuatro vueltas en lo referente a la guerra científica y, por supuesto, le encontraron totalmente vacío. Tenía algunas nociones de la manera de guerrear de la época, aquello de rastrear las florestas en busca de ogros y de combates en esos torneos que parecían corridas de toros, pero, aparte de esto, estaba totalmente vacío e inservible. Luego nos ocupamos del otro joven noble, que hubiese podido pasar por gemelo del anterior, tanta era su ignorancia y su incapacidad. Dejé a estos candidatos en manos del presidente del consejo examinador, con la serena conciencia de que estaban tan verdes que sin más dilaciones serían rechazados. Fueron examinados en el mismo orden en que se habían presentado.
—¿Nombre, si tenéis la bondad?
—Pertipole, hijo de sir Pertipole, barón de la Cebada Molida.
—¿Abuelo?
—También sir Pertipole, barón de la Cebada Molida.
—¿Bisabuelo?
—Idéntico nombre y título.
—¿Tatarabuelo?
—No lo sabemos, reverendo señor, pues el linaje se pierde al remontarse tantos y tantos años.
—No tiene importancia. Son cuatro buenas generaciones y cumple los requisitos de la regla.
—¿Qué regla? —pregunté yo.
—La ordenanza que requiere cuatro generaciones de nobles para que el aspirante sea elegible.
—¿Entonces un hombre no es elegible para el cargo de teniente en el ejército si no puede probar cuatro generaciones de nobles en su familia?
—Así es; sin esa cualificación nadie puede ser nombrado para el cargo de teniente ni para cualquier otro cargo en el ejército.
—¡Pero, vamos, si esto es completamente pasmoso! ¿De qué sirve una cualificación como ésa?
—¿Que de qué sirve? Ésa es una pregunta espinosa, gentil sir Jefe, pues estaríamos objetando la sabiduría de nuestra Santa Madre Iglesia.
—¿Y eso por qué?
—Porque la Iglesia ha establecido la misma regla en lo que concierne a los santos. Según sus leyes, nadie puede ser canonizado hasta que lleve muerto cuatro generaciones.
—Ya veo, ya veo…, es lo mismo. Realmente asombroso. En uno de los casos el hombre es un muerto en vida con cuatro generaciones a cuestas, momificado por la ignorancia y la pereza, y esto lo hace apto para dar órdenes a personas vivas y hacerse responsable de su prosperidad o su desgracia, y en el otro caso un hombre permanece acostado con la muerte y los gusanos durante cuatro generaciones y ello lo hace apto para ocupar un cargo en el batallón celestial. ¿Está de acuerdo su majestad el rey con esta extraña ley?
Respondió el rey:
—¡Pardiez! En verdad que no veo en ella nada de extraño. Todas las posiciones de honor y de provecho corresponden, por derecho natural, a los que provienen de noble alcurnia, y por ende las dignidades que existan en el ejército son propiedad suya, sin necesidad de esta regla ni de ninguna otra. La regla no tiene otro motivo que marcar un límite, y su propósito es evitar la incorporación de sangre demasiado reciente, lo cual haría que estos cargos se considerasen con desprecio y que los hombres de linaje excelsos les volvieran la espalda y desdeñaran aceptarlos. Gran culpa recaería sobre mí si permitiese tal calamidad. Vos podéis permitirlo si tanto os importa, ya que contáis con la autoridad que os ha sido conferida, pero que lo hiciese el mismo rey sería el más extraño género de locura y resultaría incomprensible para todos.
—Me rindo. Proceda, señor presidente del Colegio de Heraldos.
El presidente resumió la sesión con la siguiente pregunta:
—¿Qué ilustre logro para honor del Trono y el Estado realizó el fundador de vuestro gran linaje, haciéndolo merecedor de ascender a la dignidad de la nobleza británica?
—Construyó una cervecería.
—Majestad, el consejo examinador encuentra que este candidato cumple perfectamente todos los requisitos y cualificaciones para ocupar un puesto de mando en el ejército, y retiene su nombre para tomar una decisión una vez examinado debidamente su contrincante.
El contrincante se presentó y también demostró que tenía cuatro generaciones de nobleza. Así que en ese momento había un empate en cuanto a cualidades militares.
Se apartó un momento y sir Pertipole fue interrogado nuevamente.
—¿De qué condición era la esposa del fundador de vuestro linaje?
—Pertenecía a la más alta gentileza terrateniente y, aunque no era noble, fue una mujer bondadosa, pura y caritativa, de costumbres y carácter tan intachables que podría equipararse con la mejor de las damas del mundo.
—Suficiente. Podéis salir.
Llamó otra vez al señoritingo contrincante y le preguntó:
—¿Cuál era el rango y la condición de la tatarabuela que confirió nobleza británica a vuestra eximia familia?
—Era manceba del rey y trepó hasta esa espléndida eminencia por sus propios méritos y sin ayuda de nadie desde la cloaca donde había nacido.
—Ah, esto es en verdad auténtica nobleza, la mezcla apropiada, perfecta. El cargo de teniente es para vos, gentil señor. Os ruego que no lo tengáis en poco; es un humilde paso que os conducirá a grandezas más acordes con el esplendor de un origen como el vuestro.
Me encontraba en el fondo mismo del pozo de la humillación. Había anticipado un triunfo fácil y enaltecedor, ¡y éste era el resultado!
Casi sentía vergüenza de mirar a la cara a mi pobre y desencantado cadete. Le dije que se marchara a casa y fuese paciente, pues no todo estaba perdido.
Celebré una audiencia privada con el rey y le hice una propuesta. Le dije que me parecía muy bien que los oficiales de ese regimiento pertenecieran a la nobleza y que difícilmente hubiese podido tomar una decisión más sabia. También le dije que sería una buena idea incorporar al ejército otros quinientos oficiales de hecho, incorporar tantos oficiales como nobles y parientes de nobles hubiese en el país, aunque llegase el momento en que existiese un número de oficiales cinco veces mayor que el de soldados rasos. Contaría así con un regimiento de élite, el regimiento más envidiado por todos, el regimiento real, con derecho a luchar a su manera y como mejor le pareciese, ir y venir a su antojo en tiempos de guerra y ser completamente independiente. Esto haría que toda la nobleza ardiese en deseos de ingresar en ese regimiento y que, una vez en él, se sintiesen contentos y satisfechos. Luego reclutaríamos al resto del ejército permanente con individuos del montón y como oficiales nombraríamos a gente común y corriente, como tenía que ser. A esta gente común y corriente la seleccionaríamos basándonos exclusivamente en la eficiencia, y haríamos que siguieran las órdenes al pie de la letra, sin permitirles inmoderaciones y ligerezas aristocráticas, y los obligaríamos a persistir en el trabajo día tras día, sin dar el brazo a torcer, de tal forma que cuando el regimiento real se sintiese fatigado y desease ausentarse para dedicar un tiempo a la búsqueda de ogros y otras diversiones, pudiesen marcharse tranquilamente, en la seguridad de que sus funciones quedarían en buenas manos, y que el negocio seguiría como de costumbre. Al rey le encantó la idea.