Los dos expertos que había solicitado llegaron por la tarde, por cierto bastante cansados, pues habían viajado a marchas forzadas. Habían traído en mulas de carga todo lo que yo necesitaba: herramientas, una bomba mecánica, trozos de tubería, fuegos artificiales griegos, cohetes explosivos, luces de bengala, rociadores de fuegos de colores, aparatos eléctricos y unas cuantas cosas más, es decir, todo lo necesario para realizar un milagro espectacular. Después de que los expertos comieron y durmieron una siesta, atravesamos la pradera que yo había delimitado como zona de exclusión, y la encontramos tan sola y tan completamente vacía que resultaba evidente que se habían excedido al cumplir mis condiciones. Tomamos posesión del pozo y sus alrededores. Mis muchachos eran expertos en todo tipo de cosas, desde la disposición del empedrado de un pozo hasta la construcción de instrumentos matemáticos. Una hora antes del alba habíamos reparado el escape a las mil maravillas, y el agua comenzaba a subir de nivel. Entonces colocamos los fuegos artificiales en la capilla, cerramos con llave el sitio y nos fuimos a dormir.
Antes de que terminara la misa del mediodía estábamos de nuevo en el pozo; aún quedaba mucho por hacer y yo estaba decidido a realizar el milagro antes de medianoche, lo cual sería muy conveniente para el negocio. Si un milagro resulta siempre valioso para la Iglesia, un milagro en domingo es seis veces más valioso. En nueve horas el agua había alcanzado su nivel habitual, es decir, llegaba hasta siete metros de la boca del pozo.
Instalamos una pequeña bomba de extracción, una de las primeras producidas por mi fábrica en los aledaños de la capital; luego abrimos un agujero en un depósito de piedra contiguo a la pared exterior de la cámara del pozo e insertamos en él un tubo de plomo lo suficientemente largo para llegar hasta la puerta de la capilla y extenderse más allá del umbral, donde el borbotón de agua podría ser visto por los doscientos cincuenta acres de gente que, según mis previsiones, se congregarían en la explanada adyacente al santo montículo cuando llegase el momento de mi actuación.
Cogimos un enorme barril vacío, le quitamos la tapa y lo colocamos sobre el techo plano de la capilla. Allí lo clavamos firmemente, depositamos en su fondo cerca de una pulgada de pólvora y lo llenamos por completo de cohetes. Teníamos cohetes de todos los tipos y de todas las clases, y la verdad es que formaban un manojo magnífico. Enterramos en la pólvora el alambre de una pila eléctrica de bolsillo, dispusimos una carga entera de fuego artificial griego en cada esquina del techo —una azul; otra, verde; la tercera, roja, y la última; púrpura—, y en cada carga introdujimos un alambre.
En la planicie, a unos doscientos metros de distancia, levantamos un corral y colocamos planchas sobre él, obteniendo así una especie de plataforma. Lo cubrimos con elegantes tapices que habíamos tomado prestados para la ocasión y lo coronamos con el trono del propio abad. Cuando te dispones a obrar un milagro en presencia de gente ignorante es aconsejable tener en cuenta todos los detalles: tienes que asegurarte de que la escenificación resulte impresionante para el público y tienes que ofrecer a tu invitado principal las comodidades pertinentes. Después de eso ya puedes dar rienda suelta a tu inventiva y sacar el provecho que puedas de tus efectos especiales. Sé muy bien cuál es el valor de estas cosas, porque conozco la naturaleza humana. Puedes darle a tu milagro toda la pompa y el estilo que se te antoje, en estas cosas nada resulta excesivo a los ojos del público. Es algo que requiere esfuerzo, trabajo y, a veces, dinero, pero al final vale la pena. Bueno, sacamos los alambres hasta el suelo de la capilla y los extendimos bajo tierra hasta la plataforma, donde escondimos las pilas. Cercamos la plataforma con una soga para contener a la multitud y con eso di por terminado mi trabajo por el momento. Había pensado que las puertas se abrieran a las diez y media y que la actuación comenzara a las once y veinticinco en punto. Me hubiera gustado cobrar la entrada, pero, por supuesto, no era posible. Di instrucciones a mis muchachos de que se presentaran en la capilla hacia las diez antes de que empezara a llegar la gente, listos para manipular la bomba de extracción en el momento adecuado y dar paso a la mayor de las maravillas que aquella gente habría presenciado. En seguida regresamos a casa a cenar.
Las noticias del desastre acaecido al pozo ya habían llegado lejos, y desde hacía dos o tres días una continua avalancha de gente había estado desembocando en el valle. La parte inferior del valle se había convertido en un enorme campamento. Desde luego, íbamos a contar con un público numeroso. Al atardecer los pregoneros hicieron varias rondas para anunciar el intento de milagro que se avecinaba, lo cual puso los ánimos de la multitud al rojo vivo. También notificaron que el abad y su cortejo desfilarían hacia la plataforma a las diez y media. Hasta esa hora nadie podría entrar en la zona que yo había proscrito, pero, finalizada la procesión, las campanas dejarían de tañer, lo cual significaría que los asistentes tenían permiso para entrar y ocupar sus sitios.
Yo ya estaba en la plataforma cuando apareció la lenta y solemne procesión del abad, pero sólo me fue posible distinguir a sus integrantes cuando alcanzaron el cercado, porque era una noche oscura, sin estrellas y no había permitido el uso de antorchas. En el cortejo venía Merlín, quien se sentó en la primera fila. Por una vez había cumplido su palabra. No se podía ver la muchedumbre que se amontonaba al otro lado de la soga, pero poco importaba; de cualquier modo sabía que estaban allí. En el momento en que las campanas dejaron de tocar, la masa de gente contenida se desbordó y, como una enorme marea negra, inundó todo el lugar. La oleada se prolongó durante media hora, al cabo de la cual pareció solidificarse, de modo que hubiese sido posible caminar varios kilómetros sobre aquel pavimento de cabezas humanas.
Siguió una espera solemne, de unos veinte minutos, uno de mis recursos para lograr un mayor efecto.
Siempre es conveniente que la audiencia tenga el tiempo suficiente para que la expectativa se multiplique.
Finalmente emergió de entre el silencio un cántico en latín entonado por voces masculinas, que se extendió en la vasta noche como una majestuosa y melodiosa onda. Yo mismo lo había dispuesto así, y resultó ser uno de los mejores efectos especiales que jamás había creado. Cuando finalizaron los cánticos me puse de pie y permanecí con los brazos explayados y el rostro elevado hacia el cielo —algo que siempre produce un silencio sepulcral— y entonces, muy lentamente, con una entonación tan temible que centenares de personas se pusieron a temblar y varias mujeres se desmayaron, pronuncié esta fantasmagórica palabra:
lronstantínupnlítaníseherdudelsa¢kpf¢ífenma¢hersgsells¢haft
16
En el instante en que pronunciaba los últimos trozos de la palabra oprimí una de las conexiones eléctricas y se produjo una explosión que iluminó a la sombría multitud con un espeluznante fulgor azuláceo. ¡El efecto fue enorme! Muchas personas soltaban alaridos, las mujeres se encogían y salían corriendo en todas las direcciones, los niños expósitos caían al suelo a montones. El abad y los monjes se persignaban una y otra vez, velozmente, mientras de sus labios brotaban plegarias exaltadas. Merlín parecía impasible, pero debía estar atónito; nunca en su vida habría visto empezar una actuación con algo semejante. Era éste el momento de comenzar a acumular los efectos. Levanté las manos y con voz agonizante farfullé esta palabra:
Níhílístendynamíttheaterhaestchenssprengungsattentaetsbersuchung¢n!
17
¡Y encendí el fuego rojo! ¡Deberíais haber oído aquel océano de gente gimiendo y bramando cuando el infierno carmesí se unió al infierno azul! Pasados sesenta segundos grité:
Transbaattruppentropentranstorttrampetthíertreíber= trauungsthraenentragoedíe!
18
Y encendí el fuego verde. Esta vez esperé sólo cuarenta segundos antes de desplegar los brazos en toda su extensión y gritar con voz de trueno las sílabas devastadoras de esta palabra entre todas las palabras:
Mekkamuselmannenmassenmenschenmoerdermohrenmuttermarmormonumentenmacher!
19
¡E hice explotar el resplandor púrpura! Ya estaban todos, fulgurando al tiempo, rojo, azul, verde, púrpura, cuatro volcanes furiosos, expulsando hacia el cielo espantosas nubes de humo luminoso y extendiendo un enceguecedor y multicolor resplandor hasta los últimos confines del valle. En la distancia se alcanzaba a distinguir al individuo aquel de la columna, erecto y rígido, con el cielo como fondo, suspendido su movimiento de vaivén por primera vez en veinte años. Sabía que los muchachos ya estarían junto a la bomba de extracción, dispuestos para comenzar, así que le dije al abad:
—Ha llegado el momento, padre. Me dispongo a pronunciar el pavoroso nombre y a desvanecer el hechizo. Le aconsejo que reúna todo su valor y que se agarre a algo —a continuación grité en dirección de la multitud—: ¡Atención, dentro de unos minutos se romperá el hechizo, si es que está en manos de un mortal el romperlo! Si así ocurre, todos lo sabréis, porque se verá el agua brotando de la puerta de la capilla.
Esperé un instante mientras los oyentes transmitían mi anuncio a quienes no alcanzaban a oír, de modo que se enteraran incluso los que se encontraban en las filas más apartadas; luego realicé una grandiosa exhibición de poses y gestos adicionales y finalmente grité:
—Hey, ordeno al vil espíritu que ha tomado posesión de la fuente sagrada que ahora mismo vomite hacia el cielo todos los fuegos infernales que aún le quedan, que disuelva su hechizo y se retire a alguna caverna, donde deberá permanecer inofensivo durante un millar de años. Lo ordeno nombrándolo por su tremebundo nombre:
¡BGWJJILLLGKKM!
En ese momento hice detonar el barril con los cohetes, y una inmensa fuente de resplandecientes lanzas de fuego se remontó hacia el cenit con un ruido siseante y explotó en mitad del cielo con una tormenta de joyas destelleantes. Un poderoso alarido de terror se levantó entre la masa de gente, pero se rompió repentinamente para dar paso a un atronador hosanna de júbilo, pues allí, a la vista de todos, en medio del misterioso resplandor, apareció el agua liberada que volvía a manar. El viejo abad no conseguía hablar, ahogado por las lágrimas y los sollozos, pero sin mediar palabra me apretó en sus brazos y casi me aplasta. El gesto, por supuesto, era más elocuente que las palabras. Y también es más difícil recuperarse de sus consecuencias en un país donde no existía un solo médico que valiese el pan que comía.
Era todo un espectáculo ver cómo la muchedumbre se precipitaba hacia el agua y la besaba. La besaba, la acariciaba, la mimaba, le hablaba como si se tratara de un ser vivo, le daba la bienvenida con los mismos nombres cariñosos que se reservan a las personas amadas, igual que si se reencontrase a un amigo querido que se había marchado desde hacía mucho tiempo y de quien no se habían tenido noticias. Sí, era algo hermoso de ver, y me hizo considerar a aquella gente con mayor aprecio del que había sentido hasta entonces.
Tuvieron que llevar a Merlín a hombros de regreso a Camelot. En el instante en que pronuncié el temible nombre se derrumbó, se hundió y aún no se ha recuperado. Jamás había escuchado ese nombre, ni yo tampoco, pero no puso en duda que se trataba del verdadero nombre. Lo mismo hubiese ocurrido con cualquier jerigonza que a mí se me hubiese ocurrido decir en ese momento. Incluso me confió tiempo después que ni la propia madre del espíritu habría podido pronunciar el nombre mejor que yo. Nunca entendió cómo me las había arreglado para sobrevivir, y yo no se lo dije. Únicamente los magos principiantes están dispuestos a revelar los secretos del oficio al primero que se lo pida. Merlín dedicó tres meses a ensayar encantamientos, tratando de descubrir el misterioso truco que le permitiría pronunciar el nombre y sobrevivir. No lo logró.
Cuando me dirigí hacia la capilla, el populacho se descubrió y retrocedió reverentemente para abrirme paso, como si fuese yo un ser superior…, y lo era. Me daba perfecta cuenta. Reuní a un grupo de monjes que harían el turno de noche y les enseñé a manejar el misterio de la bomba de extracción. Los puse a trabajar inmediatamente, pues era evidente que una buena parte de los espectadores se iban a quedar toda la noche a ver fluir el agua y, por consiguiente, era mínimamente justo que tuvieran todo el agua que quisiesen. Para aquellos monjes la bomba resultaba un misterio en sí misma, y les causaba gran asombro, además de la admiración por la manera tan extraordinariamente eficaz con que había actuado.
Fue una gran noche, una noche inmensa. La reputación que me proporcionaría era realmente imponderable.
Me sentía tan orgulloso que por poco no logro conciliar el sueño.
Mi influencia en el valle de la Santidad se había convertido en algo prodigioso y se me ocurrió que valdría la pena utilizarlo para algo de provecho. La idea me asaltó la mañana siguiente, cuando vi llegar a uno de mis caballeros, que trabajaba la línea de jabones y detergentes. Según contaba la historia, los monjes de este sitio habían tenido dos siglos antes la suficiente inclinación mundana para pretender tomar un baño. Podía ser que aún quedase algún vestigio de esta debilidad. Comencé a tantear el terreno hablando con uno de los hermanos:
—¿No te gustaría lavarte un poco?
Se estremeció sólo de pensarlo, quiero decir de pensar en el peligro que representaría para el pozo, pero me dijo con vehemencia:
—Huelga hacer tal pregunta a un pobre hombre que desde su niñez no ha disfrutado de esa refrescante bendición. Quiera Dios que me sea posible lavarme, gentil señor, pero no me tentéis tratándose de algo tan prohibido.
Y suspiró entonces de un modo tan lastimero que resolví que removería por lo menos una de las costras de su abundante colección, aunque tuviese que poner en peligro toda mi influencia. Así es que fui a ver al abad y le solicité un permiso especial para este hermano. Al escuchar mi petición el abad se puso muy pálido… Bueno, no es que lo viese palidecer, lo cual, desde luego, resultaba imposible de no haberlo restregado vivamente, lo cual yo no estaba dispuesto a hacer, pero el caso es que yo sabía que se había quedado lívido, y que detrás de una costra del espesor de un libro estaba blanco y tembloroso.