Un yanki en la corte del rey Arturo (21 page)

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Authors: Mark Twain

Tags: #Sátira

BOOK: Un yanki en la corte del rey Arturo
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—Prosigue.

—Pero en ese sitio escaseaba siempre el agua. Y entonces, una vez, el santo abad rogó a Dios, y un arroyo de agua cristalina brotó milagrosamente en un lugar desierto. Pero los monjes veleidosos fueron tentados por el Demonio, e incesantemente importunaban al abad, implorándole, instándole a que construyera un baño, y cuando se sintió agotado y ya no pudo resistir más les dijo: «Tendréis lo que deseáis —y les concedió lo que pedían —. Notad ahora lo que significa abandonar el sendero de pureza amado por Él e incurrir en la lascivia de cosas mundanas y ofensivas». Penetraron los monjes en el baño y salieron luego lavados, tan blancos como la nieve, mas, ¡ay!, en ese momento apareció su signo, ¡su reproche milagroso!, pues sus aguas, insultadas, dejaron de correr y desaparecieron por completo.

—No les fue tan mal, Sandy, teniendo en cuenta cómo se castiga en este país ese tipo de crimen.

—Como queráis, pero ése era su primer pecado, y durante largo tiempo habían llevado una vida perfecta, en nada distintos a los ángeles. Oraciones, lágrimas, torturas de la carne, todo fue vano para inducir al agua a que corriera de nuevo. Incluso procesiones, ofrendas de incienso, velas votivas a la Virgen fracasaron todas las veces y todas las gentes del país estaban asombradas.

—¡Qué curioso enterarse de que también esta industria tiene sus pánicos financieros y que a veces sus ganancias y dividendos languidecen hasta desaparecer y se llega a la total inactividad! Sigue, Sandy.

—Y entonces, una vez, pasado cierto tiempo, el buen abad se arrepintió humildemente y destruyó el baño. Y escuchad bien: su ira fue en aquel momento apaciguada y las aguas de nuevo brotaron en abundancia, y hasta el día de hoy no han cesado de fluir con la misma generosidad.

—Por lo cual deduzco que desde entonces nadie se ha bañado.

—Más le valdría estar muerto a quien lo intentase.

—¿La comunidad ha prosperado desde entonces?

—A partir de ese mismo día. La fama del milagro sobrepasó las fronteras y se extendió por todo el mundo. De todas las regiones de la tierra llegaron monjes para ingresar; llegaban en gran número, como bancos de peces, y el monasterio tuvo que añadir un edificio y otro, y aun otros y otros, y entonces, desplegando sus brazos, los acogió a todos. Y llegaron monjas también y luego más, y todavía más, y se construyó un convento al otro lado del valle y se fue sumando un edificio a otro, hasta que el convento resultó imponente. Y éstos y aquéllos entablaron amistad y unieron sus amorosos trabajos, y unidos levantaron un asilo para niños expósitos en un sitio del valle a mitad de camino entre el convento y el monasterio.

—Habías mencionado unos ermitaños, Sandy.

—Se han reunido allí procedentes de todos los rincones de la tierra. Donde mejor prospera el ermitaño es entre las multitudes de peregrinos. Encontraréis que no faltan ermitaños de ninguna clase. Si alguien mencionase un ermitaño de un género que se cree nuevo y que sólo se puede encontrar en una tierra recóndita y extraña, les bastaría con escarbar entre los agujeros y cavernas y ciénagas que abundan en el Valle de la Santidad y allí encontraría una muestra de ese género de ermitaño, sea cual sea su clase.

Comencé a caminar al lado de un sujeto corpulento, de rostro rubicundo y alegre, con el propósito de ganarme su confianza y recoger algunas otras migas de información, pero acabábamos de entablar conversación cuando empezó a preparar el terreno, de la manera consabida, para contarme la misma anécdota inmemorial, la misma que me había referido sir Dinadan en aquella ocasión en que tuve el malentendido con sir Sagramor por culpa de tal anécdota, y el consiguiente desafío. De inmediato me excusé, y poco a poco me fui quedando rezagado hasta quedar a la cola de la procesión, con el corazón contrito, deseoso de abandonar en el mismo instante aquella vida azarosa, aquel valle de lágrimas, aquella breve jornada entre un descanso y otro, aquella sucesión de nubes y tormentas, o de agotadoras luchas y monótonas derrotas, pero al mismo tiempo renuente a hacerlo, al considerar cuán larga es la eternidad y cuántos mortales que conocen esa anécdota habrán accedido a ella. Al principio de la tarde alcanzamos otra procesión de peregrinos, pero muy diferente de la primera. En ésta no había alegría, ni chistes, ni risas, ni bromas, ni juegos, ni ligerezas, ya fuese entre los jóvenes o entre los ancianos. Porque había aquí gente de todas las edades: ancianos y ancianas canosos, vigorosos hombres y mujeres de edad mediana, jóvenes parejas, niños y niñas, y tres criaturas de pecho. Incluso los niños se veían adustos, no había un solo rostro entre el medio centenar de personas que no pareciese abatido, que no mostrase esa rígida expresión de agobio que imprimen las prolongadas tribulaciones y la compañía constante de la desesperación. Eran esclavos.

Llevaban esposas en las muñecas y grilletes en los tobillos uncidos por cadenas a una correa de cuero que les ceñía la cintura; además formaban una especie de eslabón humano, pues los collares de hierro de los adultos estaban ajustados a una misma y pesada cadena, también de hierro. Debían hacer largas jornadas a pie y ya habían recorrido quinientos kilómetros en dieciocho días, alimentándose de sobras y raíces, y para colmo en menguadas raciones. Dormían con las cadenas, amontonados como una piara de cerdos. Sobre sus cuerpos llevaban unos pobres harapos, pero no podría decirse que estuviesen vestidos. Los hierros habían escoriado la piel de los tobillos causando heridas que ahora se encontraban ulcerosas y purulentas. Los pies estaban desgarrados, y ni uno solo del grupo caminaba sin cojear. Al comienzo de su viaje, la triste caravana constaba de un centenar de infortunados, pero más de la mitad habían sido vendidos en el camino. El mercader encargado de ellos montaba un caballo y llevaba un látigo de mango pequeño, pero con una larga y áspera tralla terminada en varias colas de gruesos nudos. Con su látigo azotaba las espaldas del que comenzase a flaquear por la fatiga o el dolor. No decía palabra, el látigo se encargaba de interpretar sus deseos. Ni una sola de aquellas desdichadas criaturas levantó la mirada en el momento en que los adelantábamos; ni siquiera parecían enterarse de nuestra presencia. Y sólo un sonido brotaba del grupo: el sordo y terrible traqueteo de sus cadenas de un extremo a otro de la fila, cada vez que los cuarenta y tres atormentados pies se levantaban y caían al unísono. La fila avanzaba entre la espesa nube de polvo que ellos mismos producían.

Todos los rostros aparecían cubiertos por una capa grisácea de polvo, similar a la que recubre los muebles y enseres de una casa desocupada y que parece invitarnos a que con el dedo dibujemos sobre ella nuestros pensamientos ociosos. Pensé en ello al notar que en los rostros de algunas de las mujeres, jóvenes madres con bebés que se aproximaban a la liberación de la muerte, estaba escrito un algo arrancado del corazón que resultaba evidente, ¡y tan fácil de leer!, pues eran las huellas de sus lágrimas. Una de estas jóvenes madres era apenas una niña, y mi corazón se desgarró al leer la escritura y pensar que había brotado del pecho de una niña, un pecho que todavía no debería conocer el dolor, que solamente debería estar experimentando las alegrías que corresponden a la mañana de la vida y que seguramente…

Justo en ese momento se tambaleó, mareada por el cansancio, y el látigo cayó sobre ella, desgajando de su espalda desnuda un jirón de piel. Sentí tanto ardor como si el golpe lo hubiese recibido yo. El mercader hizo detener la fila y descendió de su caballo. Increpó e insultó a la niña, diciéndole que ya había causado suficientes molestias con su pereza, y que como ya le había dado antes la última oportunidad, había llegado el momento de ajustar las cuentas. Ella se dejó caer de rodillas y, alzando sus manos, comenzó a llorar, a rogar, a implorar, convulsionada de terror, pero él no le prestó ninguna atención. Le arrebató el bebé y ordenó a los esclavos varones que se hallaban encadenados delante y detrás de ella que la arrojaran al suelo, la desnudaran y la sujetaran. Se lanzó entonces sobre ella y comenzó a darle latigazos, como si hubiese enloquecido, hasta desollar su espalda, mientras ella gemía lastimosamente y luchaba por liberarse. Uno de los hombres que la sujetaban desvió la mirada y por este rasgo de compasión también fue vilipendiado y azotado.

Todos los peregrinos de nuestro grupo observaban la escena y hacían comentarios, admirados por el hábil manejo del látigo. Estaban demasiado encallecidos en todo lo relacionado con la esclavitud, consecuencia de una familiaridad cotidiana y permanente, como para pensar que en aquella escena existía algo más que mereciera ser comentado. Era esto una muestra de lo que puede hacer la esclavitud, osificar lo que podría llamarse el lóbulo superior de los sentimientos humanos, pues aquellos peregrinos eran gente de buen corazón, que no hubiesen permitido que ese hombre maltratase a un caballo de la misma manera.

Yo hubiese querido detener todo aquello y liberar a la joven esclava, pero no era conveniente. No debía interferir demasiado en las leyes del país, ni hacerme célebre por cabalgar a pelo sobre las leyes y derechos de los ciudadanos. Si conseguía sobrevivir y prosperar, algún día me convertiría en la muerte de la esclavitud; estaba resuelto a hacerlo, pero quería arreglármelas de tal modo que, cuando así ocurriese, fuera verdugo de la esclavitud por designio de la nación.

Muy cerca de allí se encontraba el taller de un herrero, y en ese momento llegó un terrateniente que había comprado a la joven unos cuantos kilómetros atrás para que fuese entregada en aquel lugar, donde se le quitarían los grilletes, esposas y collar. Así se hizo, pero en seguida se produjo una disputa entre el mercader y el nuevo propietario para decidir quién debía pagar al herrero. En el instante en que la joven fue liberada de sus cadenas se arrojó, gimiendo frenéticamente, en brazos del esclavo que había desviado la mirada cuando ella estaba siendo azotada. El hombre la apretó contra su pecho y cubrió de besos el rostro de la mujer y el de la criatura, bañándola al mismo tiempo con un torrente de lágrimas. Sospeché. Pregunté. Sí, tenía razón: eran marido y mujer. Fueron separados por la fuerza y ella hubo de ser arrastrada, pues se defendía, luchaba y se contorsionaba como una loca. Cuando doblaron el recodo con la joven a rastras los perdimos de vista, pero un rato después todavía podíamos distinguir sus gritos crispados. ¿Y qué aspecto tenía el marido y padre ahora que había perdido a su mujer y a su hijo y no los volvería a ver en toda su vida? Pues bien, su aspecto me resultaba tan insoportable que volví la cabeza. Sabía, sin embargo, que nunca olvidaría esa imagen, y ahí sigue, hasta el día de hoy, acongojando mi corazón cada vez que la evoco.

Al caer la noche nos alojamos en la posada de algún pueblo a la vera del camino, y cuando desperté al día siguiente y contemplé el horizonte alcancé a ver un jinete que se acercaba enmarcado por la dorada gloria del nuevo día, y reconocí en él a uno de mis caballeros, sir Ozana le Cure Hardy. Estaba en el ramo de prendas masculinas, y su especialidad misionera eran los sombreros cilíndricos. Estaba revestido de acero y lucía una de las armaduras más hermosas de la época, de los pies al sitio donde debería estar el yelmo, pues en lugar de yelmo estaba tocado por un rutilante tubo de chimenea, ofreciendo el más ridículo de los espectáculos. Era otro de mis métodos subrepticios para extinguir la caballería andante, haciéndola aparecer grotesca y absurda. De la silla de montar de sir Ozana colgaban multitud de cajas de sombreros, y cada vez que derrotaba a un caballero andante le hacía jurar que pasaría a mi servicio, le enfundaba un sombrero hongo y le obligaba a usarlo. Me vestí y salí corriendo para dar la bienvenida a sir Ozana y recibir sus noticias.

—¿Qué tal van los negocios? —pregunté.

—Observaréis que sólo me quedan estos cuatro de los dieciséis que tenía cuando salí de Camelot.

—A fe que te estás luciendo, sir Ozana. ¿Dónde habéis estado pastando estos últimos días?

—Acabo de visitar el valle de la Santidad, señor.

—Yo mismo me dirijo a ese sitio. ¿Alguna novedad de importancia entre el monjerío?

—¡Por la santa misa!… Dale buen pienso a este caballo, muchacho, y sé generoso, como si en ello te fuese la cabeza. Anda, acude al establo veloz y ligero y haz lo que te ordeno… Señor, traigo grandes noticias… ¿Y por ventura son peregrinos todos éstos?… Entonces, nada mejor podríais hacer, buena gente, que reuniros a escuchar la historia que de mi boca oiréis, pues os concierne, dado que pensáis encontrar lo que no encontraréis y pensáis buscar lo que en vano buscaréis, y dejo mi vida en prenda de que son ciertas mis palabras, y mis palabras y mensaje son los siguientes: que ha sucedido un suceso sin igual, cuyo parangón ha sido visto sólo en una ocasión en estos doscientos años cuando por primera y última vez dicho infortunio azotó el valle de la Santidad por mandato del Todopoderoso, existiendo justas razones y causas que a ello habían contribuido, por lo cual…

—¡La fuente milagrosa ha dejado de manar!

El grito brotó al mismo tiempo de la boca de veinte peregrinos.

—Habláis la verdad, buena gente. Me disponía a decíroslo en el instante en que me habéis interrumpido.

—¿Acaso alguien se ha lavado de nuevo?

—Así se sospecha, pero nadie se atreve a dar crédito a ello. Se cree que es otro pecado, pero nadie podría decir cuál.

—¿Y cómo han reaccionado los monjes?

—Nadie podría ponerlo en palabras. Nueve días ha permanecido seca la fuente. Las oraciones que se iniciaron entonces y los lamentos con cilicios y las ofrendas, y las santas procesiones no han cesado ni de día ni de noche, y por ende los monjes y las monjas y los expósitos se encuentran todos exhaustos, y como no queda en ninguno las fuerzas para alzar la voz del cuerpo se cuelgan oraciones escritas en pergaminos. Y a lo último enviaron por vuestra merced, sir Jefe, para recurrir a la magia y encantamiento, y si no pudieseis venir, el mensajero debía entonces buscar a Merlín, y allí está él desde hace tres días, y afirma que hará manar agua aunque tenga que reventar el globo y destruir sus reinos para conseguirlo, y osadamente trabaja su magia y convoca sus ocultos poderes y a los habitantes del averno para que acudan a ayudarlo, pero hasta ahora no ha obtenido ni un soplo de humedad que fuese equivalente al vaho que se produce sobre un espejo de cobre, a no ser que contemos como tal el barril completo que debe de sudar trabajando en su empeño, de sol a sol, y si…

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