No podía sacar al hombre de su estado de mutismo, así que propuse que lo lleváramos en presencia de ella, de la novia que había sido para él lo más bello del mundo, quien antaño había aparecido a sus ojos como rosas, perlas y rocío hecho carne, en presencia del ser que para él había sido una obra portentosa, la obra maestra de la naturaleza: un par de ojos sin igual, una voz incomparable y una frescura, una gracia juvenil y ondulante y una belleza que debía pertenecer a las criaturas de los sueños. Pensé que con la sola visión de la amada su sangre estancada se echaría a correr incontenible, y que al tenerla enfrente…
Pero fue una verdadera decepción. Se sentaron juntos en el suelo, examinándose los rostros con expresión de tenue asombro, con una especie de débil curiosidad animal, y en seguida se olvidaron de la presencia del otro, sus miradas perdieron vivacidad y de nuevo se extraviaron en aquella lejana tierra de sueños y sombras de la cual nada sabemos.
Hice que los sacaran de allí y los mandaran con sus amigos. A la reina no le hizo ninguna gracia mi decisión.
Y no porque tuviese un interés personal en el asunto, sino porque le parecía una falta de respeto con sir Breuse Sance Pité. Sin embargo, le aseguré que si al noble le parecía una acción intolerable, yo me las ingeniaría para que sí pudiese tolerarlo.
Hice sacar de aquella ratonera a cuarenta y siete prisioneros y dejé a uno solo: un lord que había matado a otro lord que tenía algún parentesco con la reina. El otro noble había preparado una emboscada para darle muerte, pero éste lo había sorprendido en el acto y lo había degollado. Empero, no era ésta la razón por la cual decidí dejarlo en cautiverio, sino porque había destruido intencionada y alevosamente el único pozo público que existía en una de sus miserables aldeas. La reina se proponía castigarlo con la muerte por asesinar a un pariente suyo, pero no lo quise permitir. Matar a un asesino no es un crimen. Pero le dije que, en cambio, estaría dispuesto a que lo hiciese ahorcar por destruir el pozo y, al final, cuando vio que no tenía otra opción, aceptó el arreglo.
¡Atiza! ¡Por qué delitos más baladíes estaban encerrados allí la mayoría de los cuarenta y siete hombres y mujeres! Peor aún: algunos no se encontraban allí por ninguna ofensa en particular, sino para satisfacer el rencor de alguien, y no sólo el de la reina ni mucho menos, sino también el de sus amigos. El crimen del prisionero más reciente consistía en un comentario que había hecho. Se le había ocurrido decir que los hombres eran más o menos iguales y que, dejando de lado las ropas, un hombre valía tanto como otro, y afirmó creer que si se desnudaba a la nación entera y se enviaba a un forastero a pasearse entre la multitud no podría distinguir al rey de un curandero, ni a un duque del recepcionista de un hotel. Aparentemente, aquí había un hombre cuyo cerebro no había sido reducido a una masa inútil por un aprendizaje idiotizante. Lo puse en libertad y lo envié a la Fábrica de Hombres.
Algunas de las celdas cavadas en la roca viva se encontraban justamente detrás de la cara del precipicio, y en cada una de estas celdas el cautivo había abierto una diminuta rendija hacia la luz del día, que le permitía recibir la bendición de algún delgado rayo de sol. El caso de uno de estos desventurados era particularmente duro.
Oteando por la rendija de su sombría ratonera en la roca alcanzaba a vislumbrar su propio hogar allá abajo, en el valle, en la distancia. Y durante veintidós años la había estado mirando desde su agujero, con el corazón contrito y ansioso. De noche veía las luces y de día veía figuras que entraban y salían… su mujer y sus hijos, al menos algunos de ellos, sin duda, aunque desde aquella distancia no conseguía identificarlos. En el transcurso de los años observó que allí se celebraban festejos y trató de regocijarse, preguntándose si se trataba de una boda o si era otro el motivo del festejo. Y observó que se celebraban funerales, y cada vez sentía una terrible congoja en el corazón. Distinguía la forma de los féretros, pero no podía determinar su tamaño, y entonces era incapaz de saber si llevaban a enterrar a su mujer o alguno de los hijos. Veía cómo el cortejo, encabezado por los curas, se ponía en marcha y se alejaba solemnemente, llevándose el secreto. En el momento de ser encarcelado había tenido que abandonar a su mujer y a cinco hijos, y en un período de diecinueve años había visto partir cinco entierros, y como todos ellos habían revestido un cierto grado de pompa, no podía tratarse en ningún caso de un sirviente. De modo que había perdido a cinco de sus tesoros y de todos ellos sólo le quedaba ahora uno…, uno que era infinita, indescriptiblemente precioso…, ¿pero cuál de ellos? Esa era la pregunta que lo torturaba día y noche, dormido y despierto. Bueno, cuando te encuentras en un calabozo, el tener un interés, cualquiera que sea, y recibir un rayo de luz, aunque sea minúsculo, son un gran apoyo para el cuerpo y te permiten preservar el intelecto. Este hombre todavía estaba en condiciones bastante buenas. Cuando terminó de contarme su angustiosa historia, me encontraba en el mismo estado de ánimo en que os encontraríais vosotros, si poseéis una curiosidad humana normal, es decir, estaba tan ardientemente anhelante como él por saber cuál de los miembros de la familia había sobrevivido. Así que yo mismo lo acompañé a casa y su inesperado regreso provocó tifones y ciclones de alegría frenética, y cataratas de lágrimas felices, y, ¡zambomba!, encontramos a la joven matrona de otrora con los cabellos grises y muy cerca ya del medio siglo, y a los niños de antes convertidos en hombres y mujeres, algunos de ellos casados y con familia propia…, ¡porque no había muerto una sola persona de su clan! Imaginad el diabólico ingenio de la reina: sentía un especial odio por este prisionero y entonces se había
inventado
todos aquellos entierros para atribular su corazón. Pero el golpe de ingenio más sublime en toda su argucia consistía en hacer parecer que quedaba vivo un solo miembro de la familia, de manera que el pobre hombre se consumiera tratando de adivinar de cuál se trataba.
Si no hubiese sido por mí jamás habría salido de las mazmorras. El hada Morgana lo odiaba de todo corazón, y nunca en la vida se hubiese sentido ablandada por su caso. Y, sin embargo, su crimen había sido producto de un descuido más que de una acción depravada e intencionada. El hombre había dicho en una ocasión que la reina era pelirroja. Bueno, lo era en efecto, pero no era ésta una manera de decirlo. Cuando las personas pelirrojas se encuentran por encima de un cierto estrato social, su cabello es castaño encendido.
¿Qué os parece esto? ¡Entre los cuarenta y siete cautivos figuraban cinco cuyos nombres, delitos y fechas de reclusión se habían olvidado! Una mujer y cuatro hombres, todos ellos con el cuerpo encorvado, el rostro surcado por profundas arrugas, patriarcas de mentes exhaustas. Ellos mismos se habían olvidado de los detalles hacía mucho tiempo; de cualquier forma sólo tenían vagas teorías al respecto, nada definitivo y ninguna historia que contaran dos veces del mismo modo. Una sucesión de sacerdotes se habían ocupado durante años de rezar con los cautivos diariamente y de recordarles que Dios los había confinado allí por algún sabio designio y de enseñarles que lo que Dios amaba en las personas de rangos inferiores era la paciencia, la humildad y la sumisión ante la opresión, pero incluso estos sacerdotes sólo contaban algunas tradiciones sobre estas pobres y ancianas ruinas humanas. Y lo que contaban no aclaraba mucho de todos modos, pues sólo se referían al número de años que habían permanecido en prisión, y nada decían sobre los nombres o los delitos…, pero incluso con dichas tradiciones lo único que se podía probar era que ninguno de los cinco había visto la luz del sol en treinta y cinco años. El número de años por encima de esta cifra que había durado tal privación era algo que no se podía adivinar. El rey y la reina no sabían nada acerca de estas infelices criaturas, exceptuando el hecho de que habían sido heredados con el trono, al igual que otros bienes, reliquias y posesiones. La transmisión de estos seres humanos no había sido acompañada con las historias correspondientes, así que los nuevos dueños no les habían asignado ningún valor y no habían sentido el menor interés por ellos.
—Entonces —le pregunté a la reina—, ¿por qué remota razón no los habéis liberado?
La pregunta la dejó estupefacta. No sabía por qué no lo había hecho; sencillamente era algo que nunca se le había ocurrido pensar. Así que, sin saberlo, la reina estaba anticipando la historia verídica de los prisioneros del castillo de If. Ahora me parecía patente que para la reina, teniendo en cuenta su aprendizaje, estos prisioneros heredados eran sencillamente una posesión, nada más y nada menos. Pues bien, cuando heredamos algo no se nos ocurre deshacernos de ello, aunque no le concedamos ningún valor.
Cuando saqué el cortejo de murciélagos humanos hasta el mundo exterior y el fulgor del sol vespertino —tras vendarles caritativamente los ojos, que ya habían perdido por completo la costumbre a la luz—, constituían un verdadero y lúgubre espectáculo. Esqueletos, espantapájaros, duendes, patéticos adefesios del primero al último, los hijos más legítimos que podrían producir la Monarquía por la Gracia de Dios y la Iglesia oficial. Murmuré distraídamente:
—¡Ojalá pudiese fotografiarlos!
Conoceréis ese tipo de personas que jamás admiten que no saben el significado de una nueva y altisonante palabra. Cuanto más ignorantes sean, mayor es la certeza de que lastimosamente pretenderán que no has dicho algo que excede su comprensión. La reina pertenecía a ese tipo de gente y continuamente estaba incurriendo en los errores más estúpidos a causa de ello. Vaciló un instante, y en seguida su rostro se iluminó con un brillo de comprensión repentina y me dijo que ella podía encargarse de hacerlo.
Me dije a mí mismo: «¿Ella? ¿Pero qué puede saber acerca de la fotografía?». Pero no era obviamente el momento más apropiado para detenerse a pensar y cuando me di la vuelta vi que se acercaba al cortejo blandiendo un hacha.
Bueno, ciertamente se trataba de un personaje curioso la tal hada Morgana. En mis tiempos tuve ocasión de conocer a muchas mujeres y de las especies más diversas, pero la reina las superaba a todas en lo que a variedad se refiere. Y qué característico de ella resultaba este episodio. No tenía más idea de la que podía tener un caballo acerca de cómo fotografiar un cortejo; pero, al encontrarse con ese escollo, resultaba muy propio de ella intentar hacerlo con un hacha.
A la mañana siguiente, cuando apenas despuntaba el día Sandy y yo estábamos de nuevo en camino.
¡Resultaba tan agradable aspirar profundamente y llenar los pulmones con barriles enteros de aire puro, incontaminado, refrescado por el rocío, con el aroma de los bosques, después de los días sofocantes para el cuerpo y el espíritu entre los hedores morales y corpóreos de aquella vetusta e intolerable ratonera! Quiero decir intolerable para mí; naturalmente a Sandy el sitio le había parecido apropiado y agradable, acostumbrada como estaba a la vida de las altas esferas sociales.
¡Pobre muchacha! Sus quijadas habían tenido un agotador descanso… De hecho, el descanso había durado tanto que ya me estaba preparando para sufrirlas consecuencias. No me equivoqué. Sin embargo, su ayuda me había sido muy útil en el castillo, apoyándome y reforzándome con unas tonterías gigantescas que en aquellos momentos habían resultado más valiosas que el mayor dechado de sapiencia. Así que pensé que se había ganado el derecho de poner a funcionar por un rato su molino de palabras si se le antojaba, y esta vez no sentí congoja cuando empezó a hablar:
—Ahora volvemos a sir Marhaus, que con la doncella de treinta inviernos cabalgaba hacia el sur…
—¿Vas a tratar de abarcar otro medio trecho de la saga de los cowboys, Sandy?
—Así es, gentil señor mío.
—Adelante entonces. Esta vez no voy a interrumpirte si me es posible. Comienza de nuevo, desde el principio, coge impulso, que voy a cargar la pipa y te concederé toda mi atención.
—Ahora volvemos a sir Marhaus, que con la doncella de treinta inviernos cabalgaba hacia el sur. Y he aquí que se adentraron en una profunda floresta, donde los sorprendió la noche, y cabalgaron por un tupido sendero hasta que, por fin, llegaron a una mansión en la cual residía el duque de las Marcas del Sur, y allí pidieron albergue. Y al llegar la mañana el duque envió un mensaje a sir Marhaus, diciéndole que se aprestase. Y entonces, sir Marhaus se levantó y se revistió de las armas y en su presencia se cantó una misa, y él rompió el ayuno y luego montó en su caballo en el patio del castillo, donde habría de tener lugar el combate. En tanto, el duque ya se encontraba sobre su corcel, bien armado, y sus seis hijos estaban a su lado, y cada uno sostenía una lanza en la mano. Y entonces se acometieron de tal manera que el duque y dos de sus hijos quebraron sus lanzas sobre sir Marhaus, pero él mantuvo su lanza en alto y ni siquiera tocó a ninguno de ellos. Luego vinieron los cuatro hijos por parejas, y los dos primeros quebraron sus lanzas, y asimismo los otros dos, y mientras todo esto ocurría sir Marhaus cabalgó hacia el duque, derribando al mismo tiempo caballo y caballero y lo mismo hizo con los hijos. Entonces, sir Marhaus desmontó y lo conminó a que se rindiese o de lo contrario le daría muerte. En ese punto ya se habían recuperado algunos de sus hijos y hubieran arremetido contra sir Marhaus, pero sir Marhaus dijo al duque: «Detened a vuestros hijos o correréis todos la peor de las suertes». Cuando el duque vio que no podría escapar de la muerte, llamó a gritos a sus hijos y los exhortó a que se rindiesen a sir Marhaus. Y entonces todos se arrodillaron y ofrecieron al caballero los pomos de sus espadas y él las aceptó. Al punto ayudaron a su padre a levantarse y de común acuerdo prometieron a sir Marhaus que nunca serían enemigos del rey Arturo y que el domingo de Pentecostés siguiente se presentarían todos en la corte y se pondrían a merced del rey
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Sandy se detuvo un instante y en seguida explicó:
—Eso declara la historia, gentil sir Jefe. Ahora debéis saber que ese mismo duque y sus seis hijos son aquellos a quienes vos también derrotasteis y enviasteis a la corte del rey Arturo.
—¡No estarás hablando en serio, Sandy!
—Si no digo la verdad, que caiga sobre mí el peor de los males.
—Vaya, vaya, vaya… ¿Quién se lo hubiese imaginado? Un duque entero y seis duquecillos. ¡Cáspita, Sandy, qué botín más elegante! La caballería andante es un oficio de alcornoques y además un trabajo duro y tedioso, pero comienzo a darme cuenta de que también se pueden obtener ganancias si tienes suerte. Lo cual no quiere decir que me dedicaría a ella como negocio, claro está. Un negocio sólido y legítimo no puede estar basado en la especulación. Porque un golpe de suerte en el campo de la caballería errante…, bueno, en realidad, ¿qué quiere decir eso cuando lo despojas de todas las sandeces y examinas la verdad desnuda? Le bajas los humos a alguien y parece que te llegarán las vacas gordas, pero de poco te sirve. Y eres rico, sí; repentinamente rico por un día, quizá una semana, y luego alguien te baja los humos a ti y hasta ahí te han llegado las vacas gordas, ¿no es así, Sandy?