—Hermano, ¿cuál es en vuestro país el salario de un administrador de tierras, de un carretero, un pastor o un porquero?
—Veinticinco milréis al día, o lo que es lo mismo, un cuarto de centavo.
La cara del herrero se iluminó de alegría. Dijo:
—¡Aquí cobra el doble! ¿Y cuál es el sueldo de un mecánico, de un carpintero, de un pintor de brocha gorda, de un albañil, de un herrero, de un constructor de ruedas o cualquier otro oficio similar?
—Unos cincuenta milréis por término medio, la mitad de un centavo al día.
—¡Ja, ja! Aquí cobran cien. Entre nosotros un buen mecánico cobra un centavo al día. A excepción del sastre, los demás cobran un centavo al día y en las épocas de prosperidad incluso más. Hasta ciento diez y ciento quince milréis diarios. Yo mismo he llegado a pagar los ciento quince diarios. ¡Hurra por el proteccionismo y al diablo el libre mercado!
Y su rostro brilló en medio de la compañía como un rayo de sol entre las nubes. Pero no por ello me amedrenté. Preparé mi contundente martillo, por así decir, y me concedí un plazo de quince minutos para hundirlo en la tierra, hundirlo por completo, hasta que no sobresaliese ni la curva de su cráneo. Comencé por preguntarle:
—¿Cuánto pagáis por una libra de sal?
—Cien milréis.
—Nosotros pagamos cuarenta. ¿Cuánto os cuesta la ternera y el cordero, si es que lo compráis?.
Fue un golpe certero que hizo que se ruborizase ligeramente.
—Suele variar, pero no mucho: se puede decir que unos setenta y cinco milréis la libra.
A nosotros nos cuesta treinta y tres. ¿Cuánto pagáis por una docena de huevos?
—Cincuenta milréis.
—En mi tierra están a veinte. ¿A cómo está la cerveza?
—A ocho milréis y medio el medio litro.
—Nosotros pagamos cuatro. Veinticinco botellas por un centavo. ¿A cómo está el grano?
—A unos novecientos milréis la fanega.
—Nosotros la pagamos a cuatrocientos. ¿Cuánto os cuesta un traje de estopa para hombre?
—Trece centavos.
—A nosotros nos cuesta seis. ¿Cuánto cuestan las túnicas de estopa que suelen usar las mujeres de los jornaleros o de los mecánicos?
—Ocho centavos y cuatro décimos de centavo.
—Pues bien, podéis observar la diferencia. Mientras vosotros pagáis ocho centavos y cuatro décimos, nosotros sólo pagamos cuatro centavos.
Me dispuse entonces a dejarlo fuera de combate, y dije:
—Ahí lo tienes, querido amigo, ya ves en qué se han quedado los altos salarios de los que alardeabas hace apenas unos minutos.
Eché una mirada de plácida satisfacción a mi alrededor, pues había ido cercándolo gradualmente hasta tenerlo atado de pies y manos, y sin que se diese cuenta en ningún momento de lo que estaba ocurriendo. Insistí:
—¿Qué ha pasado con esos sueldos tan altos de los que hablabas? Me da la impresión de que los he dejado bastante desinflados.
Pero, aunque no os lo creáis, parecía sorprendido y nada más. No había comprendido la situación en absoluto, no se había dado cuenta de que se le había tendido una trampa y que había caído en ella. En ese momento hubiese sido capaz de dispararle de la irritación que me invadía. Con los ojos nublados y realizando un gran esfuerzo intelectual, declaró:
—A fe que no llego a entenderlo. Se ha demostrado que nuestros sueldos son el doble que los vuestros: ¿cómo podéis decir, entonces, que se han desinflado? Y no creo haber malinterpretado tan portentosa palabra, que por la gracia y la providencia divina he escuchado por vez primera.
Bueno, me encontraba sencillamente apabullado, por una parte debido a su estupidez manifiesta, y por otra, a causa de que era evidente que sus compañeros estaban de acuerdo con él y le daban la razón, en caso de que a eso se le pueda llamar razón. Mi argumentación no podía ser más clara, era imposible simplificarla más; de cualquier manera, lo intenté:
—Pero, vamos a ver, hermano Dowley, ¿no lo comprendes? Vuestros salarios son superiores a los nuestros tan sólo en apariencia, pero no en realidad.
—¡Escuchadle! Son el doble que los vuestros…, lo acabáis de confesar.
—De acuerdo, no lo niego, pero eso no tiene nada que ver. El importe del salario en monedas, sea cual sea el nombre de éstas, que sólo sirve para distinguirlas, no tiene nada que ver con nuestro asunto. La cuestión es cuánto se puede comprar con ese salario, eso es lo que importa. Si bien es cierto que aquí un buen mecánico cobra tres dólares y medio al año mientras que en mi tierra cobra un dólar y setenta y cinco…
—Ahí lo tenéis, ¡lo estáis confesando de nuevo, lo estáis confesando!
—¡Maldición! ¡Te digo que no lo he negado nunca! Lo que pretendo que comprendas es que nosotros podemos comprar más con medio dólar que vosotros con uno. Por tanto, es elemental y casi de sentido común que nuestros salarios son más altos que los vuestros.
Parecía aturdido y dijo con voz angustiada:
—Verdaderamente, no acabo de comprenderlo. Decís que nuestros salarios son más altos y al minuto siguiente afirmáis lo contrario.
—Pero, válgame el cielo, ¿no es posible que algo tan sencillo se te meta en la cabeza? Ahora vas a escucharme y a dejar que te lo explique. A nosotros nos cuesta cuatro centavos una túnica de estopa de mujer y a vosotros, ocho centavos y cuatro décimos de centavo, lo cual quiere decir que pagáis el doble y cuatro décimos de centavo más. ¿Cuánto cobra una mujer que trabaja en una granja?
—Dos décimos de centavo al día.
—Muy bien; con nosotros cobra la mitad; tan sólo la décima parte de un centavo al día…
—De nuevo confe…
—Espera, vas a ver qué sencilla es la cuestión y con qué facilidad lo comprendes esta vez. Por ejemplo, si una mujer aquí cobra dos décimos de centavo al día, tendrá que trabajar cuarenta y dos días para poder comprar la túnica, es decir, siete semanas, pero en mi tierra sólo tiene que trabajar cuarenta días siete semanas menos dos días. Cuando la mujer de aquí se compra la túnica se gasta el sueldo entero de las siete semanas, mientras que a la mujer de mi tierra aún le queda el sueldo de dos días para gastarlo en otra cosa. ¿Lo ves? Ahora sí que lo has entendido.
En fin, lo más que se puede decir de él es que parecía dudoso, lo mismo que los demás. Esperé un tiempo para dejar que asimilaran. Al cabo de un rato fue Dowley quien se decidió a hablar poniendo de manifiesto que seguía aferrado a sus arraigadas supersticiones:
—Pero… pero no podéis negar que dos décimos de centavo al día es mejor que uno solo.
¡Recórcholis! Por supuesto que detestaría darme por vencido, así que ensayé una nueva vertiente:
—Vamos a poner otro caso. Supongamos que uno de vuestros jornaleros sale a comprarlos siguientes artículos:
«1 libra de sal
1 docena de huevos
6 litros de cerveza
1 fanega de trigo
1 traje de estopa
5 libras de carne
5 libras de cordero»
Todo junto le costará treinta y dos centavos, por lo que tendrá que trabajar treinta y dos días para ganarlos, o lo que es lo mismo, cinco semanas y dos días. Ahora bien, si trabaja en mi tierra los mismos días cobrando la mitad de ese salario pagará por los mismos artículos un poco menos de catorce centavos y medio, que habrá ganado en poco menos de veintinueve días y aún le sobrará el salario de una semana. De seguir así, cada dos meses le quedaría libre el sueldo de una semana, mientras que a un trabajador de aquí no le sobraría nada. Al cabo del año el hombre de mi tierra dispondría del sueldo de cinco o seis semanas mientras que a vuestro hombre no le quedaría libre ni un centavo. Habréis comprendido ahora que "salarios altos" o "salarios bajos" son frases que carecen de significado hasta que no se demuestra con cuál de ellos se puede adquirir un mayor número de cosas.
Había sido un planteamiento demoledor.
Pero, caray, no demolió nada. Decididamente, tenía que darme por vencido. Lo que a esta gente le importaba eran los «salarios altos». Que con ellos se pudiesen comprar cosas o no, parecía ser irrelevante. Ellos defendían a toda costa el «proteccionismo», lo cual no era de extrañar, ya que los grupos que tenían interés en que las cosas siguieran igual les habían engañado inculcándoles la falsa idea de que era el «proteccionismo» lo que generaba sus elevados salarios. Les demostré cómo en un cuarto de siglo sus sueldos no habían aumentado más de un treinta por ciento mientras que el coste de la vida había subido un ciento por ciento. En nuestra tierra, en un período de tiempo más corto, los sueldos habían subido un cuarenta por ciento, pero el coste de la vida había ido disminuyendo de forma constante. Tampoco esto dio resultado. No había modo de desbancar sus extrañas creencias.
Me invadía un irritante sentimiento de derrota. Derrota inmerecida, pero ¿qué importaba? No por ello escocía menos. ¡Y pensar en las circunstancias! El primer estadista de la época, el hombre mejor capacitado, el mejor informado del mundo, la más excelsa cabeza sin corona que se hubiese abierto paso entre las nubes del firmamento político durante siglos, parecía haber sido derrotado por los argumentos de un ignorante herrero del campo. Y para colmo a los demás parecía darles lástima, lo cual me causaba tanta vergüenza que me ardían hasta las orejas. Poneos en mi lugar y decidme si, en caso de sentiros tan miserables y avergonzados como yo me sentía, no le hubierais dado un buen golpe, donde duele para desquitaros. Pues sí que lo haríais, porque así es la naturaleza humana. Eso es ni más ni menos lo que hice. Y no es que trate de justificarme. Lo que afirmo es sencillamente que estaba furioso y que en mi lugar cualquiera hubiese hecho lo mismo.
Pues bien, cuando me decido a golpear a alguien no me ando con pamplinas, ése no es mi estilo; cuando me decido, lo hago como es debido. No me abalanzo sobre él arriesgándome a echarlo todo a perder con una chapuza, ni hablar, me hago a un lado y lo voy trabajando poco a poco sin que sospeche lo que se le viene encima, y de repente ataco como un rayo y lo dejo tendido en el suelo sin que tenga ni la más remota idea de cómo ha ocurrido. Así es como pensaba pillar al hermano Dowley. Empecé a charlar como quien no quiere la cosa, como si estuviese hablando por pasar el tiempo. Ni el hombre más sabio del mundo hubiera podido adivinar por qué elegía un punto de partida tal, y hasta dónde pretendía llegar.
—Pues sí, muchachos, hay muchas cosas curiosas acerca de la ley, de la tradición y la costumbre cuando uno se detiene a pensarlo, y también en cuanto al rumbo, progreso y movimiento que toma la opinión pública. Existen leyes escritas que acaban por caer en desuso, pero hay otra clase de leyes no escritas que nunca pierden vigencia. Tomemos por ejemplo la ley no escrita que regula los salarios; ésta dice que tienen que aumentar poco a poco a través de los siglos. No hay más que ver cómo funciona. Nosotros conocemos cuáles son los sueldos de aquí, de allí y del otro lado; sacamos un promedio y entonces podemos afirmar que ése es el sueldo de hoy en día. Sabemos también cuáles eran los sueldos de hace cien y de hace doscientos años. Nuestro conocimiento sólo llega hasta allí, pero ello es suficiente para hacernos una idea de cuáles son las leyes, medida y proporción de los aumentos periódicos; de esta forma, y sin la ayuda de documentos escritos podemos llegar a determinar con bastante fidelidad cuáles eran los sueldos hace quinientos años. Hasta ahora todo va bien. ¿Nos detenemos aquí? Pues no. Dejamos de mirar hacia atrás, damos media vuelta y aplicamos la misma ley al futuro. Amigos míos, yo puedo deciros cuáles serán los sueldos de la gente en cualquier fecha futura durante siglos y siglos.
—¡Decidnos, buen hombre, decidnos!
—Está bien. Dentro de setecientos años los sueldos serán seis veces más altos que ahora, aquí, en vuestra región; los mozos de labranza cobrarán tres centavos al día y los mecánicos cobrarán seis.
—¡Ojalá pudiese morir ahora y vivir entonces! —interrumpió Smug, el albañil, con el destello de la avaricia brillándole en los ojos.
—Pero eso no es todo; también se les facilitará el hospedaje, y no creáis que por ello van a reventar. Ahora bien, dentro de doscientos cincuenta años, y prestad atención, el sueldo de un mecánico, y esto es verídico, no son suposiciones, ¡será de veinte centavos al día!
Se oyeron las respiraciones entrecortadas por el asombro. Dickson, el carretero, murmuró alzando ojos y manos:
—¡El salario de más de tres semanas por un solo día de trabajo!
—¡Riqueza, eso es auténtica riqueza! —farfulló Marco, con la voz sofocada por la excitación.
—Los salarios irán en aumento poco a poco, poco a poco, pero con la misma constancia con que crece un árbol y en unos trescientos cuarenta años existirá al menos un país en el que el sueldo medio de un mecánico será de doscientos centavos diarios.
¡Esto los dejó mudos! No pudieron respirar durante los dos minutos siguientes. Entonces el carbonero dijo con tono anhelante:
—¡Dios quiera que viva para verlo!
—¡Pero si son los honorarios de un conde! —dijo Smug.
—¿De un conde dices? —dijo Dowley—. Puedes apuntar aún más alto sin miedo a mentir. No hay un solo conde en todo el reino de Bagdemagus cuyos honorarios sean ésos. ¿Honorarios de un conde? ¡Son los honorarios de un ángel!
—Pues bien, eso es lo que sucederá en cuanto a salarios se refiere. En aquellos lejanos días, un hombre ganará en una sola semana lo necesario para pagar esa larga lista de artículos que ahora os supone cinco semanas de trabajo. Y ocurrirán otras muchas cosas curiosas. Hermano Dowley, ¿quién determina cada primavera cuál será el sueldo que ese año habrá de recibir un mecánico, un peón o un sirviente?
—Unas veces son los tribunales, otras los ayuntamientos, pero casi siempre son los jueces. En términos generales puede decirse que es el juez quien fija las leyes.
—Pero casi seguro que nunca se le ocurre pedirles ayuda a esos pobres diablos a la hora de fijar sus sueldos, ¿verdad?
—¡Pues sí que estaríamos buenos! Comprenderás que es al amo a quien le concierne el asunto, pues es él quien paga.
—Sí, pero tengo la impresión de que el trabajador también tiene algo que decir sobre este asunto; incluso su mujer y sus niños, pobres criaturas. Los amos suelen ser los nobles, los ricos en general, aquellos a quienes les van bien las cosas. Y son estos pocos que no trabajan los que determinan los salarios de ese vasto enjambre de trabajadores. ¿No te das cuenta? Es como una «confabulación», un sindicato, por acuñar una nueva palabra, que se alían entre sí para obligar a su hermano de humilde condición a aceptar lo que ellos deciden ofrecer. Dentro de trescientos años, así lo estipulan las leyes no escritas, la «confabulación» se formará en el otro bando, y serán los descendientes de los amos quienes echen pestes, rabien y rechinen sus dientes contra la insolente tiranía de los nuevos sindicatos. Y por supuesto que los jueces seguirán fijando tranquilamente los salarios hasta el siglo XIX, pero entonces, de repente, el asalariado llegará a la conclusión de que con dos mil años de unilateralidad ha tenido suficiente, se rebelará y hará valer su opinión a la hora de fijar su sueldo. ¡Ah, y se encargará de ajustar las cuentas por la larga serie de injurias y humillaciones sufridas!