Continuamos avanzando a buen paso y pronto los sonidos se hicieron más y más distantes, hasta convertirse en un murmullo. Encontramos un arroyo y nos precipitamos en él. Seguimos la corriente unos trescientos metros, alumbrados por la tenue luz que dejaba pasar el bosque, hasta dar con un roble que desde la orilla opuesta proyectaba sobre el agua una gruesa rama. Subimos a la rama y empezamos aproximarnos al tronco del árbol. En ese punto ya se escuchaban con mayor claridad los sonidos que habíamos dejado atrás, lo cual indicaba que la turba había encontrado nuestro rastro. Por un momento los sonidos se acercaron raudamente. Luego dejaron de acercarse. Sin duda los perros habían encontrado el sitio por donde habíamos entrado al arroyo, y ahora bailoteaban corriente arriba y corriente abajo tratando de recuperarla pista.
Cuando nos encontrábamos confortablemente instalados en el árbol, y ocultos por el follaje, el rey se dio por satisfecho; yo, sin embargo, seguía teniendo ciertas dudas. Juzgué que si nos arrastrábamos por una de las ramas, podríamos alcanzar el árbol vecino, y que valía la pena intentarlo. Lo intentamos, y nuestra empresa fue coronada por el éxito, aunque al llegar al empalme el rey se resbaló y estuvo a punto de caer al suelo. De nuevo nos acomodamos muy a gusto, convenientemente ocultos, y, no teniendo nada más que hacer, nos dedicamos a escuchar el ruido que hacía el grupo que pretendía darnos caza.
Después de un rato oímos que se acercaban, que se acercaban aceleradamente, y que además lo hacían desde ambas orillas del arroyo. El ruido crecía y crecía, y en cuestión de minutos se convirtió en un estrépito de gritos, ladridos y pisadas que con la fuerza de un ciclón pasó junto a nosotros y siguió de largo.
—Estaba casi seguro de que sospecharían algo al ver la rama que cuelga sobre el arroyo —dije—, pero esta vez no lamento haberme equivocado. Vamos, majestad, sería aconsejable aprovechar bien el tiempo. Los hemos despistado. Pronto la oscuridad será completa, Si cruzáramos el arroyo y les tomásemos una buena ventaja, y luego cogiéramos prestados un par de caballos por unas cuantas horas, lograríamos un buen margen de seguridad.
Comenzamos a descender y ya llegábamos a la rama más baja, cuando nos pareció distinguir que regresaban los cazadores. Nos detuvimos a escuchar.
—Sí —dije—, se encuentran desconcertados y han desistido, de modo que regresan a casa. Volveremos a subir a nuestro gallinero y los veremos pasar desde allí.
De nuevo trepamos hasta lo alto. El rey escuchó cuidadosamente durante un momento y afirmó:
—Aún nos buscan, reconozco la señal. Hemos hecho bien en permanecer aquí.
No se equivocaba. Sus conocimientos sobre la caza eran bastante más amplios que los míos. El ruido se aproximaba ineluctablemente, pero esta vez sin prisas. Dijo el rey:
—Habrán deducido que, como la ventaja que les llevábamos en un principio no era excesiva y estamos a pie, no podemos encontrarnos muy lejos del lugar por donde entramos al agua.
—Sí, majestad, me temo que es así, aunque yo esperaba que tuviésemos más suerte.
El ruido se hacía más y más cercano, y pronto la vanguardia se encontró debajo de nosotros. Alguien dio la voz de alto desde la otra orilla y aventuró:
—De haberlo deseado, habrían podido llegar hasta aquel árbol, valiéndose de esa rama que sobresale, y sin necesidad de tocar el suelo. Haríamos bien en enviar un hombre a comprobarlo.
—¡Así lo haremos, pardiez!
No pude menos de admirar mi astucia al anticipar que ocurriría exactamente esto y al haber efectuado un cambio de árboles para tratar de evitarlo. Pero ¿no es bien sabido que hay cosas que pueden derrotar la astucia y la previsión? La torpeza y la estupidez, por ejemplo. El mejor espadachín del mundo no debe tener miedo del segundo mejor espadachín; no, a quien debe temer es a algún adversario ignorante que nunca antes ha tenido una espada entre sus manos, precisamente porque no actúa como debería hacerlo, y entonces el experto no está preparado contra él. Y al actuar como no debería, con frecuencia sorprende inadvertido al experto, y le pone fuera de combate en un dos por tres. Pues bien, ¿cómo hubiese podido yo, con todas mis dotes, prepararme adecuadamente contra un mamarracho estúpido, miope y bizco, que al intentar llegar al árbol equivocado se dirigiría al correcto? Y eso fue justamente lo que hizo. Por equivocación se encaminó a un árbol diferente al que le habían indicado, que por supuesto era aquél en el que nos hallábamos, y comenzó a trepar.
Las cosas se estaban poniendo serias. Nos quedamos inmóviles, esperando el rumbo que tomaban los acontecimientos. El campesino trepaba con dificultad por el tronco del árbol. El rey se puso de pie, y quedó a la espera con una pierna lista, y cuando la cabeza del recién llegado estuvo a su alcance, le atizó un sonoro puntapié que envió al sujeto al suelo dando trompicones. Abajo se produjo una violenta explosión de cólera, y la turba se amontonó alrededor del árbol, cercándonos por completo. Comenzó a trepar otro hombre; la rama que nos había servido de puente fue descubierta, y un voluntario se encaramó al árbol correspondiente. El rey me ordenó que hiciese el papel de Horacio y defendiese el puente. Durante un rato las cargas del enemigo fueron densas y rápidas, pero de nada sirvieron, el resultado era siempre el mismo, pues, en cuanto se ponía a mi alcance, el que viniese a la cabeza recibía una bofetada que lo enviaba por tierra trastrabillando. Los ánimos del rey seguían en aumento, y su entusiasmo no tenía límites. Afirmaba que si no ocurría nada que echase a perder la situación existente, tendríamos una noche estupenda, pues siguiendo la táctica que empleábamos, podríamos defender el árbol de un ataque de la comarca entera si fuese necesario.
Por desgracia, la turba llegó pronto a la misma conclusión, y, en ese punto suspendieron el asalto y comenzaron a discutir otros planes. No contaban con armas, pero podían hacerse con una buena provisión de piedras, y las piedras podrían resultar eficaces. No teníamos dónde resguardarnos. Era posible que una piedra nos alcanzara de vez en cuando, aunque no era muy probable. Estábamos bien protegidos por las ramas y el follaje, y no éramos visibles desde ningún punto desde el cual pudiesen apuntarnos certeramente. Y con que perdiesen media hora arrojándonos piedras sería suficiente, pues la oscuridad vendría en nuestro auxilio. Nos sentíamos tranquilos y a gusto; empezábamos a sonreír, y por poco nos echamos a reír.
Pero no nos reímos, y fue mejor no hacerlo, ya que habríamos sido interrumpidos. Llevábamos apenas quince minutos viendo cómo las piedras pasaban silbando por entre las hojas o rebotaban contra las ramas, cuando notamos un olor que llegaba hasta nosotros. Bastó con olfatear un par de veces para encontrar una explicación contundente: ¡Humo! Finalmente la suerte nos abandonaba. No había vuelta de hoja. Cuando el humo te invita a descender, no te puedes negar. Nuestros perseguidores seguían amontonando hojarasca y maleza al pie del árbol y, cuando vieron que una densa nube de humo ascendía hasta cubrir todo el árbol, prorrumpieron en una tormentosa ovación. Conseguí reunir el aliento necesario para decir:
—Proceded, majestad. Vos primero para no faltar a la etiqueta.
El rey se las arregló para decir con voz entrecortada por el sofoco:
—Seguidme, y al llegar abajo tomad posesión de un lado del tronco y dejadme el otro. Entonces daremos comienzo al combate. Y que cada uno amontone sus muertos según sus costumbres y preferencias.
Y comenzó a descender, gruñendo y tosiendo, seguido de cerca por este servidor. Toqué tierra un instante después de que lo hiciese él; nos apresuramos hacia nuestros sitios designados, y comenzamos a dar y recibir golpes con todo vigor. La barahúnda y el estrépito eran fenomenales; una verdadera tempestad de alaridos, golpes y caídas. De repente un hombre a caballo se abrió paso hasta quedar en medio de la multitud, y gritó:
—Deteneos, o sois hombres muertos.
¡Qué bien sonó aquello! El dueño de la voz poseía todas las marcas distintivas del caballero: vestimentas pintorescas y costosas, aspecto autoritario, semblante severo, y los rasgos marcados por una vida disipada. La turba retrocedió humildemente como perrillos mansos. El caballero nos examinó con ojo crítico y acto seguido increpó a los campesinos:
—¿Pero qué estáis haciendo a esta gente?
—Son unos locos, venerable señor, que han aparecido no se sabe de dónde y…
—¿Que no sabéis de dónde? ¿Pretendéis afirmar que no los conocéis?
—Muy honorable señor, solamente decimos la verdad. Son forasteros y nadie de la región los conoce. Y son los locos más violentos y sanguinarios que jamás…
—Callad. No sabéis lo que decís. No están locos. ¿Quiénes sois? ¿Y de dónde venís? Exijo una explicación.
—Sólo somos dos forasteros pacíficos —respondí—, y nos encontramos en un viaje de negocios. Procedemos de un país lejano, y de ninguno somos conocidos aquí. No pretendíamos hacer daño a nadie, y sin embargo, de no haber sido por vuestra valiente interferencia y protección, esta gente nos hubiese dado muerte. Como ya habéis columbrado, señor, no estamos locos. Tampoco somos violentos ni sanguinarios.
El caballero se volvió hacia su séquito y dijo con voz calma:
—Devolved a estos animales a sus perreras a punta de látigo.
En un instante se desvaneció la turba, y tras ellos se abalanzaron los jinetes, fustigándolos con los látigos y atropellando despiadadamente a quienes habían tenido la torpeza de huir por el camino en lugar de adentrarse en la espesura. Poco después los quejidos y las súplicas se perdieron en la distancia, y pronto comenzaron a regresar los jinetes. Entre tanto el caballero nos había estado interrogando más detenidamente, aunque sin conseguir sonsacarnos los detalles. No escatimábamos agradecimientos por el servicio que nos había prestado, pero solamente le revelamos que éramos forasteros sin amigos procedentes de un lejano país. Cuando todos los miembros de su escolta hubieron regresado, el caballero ordenó a uno de sus sirvientes:
—Traed los caballos de la avanzada y montad a esta gente.
—Sí, milord.
Nos colocaron cerca de la retaguardia, entre los sirvientes. Viajamos a buen ritmo y nos detuvimos poco después del anochecer en una posada al lado del camino, a unos quince o veinte kilómetros del escenario de nuestras dificultades. Milord ordenó su cena, se retiró inmediatamente a su aposento y ya no volvimos a verle. Al amanecer tomamos el desayuno y nos dispusimos a partir.
En ese momento el ayudante principal del caballero se acercó perezosamente y dijo con gracia indolente:
—Habéis dicho que seguiríais este camino, y nosotros llevamos la misma dirección, por lo cual mi señor, el conde Grip, ha dado instrucciones de que conservéis los caballos y cabalguéis en ellos, y que algunos de nosotros cabalguemos a vuestra vera una treintena de kilómetros hasta llegar a una bella ciudad que lleva por nombre Cambenet, donde os hallaréis fuera de peligro.
No pudimos menos de expresar nuestro agradecimiento y aceptar la oferta. Cubrimos el trayecto a trote corto, un paso moderado y agradable. En nuestro grupo éramos seis y, charlando con aquella gente, nos enteramos de que milord Grip era un gran personaje en su propia región, que se encontraba a una jornada más allá de Cambenet. Nuestro paso era tan holgado que sólo mediada la tarde llegamos a la plaza del mercado de la ciudad. Descabalgamos, encomendamos de nuevo a nuestros acompañantes que transmitiesen nuestro más sincero agradecimiento a milord, y nos acercamos a una multitud reunida en el centro de la plaza para investigar cuál era el motivo de su interés. Eran los restos de aquella desdichada caravana de esclavos con que nos habíamos topado antes. Así que durante todo el largo y penoso tiempo habían estado arrastrando sus cadenas. Aquel pobre esposo ya no formaba parte del grupo; faltaban también otros muchos, pero ya habían sido reemplazados por nuevas adquisiciones. El rey no sentía ningún interés, y quería seguir camino, pero yo contemplaba la escena absorto y lleno de lástima. No podía apartar los ojos de aquellos agotados y maltrechos desperdicios humanos. Estaban sentados en el suelo, apiñados, silenciosos, sin quejarse, con las cabezas gachas… Una imagen patética. Y por un odioso contraste, un rimbombante orador se dirigía a un grupo que se encontraba a menos de treinta pasos, alabando abyectamente «las gloriosas libertades de que gozamos en Inglaterra».
La sangre me hervía. Había olvidado que era un plebeyo y solamente recordaba que era un hombre. Costase lo que costase subiría a la plataforma y…
¡Clic! ¡El rey y yo nos encontramos maniatados con unas mismas esposas! Eran los mismos sirvientes de lord Grip que nos habían acompañado, y en presencia de milord, que observaba atentamente. El rey montó en cólera y espetó:
—¿Qué significa esta desdichada broma?
Milord se limitó a instruir fríamente al jefe de sus maleantes:
—Poned a la venta estos esclavos.
¡Esclavos!
La palabra tenía una nueva resonancia…, una resonancia indescriptiblemente horrible. El rey levantó sus manos esposadas, y las descargó con una fuerza mortífera; milord ya se había apartado de su trayectoria. Una docena de criados de aquel redomado bribón saltaron sobre nosotros y en un instante nos inmovilizaron, atándonos las manos a la espalda. Proclamamos que éramos hombres libres con gritos tan altos y tan vigorosos, que atrajimos la atención del orador que ensalzaba la libertad, y la de su patriótica audiencia, de modo que se reunieron a nuestro alrededor, adoptando una actitud muy decidida. Dijo entonces el orador:
—Si de veras sois hombres libres, nada debéis temer. Las libertades que Dios ha concedido a Inglaterra os circundan como escudo y refugio. (Aplausos.) Pronto lo comprobaréis. Enseñad vuestras pruebas.
—¿Qué pruebas?
—Las pruebas de que sois hombres libres.
Ah… Ahora recordaba. Recobré la lucidez y guardé silencio. Pero el rey exclamó con voz atronadora:
—Desvariáis, insensato. Sería mejor y más razonable que este ladrón y desvergonzado granuja probase que no somos hombres libres.
Evidentemente, era una de esas personas que conocen sus propias leyes de la misma forma que la mayoría de la gente conoce las leyes en general: de palabra, no de hecho. Las leyes sólo adquieren significado y llegan a ser muy reales cuando llega el momento en que te las aplican a ti mismo.