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Authors: Mark Twain

Tags: #Sátira

Un yanki en la corte del rey Arturo (45 page)

BOOK: Un yanki en la corte del rey Arturo
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Los médicos nos dijeron que, si queríamos que la pequeña recobrara la salud y las fuerzas, teníamos que hacerle cambiar de aires. Y que la brisa del mar le haría bien. Así, pues, cogimos un navío de guerra y con un séquito de doscientas sesenta personas partimos en un crucero, y al cabo de dos semanas desembarcamos en Francia. Los médicos opinaron que sería buena idea que nos quedáramos allí una corta temporada. El reyezuelo de la región nos ofreció su hospitalidad, y la aceptamos gustosamente. Si contase con tantas comodidades como aquellas de las cuales carecía, nuestra estancia en su reino hubiese sido lo suficientemente placentera; de cualquier manera nos las arreglamos muy bien en su anciano y extraño castillo, gracias a las comodidades y lujos que llevábamos en el barco.

Pasado un mes envié la nave a casa para que nos trajese avituallamiento y noticias. Debería estar de regreso en tres o cuatro días. Entre otras cosas, me traería noticias del resultado de un experimento que había puesto en marcha poco tiempo antes. Se trataba de un proyecto mío para sustituir los torneos por otra actividad que proporcionara una válvula de escape real para la fogosidad de los caballeros, manteniéndolos entretenidos al tiempo que eliminaba los riesgos de que volvieran a sus andadas y trastadas. Además se encargaría de preservar su mayor virtud, es decir, su inquebrantable espíritu de competitividad. Tenía un grupo selecto practicando en secreto desde hacía tiempo, pero ya se estaba acercando el momento de su primera presentación en público.

El experimento era la implantación del béisbol. Para que el asunto tuviese acogida desde un principio y se viese libre de críticas, elegí a los integrantes de mis equipos teniendo en cuenta el rango, y no la capacidad de cada uno. No había un solo caballero en ninguno de los dos equipos que no fuese un soberano con cetro y corona. No era dificil encontrar material de este tipo alrededor de Arturo. Es más: si se te ocurría arrojar un ladrillo mientras estabas en su corte, en la dirección que fuese, siempre te estabas exponiendo a dejar lisiado a un rey. Por supuesto que no conseguí que se despojasen de su armadura; no se la quitaban ni para bañarse. Lo más que hicieron fue consentir en que se diferenciasen las armaduras, de modo que los espectadores pudiesen distinguir a un equipo de otro: uno de ellos usaba casaca de cota de malla, y el otro, armadura chapeada fabricada con mi nuevo acero Bessemer. Sus prácticas en el terreno de juego eran la cosa más fantástica que había visto en mi vida. Como se trataba de uniformes a pruebas de bolas (y de balas), nunca se apartaban de la trayectoria de las bolas; por el contrario, se quedaban quietos y sufrían las consecuencias. Cuando un jugador de los chapeados Bessemer era golpeado por una bola, ésta rebotaba y fácilmente podía ir a parar a ciento cincuenta metros. Y cuando un hombre, en plena carrera, se lanzaba boca abajo para deslizarse hasta su base, más parecía un acorazado entrando a puerto. Al principio había designado como árbitros a hombres comunes, sin rango, pero tuve que suspender esa práctica. Aquella gente no era más fácil de complacer que otros equipos. La primera decisión que tomaba el árbitro, por lo general, era también la última. Lo partían en dos con un bate, y sus amigos tenían que volver a casa con los restos. Cuando la gente se dio cuenta de que ningún árbitro lograba sobrevivir un partido, el oficio se hizo muy impopular. Me vi obligado entonces a nombrar a alguien cuyo rango y posición elevada en las esferas de gobierno le protegieran de los jugadores.

He aquí las alineaciones de los equipos:

El primer partido público atraería con toda seguridad a unas cincuenta mil personas, y por la diversión que prometía ofrecer bien valdría la pena darle la vuelta al mundo para asistir a él. Todas las condiciones eran favorables, hacía un suave y hermoso tiempo primaveral, y la naturaleza estrenaba sus exquisitos ropajes nuevos.

41. El entredicho

Sin embargo, mi atención se vio repentinamente desviada de esos asuntos; nuestra pequeña empeoraba de nuevo; estaba tan grave que no podíamos apartarnos de su lado. No consentíamos que nadie nos ayudase en esta tarea, así que ambos permanecimos vigilantes día tras día. ¡Qué corazón tan bondadoso tenía Sandy y qué sencilla y buena era! Era una esposa y madre intachable y, sin embargo, no me había casado con ella por ninguna razón en particular; sólo había seguido la costumbre caballeresca, según la cual me pertenecía hasta que algún caballero me venciese en el campo de batalla. Sandy había rastreado toda Inglaterra en mi busca y, tras dar conmigo al filo de la horca en las afueras de Londres, retomó inmediatamente su antigua posición a mi vera de la forma más plácida y como si estuviese en todo su derecho. Provengo de Nueva Inglaterra y es mi opinión que esta clase de relación acabaría por comprometerla tarde o temprano. Ella no entendía el porqué, pero yo di el tema por concluido y celebramos nuestra boda.

La verdad es que yo no sabía que me estaba llevando una joya, pero ciertamente lo era. Antes de que pasaran doce meses la adoraba y existía entre nosotros una camaradería tan perfecta y entrañable como es difícil de imaginar. La gente habla de amistades hermosas entre personas del mismo sexo. Pero, ¿qué es la más hermosa de ellas comparada con la amistad entre un hombre y su mujer, cuando los mejores deseos y los ideales más altos de ambos son los mismos? Entre estas dos clases de amistad no existe punto de comparación; una es terrenal, y la otra, divina.

Al principio, en mis sueños, seguía paseándome por una época trece siglos más tarde, y mi espíritu insatisfecho buscaba y reclamaba sin cesar las mudas carencias de un mundo que se había esfumado. En muchas ocasiones, Sandy había escuchado ese grito implorante saliendo de mis labios. En un alarde de magnanimidad quiso que nuestra hija llevase por nombre aquella exclamación mía, convencida de que se trataba de algún amor que yo había perdido. Casi se me saltan las lágrimas y faltó poco para que me desplomase cuando me reveló su insólita y curiosa sorpresa, con una sonrisa tan amplia que parecía reclamar una merecida recompensa:

—El nombre de un ser que fue para ti querido quedará así preservado y bendecido, y su música permanecerá por siempre en nuestros oídos. Me besarás cuando sepas el nombre que le he puesto a nuestra hija.

Yo no lo sabía. No tenía ni la más remota idea, pero hubiera sido cruel confesarlo, estropeando así su pequeño juego, por lo que dije:

—Pues claro que lo sé, cariño, ¡y qué amable y encantador de tu parte!, pero quisiera escucharlo antes de esos labios tuyos, que son también míos, y la música será perfecta. Complacida hasta la médula, murmuró:

—¡Hola Operadora!

Contuve la risa, y hasta el día de hoy doy gracias al cielo por ello, pero el esfuerzo que tuve que hacer rompió todos mis cartílagos, de manera que durante semanas me rechinaron los huesos al caminar. Ella nunca llegó a descubrir su error. La primera ocasión en que oyó esta fórmula de saludo telefónico se quedó sorprendida y no le agradó mucho, pero yo le expliqué que había sido yo mismo quien había ordenado que en lo sucesivo el teléfono fuese siempre invocado con esa reverente formalidad para perpetuo honor y recuerdo de mi perdida amiga y de su pequeña tocaya. Esto no era verdad, pero al menos era una respuesta.

Pues bien, durante dos semanas y media mantuvimos nuestro puesto de vigía a la vera de la cuna, y en nuestra preocupación éramos ajenos a todo lo que ocurriese fuera de aquella habitación. Hasta que, al fin, obtuvimos nuestra recompensa: lo que era el centro del universo pareció doblar la esquina y comenzó a recobrarse. ¿Agradecimiento? No es ésa la palabra. No hay palabras para expresarlo. Eso sólo se comprende cuando se ha visto a un hijo propio atrávesar el valle de las sombras y volver a la vida, desvelando las tinieblas con una luminosa sonrisa del tamaño de tu mano.

¡Regresamos al mundo en un instante! Entonces descubrimos al tiempo el mismo pensamiento alarmante en los ojos del otro. ¡Habían pasado más de dos semanas y el barco aún no había regresado!

Al minuto siguiente me presenté ante mi séquito. Sin duda habían estado preocupados todo este tiempo: se veía en sus caras. Reuní a mi escolta y galopamos hasta la cima de una colina, desde la que se divisaba el mar. ¿Dónde estaba mi boyante flota, vasta y magnífica, con su multitud de alas blancas, que tan brillantemente se había expandido en los últimos tiempos? ¡Todo se había desvanecido! Ni una sola vela en el horizonte, ni una columna de humo, sólo una desoladora y vacía soledad había sustituido la vigorosa y refrescante actividad.

Regresé precipitadamente, sin decirle a nadie una palabra. Le conté a Sandy las aciagas noticias. No encontrábamos la más remota explicación. ¿Habría ocurrido una invasión, un terremoto, una peste? ¿Habría dejado de existir la nación? Pero hacer conjeturas no conducía a nada. Debía ponerme en marcha de inmediato. Tomé prestada la flota del rey, un «barco» no mucho mayor que una lancha de vapor, y pronto estuve listo.

Ay, pero la despedida, ¡eso sí que fue duro! Mientras me comía a besos a la criatura, ¡ésta farfullaba su vocabulario con energía! Era la primera vez que lo hacía en más de dos semanas, y creímos volvernos locos de alegría. ¡Esa adorable mala pronunciación de los bebés! ¡Vive Dios que no hay música que se le pueda comparar! ¡Qué tristeza se apodera de uno cuando empieza a desaparecer para convertirse en una lengua más correcta que ya nunca volverá a visitar nuestros oídos! ¡Qué maravilla poder llevar conmigo tan hermoso recuerdo!

Al día siguiente por la mañana me acercaba a Inglaterra con toda aquella carretera de agua salada para mí solo. Se veían barcos en el puerto de Dover, pero habían sido despojados de las velas y no había ni rastro de actividad humana en las cercanías. Era domingo y, sin embargo, en Canterbury las calles también estaban vacías. Pero lo más extraño es que no se veía un solo cura, ni se oía el repicar de una sola campana. La tristeza de la muerte parecía inundarlo todo. No podía comprenderlo. Por fin, en la parte más recóndita de la ciudad, contemplé el paso de un pequeño cortejo fúnebre —escasamente la familia y un puñado de amigos acompañando al féretro—. Con el cortejo no veía ningún cura. Era un funeral sin campanas, ni cirios, ni misal. Había una iglesia en las inmediaciones, pero pasaron de largo entre sollozos; miré hacia el campanario y vi que la campana estaba amortajada con una tela negra y tenía el badajo bien amarrado. ¡Ahora ya lo entendía! Sabía cuál era la tremenda calamidad que se cernía sobre Inglaterra. ¿Una invasión? En comparación con esto, una invasión hubiese sido trivial. ¡Se trataba del entredicho!
24

No pregunté nada. No tenía necesidad de pedir explicaciones. La Iglesia había golpeado. Ahora lo más conveniente sería disfrazarme y proseguir el viaje con gran cautela. Uno de mis criados me prestó ropa suya, y cuando ya estábamos fuera de la ciudad y en sitio seguro me cambié. Desde ese momento viajé solo, ya que no podía arriesgarme a hacerlo en compañía.

Fue un viaje muy triste. Por todas partes, un silencio desolador. Incluso en Londres. El tráfico había cesado, las gentes no hablaban ni reían, no andaban en grupos, ni siquiera en parejas; caminaban de uno en uno, sin rumbo alguno, las cabezas gachas, los corazones contritos y atemorizados. La Torre de Londres tenía cicatrices muy recientes de algún ataque. Desde luego, algo muy grave tenía que haber sucedido.

Naturalmente había pensado tomar el tren a Camelot. ¡El tren! La estación estaba más vacía que una gruta. Proseguí mi camino. El viaje a Camelot fue una repetición de lo que ya había visto. El lunes y el martes no se diferenciaron en nada del domingo. Llegué bien entrada la noche. De ser la ciudad mejor iluminada del reino, la más parecida a un sol yacente que imaginarse pueda, había pasado a convertirse en un borrón, es decir, una mancha en medio de la oscuridad, ya que allí la oscuridad era aún más densa que en el resto de la oscuridad, y precisamente por eso se podía distinguir. Me hizo pensar que podía haber en ello un símbolo, una especie de señal de que la Iglesia iba a mantener su preponderancia y a destruir mi hermosa civilización de un solo plumazo. No encontré ni rastro de actividad en las sombrías calles. Seguí avanzando a tientas con el corazón apesadumbrado. Se vislumbraba el inmenso castillo como una mancha negra en lo alto de la colina. Ni el más mínimo destello de luz se apreciaba en su entorno. El puente levadizo estaba echado, por lo que no tuve mayor dificultad para avanzar por la amplia entrada. El único sonido que se oía era el de mis propias pisadas, y ahora, sobre aquellos vastos y desiertos patios, resultaba verdaderamente un sonido sepulcral.

42. ¡Guerra!

Encontré a Clarence solo en sus aposentos, sumido en la melancolía. En lugar de la luz eléctrica había vuelto a colocar un viejo quinqué, y allí sentado, con todas las cortinas corridas, lo envolvía una siniestra penumbra. En cuanto me vio se levantó de un salto y corrió ansiosamente hacia mí, diciendo:

—¡Ah, bien habría dado un billón de milréis por ver de nuevo a una persona viva!

Me había reconocido tan fácilmente como si yo no estuviese disfrazado, algo que me llenó de miedo, no lo dudéis un instante. Le dije:

—Rápido, dime, ¿qué significa este espantoso desastre? ¿Cómo ocurrió?

—Bueno, si la reina Ginebra no existiese, no hubiera sobrevenido tan pronto. Pero hubiese sucedido de cualquier modo. Habría ocurrido por vuestra causa, tarde o temprano, pero la fortuna ha decidido que fuese a causa de la reina.

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