¡Bang! Una silla vacía. ¡Bang!, otra. ¡Bang!, ¡bang!, y me cargué otros dos. Me jugaba el todo por el todo y lo sabía muy bien. Al empezar la ronda me quedaban once balas, de modo que, si al llegar al undécimo disparo no había logrado convencer a aquella gente, el duodécimo hombre me mataría sin remisión. Por eso me sentí el más feliz de los hombres cuando, al derribar a mi novena víctima, detecté en la multitud el movimiento oscilante que siempre antecede al pánico. Si perdía un solo instante todo se iría al traste. Pero no lo perdí. Levanté ambos revólveres y los apunté hacia la hueste que se me venía encima. Los caballeros de la vanguardia pararon en seco y se quedaron inmóviles durante un largo y tenso instante… Luego rompieron filas y se dieron a la fuga.
El triunfo era mío. La caballería andante estaba condenada. Comenzaba el camino de la civilización. ¿Que cómo me sentía? Ah, jamás os lo podríais figurar.
¿Y el colega Merlín? De nuevo su reputación había sido vapuleada. Por alguna razón, cada vez que la magia de pacotilla se enfrentaba con la magia de la ciencia, la magia de pacotilla era aparatosamente derrotada.
Después de partir el espinazo a la caballería andante en aquella ocasión, ya no me sentí obligado a trabajar en secreto. Así que al día siguiente de mi victoria expuse ante un mundo atónito mis escuelas ocultas, mis minas y mi vasta red de fábricas y talleres clandestinos. O, lo que es lo mismo, expuse el siglo XIX a la inspección del siglo VI.
Pues bien, cuando has conseguido una ventaja siempre es beneficioso actuar prontamente para afianzarla. Los caballeros se encontraban temporalmente de capa caída, pero si yo pretendía que la situación fuese definitiva sería necesario paralizarlos por completo. Cualquier otro curso de acción resultaría insuficiente. Veréis, la última vez, en el campo, los había derrotado valiéndome de un farol, y era natural que después de darle unas cuantas vueltas al asunto llegasen a esa conclusión…, de haber tenido la ocasión y el tiempo suficiente. Pero yo no permití que así fuera.
Renové mi desafío, lo hice grabar en placas de bronce y lo coloqué en sitios donde un clérigo pudiese leérselo. Además dispuse que la noticia de mi desafío apareciese en la columna de anuncios personales del periódico hasta nueva orden.
No sólo renové mi desafío, sino que aumenté sus proporciones. Les dije que el día que eligiesen, y acompañado tan sólo de cincuenta ayudantes, estaba dispuesto a enfrentarme
a las masas de la caballería andante de toda la tierra y a destruirla
.
Esta vez no se trataba de un farol. La cosa iba en serio, y podía cumplir lo que prometía. No había ninguna posibilidad de malentendido en la redacción de mi desafío. Incluso los más obtusos de entre los caballeros andantes comprendieron que la opción era muy clara: «Jugarse la vida, o callarse la boca». Esta vez fueron prudentes y optaron por lo segundo. En los tres años siguientes no me causaron ningún problema digno de mención.
Consideremos que han transcurrido tres años velozmente, y echemos una buena ojeada alrededor de Inglaterra. Un país feliz, próspero y extrañamente cambiado. Escuelas por todas partes y varias universidades. Un buen número de periódicos de bastante calidad. Incluso la literatura estaba dando sus primeros pasos; sir Dinadan, el Humorista, había sido su pionero, con una colección de vetustos chistes que me sabía de memoria desde hacía trece siglos. Si hubiese eliminado aquel viejo y apestoso chiste sobre el conferenciante yo no hubiese dicho nada, pero no lo hizo así, y desde luego no lo pude soportar. Proscribí el libro y mandé colgar al autor.
La esclavitud estaba muerta y sepultada; todos los hombres eran iguales ante la ley; las tasas de los impuestos se habían distribuido equitativamente. El telégrafo, el teléfono, el fonógrafo, la máquina de escribir, la máquina de coser y todos los cientos de útiles servidores del vapor y la electricidad iban ganando gradualmente el favor del público. Teníamos uno o dos buques de vapor en el río Támesis, teníamos navíos de guerra a vapor y los inicios de una marina mercante con barcos de vapor. Ya me estaba preparando para enviar una expedición a descubrir América.
Estábamos construyendo numerosas líneas ferroviarias, y la que unía Camelot y Londres ya estaba terminada y en funcionamiento. Astutamente me había asegurado de que todos los puestos relacionados con el servicio de pasajeros fuesen considerados de gran importancia y distinción. Mi idea era atraer a estos puestos a la caballería y la nobleza, asegurándome así de que no anduviesen por el mundo sueltos y haciendo travesuras. El plan funcionó a la perfección, y la competencia para esos cargos llegó a ser candente. El conductor del expreso de las cuatro treinta y tres era un duque, y no había un solo conductor en la línea de pasajeros que no disfrutase por lo menos de un título de conde. Todos y cada uno de ellos eran hombres buenos, pero tenían dos defectos que no había conseguido curar, por lo cual tenía que hacer la vista gorda: el primero era que se negaban a despojarse de sus armaduras, y el segundo, que al habérselas con las tarifas las echaban por tierra…, o sea, que le robaban a la compañía.
Dificilmente se podía encontrar un caballero que no estuviese empleado en algo útil. Viajaban de un extremo a otro del país desempeñando la tarea de misioneros para los más diversos artículos. Su inclinación a la vida errante y la experiencia que ya tenían en el campo los había convertido indiscutiblemente en los más eficaces propagadores de la civilización con que contábamos. Recorrían la tierra revestidos de acero y equipados con espadas, lanzas y hachas guerreras, y si no conseguían persuadir a una persona para que probara una máquina de coser pagadera a plazos, o una armónica, o una valla de alambre de espino o un periódico prohibicionista, o cualquier otra de las mil cosas que ofrecían, la quitaban de en medio y continuaban su camino.
Yo era muy feliz. Las cosas procedían de modo gradual, pero seguro, hacia un ansiado objetivo secreto. Veréis, tenía en mente llevar a cabo mis dos proyectos más vastos y ambiciosos. El primero era desmantelar la Iglesia católica e instaurar sobre sus ruinas la fe protestante, pero no como Iglesia oficial, sino como un credo flexible y tolerante. El otro consistía en proclamar un decreto que estipulase que a la muerte de Arturo se estableciese el sufragio universal, al cual tendrían derecho todos, hombres y mujeres, o por lo menos todos los hombres, sensatos o tontos, y todas las madres de mediana edad que tuviesen casi tantos conocimientos como sus hijos de veintiún años. Arturo podría durar todavía otros treinta años, pues tenía mi misma edad —es decir, cuarenta años—, y yo estaba seguro de que en ese plazo bien podía conseguir que la población activa estuviese preparada y ansiosa para acoger un acontecimiento que sería el primero de su tipo en la historia del mundo: una revolución rotunda y completa del sistema de gobierno, sin derramamiento de sangre. El resultado de esta revolución sería el establecimiento de una república. Bueno, tengo algo que confesar, aunque me siento avergonzado cada vez que lo pienso: empezaba a sentir un mezquino deseo de convertirme en el primer presidente de aquella república. Sí; tengo que admitir que no escapaba a ciertas características de la naturaleza humana.
Clarence estaba de acuerdo conmigo en lo de la revolución pero con modificaciones. La idea que tenía era la de una república sin clases privilegiadas, pero a cuya cabeza estuviera una familia real hereditaria en lugar de un primer mandatario elegido. Creía que ninguna nación que haya conocido el alborozo de rendir culto y veneración a una dinastía real podía ser privada de ella sin que languideciese hasta morir de melancolía. Alegué que los reyes son peligrosos. Entonces los reemplazaremos por gatos, propuso. Estaba convencido de que una real familia gatuna podía cumplir las funciones pertinentes: serían tan útiles como cualquier otra familia real, no tendrían menos conocimientos, poseerían las mismas virtudes y serían capaces de las mismas traiciones, tendrían la misma propensión a armar embrollos y tremolinas con otros gatos, resultarían risiblemente vanidosos y absurdos sin jamás darse cuenta de ello, saldrían baratísimos y, por último, ostentarían un derecho divino tan solvente como cualquier otra casa real, de modo que «Micifuz VII, o Micifuz XI, o Micifuz XIV, soberano por la gracia de Dios», les quedaría igual de bien que a cualquiera de esos mininos de dos piernas que moraban en palacio.
—Y por regla general —explicó en su inglés moderno y esmerado—, el carácter de los gatos estaría muy por encima del carácter de un rey-promedio, lo cual sería una enorme ventaja moral para la nación, dado que la nación siempre toma como modelo el comportamiento moral de sus monarcas. Como la veneración de la realeza está fundada en la irracionalidad, estos graciosos e inofensivos gatos podrían fácilmente llegar a ser tan sagrados como cualquier otra realeza, e incluso más, porque se empezaría a observar que no mandaban colgar a nadie, que no ordenaban decapitar a nadie, y que tampoco encarcelaban a sus súbditos ni les hacían sufrir crueldades o injusticias del tipo que fuere, de modo que debían ser merecedores de amor y reverencia más profundos que los reyes humanos habituales, y de hecho así ocurría. Los ojos de toda la doliente humanidad pronto se volcarían sobre un sistema tan humanitario y benigno, y pasado un tiempo comenzarían a desaparecer los carniceros que componen las familias reales, y los súbditos de dichos reinos llenarían los puestos vacantes con gatitos de nuestra propia casa real. Nos convertiríamos así en la fábrica que aprovisionaría los tronos del mundo. Antes de que pasaran cuarenta años, Europa entera sería gobernada por gatos, gatos de nuestra producción. Se iniciaría entonces el reinado de la paz universal, que continuaría por toda la eternidad… ¡Miaaaaauuuuu!. Fffuuusss. Fizfizfiz.
¡Que lo cuelguen! Pensé que estaba hablando en serio, y sus palabras comenzaban a persuadirme, cuando de repente soltó aquel agudo maullido que por poco me hace pegar un salto de la sorpresa. Pero Clarence nunca podía hablar en serio. Ni siquiera sabía lo que significaba eso. Acababa de describir una mejora precisa y perfectamente razonable para la monarquía constitucional, pero, como siempre tenía la cabeza en las nubes, no se había dado cuenta, y de todos modos le traía sin cuidado. Me disponía a echarle una buena reprimenda cuando entró Sandy, corriendo a toda velocidad, desquiciada por el terror, y hasta tal punto sofocada por los sollozos que en el primer momento no pudo encontrar su voz. Corrí hacia ella, la tomé en brazos y le prodigué mis caricias mientras le decía con tono suplicante:
—Habla, querida, habla. ¿Qué pasa?
Su cabeza se derrumbó sobre mi pecho, y susurró con voz apenas perceptible:
—¡Hola, operadora!
—¡Rápido! —le grité a Clarence—. Telefonea al homeópata del rey, que venga en seguida.
Dos minutos más tarde ya me encontraba arrodillado junto a la cuna de la pequeña, mientras Sandy despachaba sirvientes aquí, allá y acullá, por todas partes del palacio. Me bastó una ojeada para darme cuenta de la situación. ¡Difteria! ¡Difteria! Me incliné y murmuré:
—¡Despiértate, amor mío! ¡Hola, operadora!
Lánguidamente abrió sus tiernos ojos y consiguió decir:
—Papá.
Sentí un gran alivio. Todavía no estaba a las puertas de la muerte. Mandé que trajeran unos preparados de sulfuro y yo mismo le di la tetera con la infusión, pues no soy capaz de estar de brazos cruzados esperando al médico cuando enferma Sandy, o la niña. Sé cómo cuidarlas a ambas, y lo he hecho varias veces. Esta criatura había pasado en mis brazos buena parte de su corta vida, y con frecuencia lograba que se calmara y volviera a reír, a pesar del rocío de lágrimas que rondaba sus pestañas, y aunque su madre ya lo hubiese intentado en vano.
Sir Lanzarote, ataviado con su armadura más lujosa, se acercaba en aquel momento desde el salón principal, camino del concejo de dirección de la Bolsa de Valores. Él era el presidente y ocupaba la Silla Peligrosa
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, que le había comprado a sir Galahad. Los miembros del Consejo de Dirección de la Bolsa eran los caballeros de la Mesa Redonda, y la propia Mesa era utilizada ahora para asuntos de negocios. Para tener derecho a ocupar uno de sus sitios había que pagar…, bueno, de cualquier modo la cifra os parecería increíble, así que no vale la pena que la diga. Sir Lanzarote era un experto en depreciar los valores de las acciones para luego hacerse con un buen lote a bajo precio, y justamente ese día se disponía a finalizar una importante operación de compra, pero ¿qué podía importarle eso en aquel momento? Era el mismo y querido Lanzarote de siempre, y cuando al pasar por la puerta y echar una ojeada se dio cuenta de que su niña mimada estaba enferma, dio al traste con todo lo demás. Ya se las podrían arreglar sin él los alcistas y los bajistas de la Bolsa, pues pensaba quedarse allí, al lado de Hola Operadora, ayudando en todo lo que fuese necesario. Y eso fue precisamente lo que hizo. Arrojó el yelmo a un rincón y en menos de medio minuto ya había colocado un nuevo pábilo en la lámpara de alcohol y calentaba una de las teteras. Para entonces ya Sandy había colocado mantas alrededor de la cuna, formando una especie de dosel, y todo estaba listo.
Sir Lanzarote preparó el fuego; entonces echamos en la tetera cal viva y ácido carbónico, con un toque de ácido láctico, lo acabamos de llenar con agua e insertamos la espita de vapor por entre un intersticio del dosel de mantas. Ahora todo marchaba sobre ruedas, así que nos sentamos cada uno a un lado de la enferma para iniciar nuestra vigilia. Sandy estaba tan agradecida y tan aliviada, que ordenó a un par de sacristanes que nos trajesen una provisión de corteza de sauce y tabaco de zumaque y nos dijo que podíamos fumar cuanto se nos antojase. Por una parte, el humo no llegaría hasta la criatura, y además Sandy estaba acostumbrada, ya que había sido la primera dama de la tierra que vio soplar nubes desde una boca. Pues bien, no creo que pueda existir una imagen más amable y reconfortante que la que ofrecía sir Lanzarote, cubierto por su noble armadura, sentado con cortés serenidad al lado de aquellos canosos sacristanes. Era un hombre muy atractivo, un hombre encantador, que hubiese sido un excelente esposo y padre de familia. Claro que Ginebra…, pero bueno, de nada sirve lamentarse de cosas que ya no tienen remedio.
Pues bien, sir Lanzarote permaneció conmigo tres días y tres noches seguidas velando a la criatura. Tres días con sus noches, hasta que la pequeña estuvo fuera de peligro. Entonces la cogió en sus enormes brazos y la besó, mientras las plumas de su penacho se posaban sobre el dorado cabello de la niña, y la colocó suavemente en el regazo de Sandy. En seguida se alejó majestuosamente a lo largo de la sala principal, entre las filas de criados y hombres de armas que le rendían su silencioso homenaje de admiración, y se perdió en la distancia. Y ninguna intuición me advirtió que sería la última vez que le vería. ¡Oh, Señor, qué mundo de aflicción es éste!