Read Una campaña civil Online

Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Una campaña civil (13 page)

BOOK: Una campaña civil
11.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Una cabeza de pelo blanco pasó ante la ventana; una sacudida y la puerta trasera se abrió para revelar al tío Vorthys, seguido de Nikki. El profesor se asomó y susurró dramáticamente:

—¿Se han ido? ¿Es seguro volver?

—Todo despejado —informó su esposa, y él entró en la cocina.

Llevaba una bolsa grande, que depositó sobre la mesa. Resultó que contenía pastas para sustituir, varias veces, las que habían sido consumidas.

—¿Crees que ahora tendremos suficientes? —preguntó la profesora secamente.

—Que no falten —declamó el marido—. Recuerdo cuando las chicas pasaron por esa etapa. Rodeados hasta las cejas de jóvenes a todas horas, y no quedaba ni una migaja en la casa al finalizar el día. Nunca comprendí tu generosa estrategia.

Se volvió hacia Ekaterin.

—Quise espantarlos ofreciéndoles verdura hervida, y trabajitos. Los que volvieran después de eso, sabríamos que iban en serio. ¿Eh, Nikki? Pero por algún motivo, las mujeres no me dejaron.

—Pues ofréceles todas las verduras podridas y los trabajitos que se te ocurran —le dijo Ekaterin. Además, podríamos cerrar las puertas con llave y fingir que no hay nadie en casa… Se sentó junto a su tía, y se sirvió una pastita—. ¿Habéis comido algo Nikki y tú?

—Tomamos café, galletas y leche en la panadería —le aseguró su tío.

—Tío Vorthys dice que todos esos tipos quieren casarse contigo —añadió, con aparente incredulidad—. ¿Es verdad?

Gracias, querido tío, pensó Ekaterin tristemente. Había estado preguntándose cómo explicárselo todo a un niño de nueve años. Aunque Nikki no parecía encontrar la idea tan horrible como ella.

—Eso sería ilegal —murmuró—. Incluso
outré
—sonrió levemente al recordar la expresión de By Vorrutyer.

Nikki no captó el chiste.

—¡Sabes lo que quiero decir! ¿Vas a escoger a alguno de ellos?

—No, querido.

—Bien.

Y añadió, tras un breve silencio:

—Aunque si lo hicieras, un mayor sería mejor que un teniente.

—Ah… ¿por qué?

Ekaterin observó con interés cómo Nikki luchaba por decir
Vormoncrief es un viejo Vor latoso
, pero para su alivio, no llegó a expresarlo. Finalmente, se contentó diciendo:

—Los mayores ganan más dinero.

—Una idea muy práctica —observó el tío Vorthys y, quizá todavía recelando de la generosidad de su esposa, recogió la mitad de su nuevo cargamento de pastas para llevárselas y esconderlas en su laboratorio del sótano. Nikki lo siguió.

Ekaterin apoyó los codos en la mesa de la cocina, la barbilla en las manos y suspiró.

—La estrategia del tío Vorthys tal vez no sea mala. La amenaza del trabajo podría librarnos de Vormoncrief y, sin duda, espantaría a Vorrutyer. No estoy tan segura de que funcionara con el mayor Zamori. Las verduras pasadas pueden sernos útiles con todos.

La tía Vorthys la miró con una sonrisa divertida.

—¿Qué quieres que haga, Ekaterin? ¿Qué empiece a decirles a tus pretendientes potenciales que no estás en casa para las visitas?

—¿Podrías? Con mi trabajo en el jardín, sería la verdad —dijo Ekaterin.

—Pobres chicos. Casi lo siento por ellos.

Ekaterin sonrió brevemente. Podía sentir el empujón de aquella compasión, como una mano que la arrastrara hacia la oscuridad. Hacía que se le pusiera la piel de gallina.

Ahora, cada noche, cuando se acostaba sin Tien, era como saborear un cielo solitario. Podía estirar los brazos y las piernas por todos los lados de la cama, refocilarse en el suave espacio, libre de compromisos, confusión, opresión, negociación, deferencia, contemporización. Libre de Tien. Durante los largos años de su matrimonio casi se había vuelto insensible a los lazos que la ataban a él, las promesas y el miedo, sus desesperadas necesidades, sus secretos y mentiras. Cuando las ataduras de sus votos se rompieron con su muerte, fue como si toda su alma hubiera despertado, picoteando dolorosamente como un miembro cuando vuelve la circulación.
No sabía en qué prisión me hallaba, hasta que estuve libre
. La idea de volver voluntariamente a una celda marital, y cerrar la puerta con otro juramento, le daba ganas de salir corriendo.

Sacudió la cabeza.

—No necesito crearme otra dependencia.

Su tía arqueó las cejas.

—No necesitas a otro Tien, eso está claro. Pero no todos los hombres son como Tien.

Ekaterin apretó los puños, pensativa.

—Pero yo sigo siendo yo. No sé si puedo intimar y no volver a los viejos malos días. No sé si puedo explorar hasta el fondo y quejarme luego de que estoy vacía. El pensamiento más horrible que tengo, cuando lo recuerdo, es que no fue todo culpa de Tien. Yo dejé que empeorara cada vez más. Si hubiera tenido la oportunidad de casarse con una mujer que se le hubiera enfrentado, que le hubiera insistido…

—Tu lógica me da dolor de cabeza —observó amablemente su tía.

Ekaterin se encogió de hombros.

—Ahora todo es agua pasada.

Tras un largo silencio, la profesora preguntó con curiosidad:

—¿Y qué piensas de Miles Vorkosigan?

—Está bien. No me hace que me den ganas de gritar.

—Pensé… allá en Komarr, que parecía un poco interesado en ti.

—Oh, no fue más que una broma —dijo Ekaterin, tozuda.

La broma había ido un poco demasiado lejos, tal vez, pero los dos se habían cansado, después de tantos días y horas de temible tensión… su sonrisa deslumbradora, y los ojos brillantes en su rostro cansado destellaron en la memoria de Ekaterin. Tuvo que ser una broma. Porque si no… tendría que salir corriendo y gritando. Y estaba demasiado cansada para levantarse.

—Pero ha sido agradable encontrar a alguien sinceramente interesado por los jardines.

—Mmm —dijo su tía, y se volcó en otro de los trabajos de sus alumnos.

El sol de la tarde primaveral de Vorbarr Sultana calentaba la piedra gris de la mansión Vorkosigan, convirtiéndola en algo casi agradable, cuando el coche alquilado de Mark enfiló el camino de acceso. El guardia de SegImp de la verja no era uno de los hombres que Mark había conocido el año anterior. El hombre fue respetuoso pero meticuloso, y llegó incluso a comprobar la palma de la mano y la retina de Mark antes de franquearle el paso con un gruñido apagado que podría haber sido un «milord» a modo de disculpa. Mark miró a través del dosel del coche mientras se acercaban al pórtico principal.

La mansión Vorkosigan otra vez. ¿Su hogar? Su acogedor apartamento estudiantil de la Colonia Beta parecía más un hogar que aquel enorme pilar de piedra. Pero aunque estaba hambriento, cansado, tenso y sufría los efectos del salto espacial, al menos esta vez no vomitaba de paroxismo y terror. Era sólo la mansión Vorkosigan. Podría soportarlo. ¡Y en cuanto entrara, llamaría a Kareen, sí! Abrió el dosel en el instante en que el coche se detuvo en la acera y se volvió para ayudar a Enrique a bajar las maletas.

Los pies de Mark apenas habían tocado el suelo cuando Pym apareció por la puerta principal y le dirigió un saludo breve, algo cargado de reproche.

—¡Milord Mark! Tendría que habernos llamado desde el espaciopuerto. Lo habríamos recogido como corresponde.

—No importa, Pym. No creo que todo nuestro equipaje hubiera cabido en el vehículo blindado, de todas formas. No te preocupes, todavía tienes un montón de cosas que hacer.

La furgoneta alquilada que los seguía desde el espaciopuerto cruzó la verja, subió por el camino de acceso y se detuvo tras ellos.

—Santo cielo —murmuró Enrique mientras Mark se apresuraba a ayudarle a levantar del suelo una caja que decía DELICADO y que había viajado entre ambos en el vehículo de tierra—. Es verdad que eres lord Vorkosigan. No estaba seguro de si creerte, hasta ahora.

—En realidad soy lord
Mark
—corrigió Mark—. Dejémoslo claro. Aquí eso importa. No soy, ni espero serlo jamás, el heredero del condado.

Mark indicó con un gesto de cabeza la baja figura que salía de la mansión atravesando las dobles puertas talladas, ahora abiertas de par en par.


Él
es lord Vorkosigan.

Miles no parecía estar tan mal, a pesar de los peculiares rumores sobre su salud que se habían filtrado hasta la Colonia Beta. Alguien se había ocupado de mejorar su vestuario civil, a juzgar por el elegante traje gris que llevaba, y lo rellenaba adecuadamente. No estaba tan enfermizamente delgado como la última vez que se habían visto, hacía casi un año. Avanzó hacia Mark con una sonrisa, la mano tendida. Consiguieron intercambiar un apretón firme y fraternal. Mark necesitaba desesperadamente un abrazo, pero no de Miles.

—Mark, maldición, nos has pillado por sorpresa. Se suponía que tenías que llamar desde la órbita. Pym habría ido a recogerte.

—Eso me ha dicho.

Miles retrocedió un paso y lo examinó. Mark se ruborizó. Las drogas que Lilly Durona le había dado le habían permitido perder más grasa en menos tiempo de lo que era humanamente natural, y se había ceñido religiosamente a un estricto régimen de dieta y líquidos para combatir los corrosivos efectos secundarios. Ella había dicho que la combinación de drogas no era adictiva, y Mark la creyó: no veía el momento de librarse del maldito producto. Ahora pesaba poco más que cuando estuvo por última vez en Barrayar, tal como planeaba. Asesino había sido liberado de su jaula carnal y era capaz de defenderse de nuevo si tenía que hacerlo… Pero Mark no había previsto el aspecto ajado y ceniciento que tendría. Era como una vela derritiéndose al sol.

Y de hecho, las siguientes palabras que salieron de la boca de su hermano fueron:

—¿Te encuentras bien? No tienes muy buen aspecto.

—Los efectos del salto. Ya pasarán —sonrió, tenso. No estaba seguro de si eran las drogas, Barrayar o echar de menos a Kareen lo que le ponía más nervioso, pero conocía la cura—. ¿Sabes algo de Kareen? ¿Llegó bien?

—Sí, llegó bien, la semana pasada. ¿Qué es esa caja con todas esas capas?

Mark quería ver a Kareen más que ninguna otra cosa en el universo, pero lo primero era lo primero. Se volvió hacia Enrique, que se reía, fascinado de verlo junto a su progenitor-gemelo.

—He traído a un invitado. Miles, me gustaría presentarte al doctor Enrique Borgos. Enrique, mi hermano Miles, lord Vorkosigan.

—Bienvenido a la mansión Vorkosigan, doctor Borgos —dijo Miles, y le estrechó la mano—. Su nombre parece de Escobar, ¿no?

—Er, sí, er, lord Vorkosigan.

Maravilla de las maravillas, Enrique consiguió decirlo bien esta vez. Mark sólo llevaba entrenándolo en etiqueta barrayaresa diez días seguidos…

—¿Y en qué es usted doctor? —Miles miró de nuevo a Mark, preocupado, y éste supuso que estaba evaluando las teorías alarmistas sobre la salud de su hermano clónico.

—No en medicina —le aseguró Mark—. El doctor Borgos es bioquímico y entomólogo genético.

—¿Especialista en palab…? No, eso es etimólogo. En insectos, eso es.

Miles miró de nuevo la gran caja de acero que tenían a los pies.

—Mark, ¿por qué tiene agujeros para el aire esa caja?

—Lord Mark y yo vamos a trabajar juntos —le hizo saber el larguirucho científico.

—Supongo que tendremos alguna habitación de sobra para él —añadió Mark.

—Dios, sí, las que queráis. La mansión es vuestra. Me mudé el invierno pasado a la gran suite del primer piso, en el ala este, así que toda el ala norte está vacía. A excepción de la habitación del tercer piso que ocupa el soldado Roic. Duerme durante el día, así que podríais darle algún margen. A su llegada, papá y mamá traerán consigo el ejército habitual, pero nos recolocaremos si es necesario.

—Enrique espera poder montar un laboratorio provisional, si no te importa —dijo Mark.

—No usa nada explosivo, espero. Ni tóxico.

—Oh, no, no, lord Vorkosigan —le aseguró Enrique—. No, nada de eso.

—Entonces no veo por qué no. —Bajó la mirada, y añadió con más suavidad—: Mark… ¿por qué los agujeros para el aire tienen pantallas?

—Te lo explicaré todo en cuanto hayamos descargado los vehículos y les haya pagado a los conductores.

El soldado Jankowsky apareció junto a Pym mientras tenían lugar las presentaciones.

—La maleta azul es mía, Pym. Todo lo demás va con el doctor Borgos.

Tras echar una mano a los conductores, descargaron rápidamente la furgoneta y lo trasladaron todo al salón de entrada. Hubo un momento de pánico cuando el soldado Jankowsky, tambaleándose bajo una carga de lo que Mark sabía que eran utensilios de laboratorio de cristal guardados con precipitación, pisó un gatito blanco y negro, bien camuflado por las losas del suelo. La enfurecida criatura emitió un aullido lastimero, bufó y corrió entre los pies de Enrique y a punto estuvo de hacer caer al escobariano, que sostenía en precario equilibrio un carísimo analizador molecular. Pym lo salvó por los pelos.

Casi los habían pillado, durante su asalto nocturno al laboratorio del que habían rescatado todas las notas importantes y los especímenes irreemplazables, precisamente porque Enrique insistió en volver por el maldito analizador. Mark se lo había tomado como una especie de cósmico te-lo-dije si Enrique lo hubiera dejado caer ahora.
Te compraré un laboratorio nuevo cuando lleguemos a Barrayar
, había dicho una y otra vez, para tratar de convencer al Escobariano. Al parecer Enrique pensaba que Barrayar estaba todavía atascado en la Era del Aislamiento y que no iba a poder conseguir allí nada más complejo científicamente que un alambique, una probeta y, tal vez, un trépano.

Tardaron todavía más en instalarse, ya que el lugar ideal que Enrique trató de agenciarse inmediatamente para su nuevo laboratorio era la monumental, modernizada y luminosa cocina, con un buen suministro de energía. A una llamada de Pym, Miles corrió rápidamente a defender el territorio de su cocinera, una mujer formidable a quien parecía considerar esencial para el mantenimiento no sólo de su casa, sino también de su carrera política. Después de explicar en voz baja a Mark que la frase
la mansión es vuestra
era una mera locución amable y que no había que tomarla literalmente, Enrique tuvo que conformarse con un lavadero secundario en el semisótano del ala norte, menos espacioso, pero con agua corriente e instalaciones para la eliminación de residuos. Mark prometió que iría de compras para conseguir los juguetitos y herramientas y bancos y campanas y luces que Enrique deseaba lo más pronto posible, y lo dejó poniendo en orden sus tesoros. El científico no mostró ningún interés en la elección de dormitorio.

BOOK: Una campaña civil
11.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Baking Cakes in Kigali by Gaile Parkin
Steel Beach by John Varley
Forrest Gump by Winston Groom
The Emerald Comb by Kathleen McGurl
All the Dead Are Here by Pete Bevan
Somebody's Daughter by Jessome, Phonse;
Thistle Down by Irene Radford