Read Una Discriminacion Universal Online
Authors: Javier Ugarte Perez
En estas líneas introductorias se establecen las reglas de juego. Se admite, para el censor, la condena occidental «civilizada» de la homosexualidad, a la vez que se apela, como coartada, al paternalismo y la benevolencia del lector con la loable meta de «hacer justicia a esas gentes». El autor continúa asegurando: «Lo que constituyen perversiones en las naciones civilizadas, no todas las naciones no civilizadas lo consideran como tales». Aquí está el guiño al lector homosexual, al que se ofrece información sobre «su caso», manteniendo la condena aparente con la concesión a los heterosexuales, al emplear el término «perversiones». Hecho el sofisma, el autor se lanza a ganarse lectores con la conciencia tranquila, basándose en fuentes antropológicas de campo que a cualquier persona familiarizada con
El antropólogo inocente
de Nigel Barley
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le resultarán hilarantes. Gracias a esta obra, se pudo saber en la España de Franco que 48 pueblos naturales «tienen como norma esta forma de sexualidad y la toleran» a su manera, que no es la occidental (esta última consistiría en «la masturbación recíproca o tocar con la boca las partes genitales del compañero», según el informe Kinsey, no según la experiencia del autor), sino mediante «la relación anal», que constituye «la forma más frecuente» de esta modalidad entre los pueblos naturales. ¿Y quiénes son éstos? Pues los asandes en el África central, los langos del África oriental, los siwas del África del norte y los tongas del África del sudeste, así como los wolofs del África occidental, todos ellos grupos que «viven de la agricultura». La excepción la ponen los hotentotes namacuas, que viven de la ganadería.
Y esto sólo por hablar de África. Porque la homosexualidad se practica asimismo entre yacutas del nordeste de Siberia y sus vecinos los coriacas; los reddis de la India meridional, los tingianos de la isla de Luzón y, especialmente, los habitantes de Nueva Guinea. En América del norte, la lista incluye a los creeks, los hidatsas, los hopos, los colages, los indios cornejas, los mandanes, los maricopas [de éstos se entiende], los menominis, los nascapi, los natchez, los navajos, los omahas, los otos, los papagos, los poncas, los quinaults, los seminales, los tubatulabals, los yumas, los yuroks y los zunis.
Aunque el autor matiza que «ven con malos ojos la homosexualidad los indios chiricauas, los klamaths, los kwaliutls, los ojibwes, los pimas, los sanpoils y los sinkaietks». La homosexualidad femenina estaba menos extendida, pero era frecuente entre «los hotentotes namacuas [¡otra vez los mismos!] y los haitianos, que debemos mencionar aquí porque se trata de negros, aunque viven en Centroamérica». El resto del capítulo en que se ofrece esta valiosa información antropológica de campo se ocupa, además de los homosexuales, de los siguientes epígrafes: la masturbación, la sodomía, el masoquismo, el sadismo, el exhibicionismo y el incesto. El poco espacio que ocupan las lesbianas en esta obra del erudito alemán lo ganan en su
Vida amorosa en el Lejano Oriente
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, en el capítulo
Formas especiales de sexualidad.
Escrito después, el autor se siente más suelto con el tema y anuncia:
En algunos países culturalmente destacados se impone más y más la idea de que las manifestaciones de ciertas formas sexuales especiales como la homosexualidad, el transvestismo, etcétera, no pueden calificarse simplemente como perversión degradante.
Al no citar a los países «culturalmente destacados», el lector siempre podría hacerse la ilusión de que el suyo fuera uno de ellos. Tüllmann apelaba a «mostrar más comprensión y espíritu de ayuda hacia las personas de esa disposición», pero de nuevo nadaba entre dos aguas y, por si acaso, insistía en que esa comprensión «no significa la aceptación de esas diferencias en la orientación sexual», pues en nuestra cultura «siempre existió un desprecio hacia las formas anormales y las degeneraciones». Pagado el tributo a la autoridad conservadora, se lanzaba a pormenorizar las susodichas degeneraciones en China y en Japón en las páginas siguientes, páginas que —se siente, lector— no vamos a reproducir aquí.
Sí añadiremos, sin embargo, que la Historia, bajo su capa de ciencia social, sirvió también durante estos años de ámbito en el que referirse a la homosexualidad, gracias a su lejanía: en este caso, era el tiempo el que permitía el distanciamiento, mientras que para los mundos exóticos lo era el espacio. En este campo, vuelve a haber una cantidad inagotable de ejemplos, y Círculo de Lectores publicó títulos de pornografía blanda, situando el vicio en las galaxias de la remota antigüedad, como
Las costumbres y el amor en la antigua Roma
, de Herbert Lewandowski
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, historiador y sexólogo judío alemán. Amigo de Magnus Hirschfield, el pionero luchador de los derechos de los homosexuales cuyo centro fue clausurado por los nazis, Lewandowski (1896-1996) transmite una actitud distantemente respetuosa con la homosexualidad, una anacronía que en la España de Franco era aún una forma de burlar la censura. Gracias a este erudito alemán, en 1972 los lectores españoles pudieron saber, leyendo el capítulo
Vita sexualis romanorum
de esta obra que, para griegos y romanos, «la representación de un ser bisexuado no era monstruoso y también podía ofrecer un placer estético»
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. Al fin, no dejaban de ser gente que, como Platón, ensalzaba la pederastia «en sus consecuencias espirituales», y que aceptaba, como los romanos, que «un homosexual llegase a ostentar los cargos más elevados». Incluso, aventura, «puede que el gran emperador Adriano fuese homosexual»
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.
El terreno de la zoología, por último, también produjo algunas joyas. En 1967, el zoólogo británico Desmond Morris publicó
El mono desnudo
, que casi inmediatamente se convirdó en un
best seller
internacional, gracias a una fórmula divulgadva que le permitía abordar el comportamiento de los seres humanos con el lenguaje desapasionado con el que la ciencia se refería a las especies animales. Una de las claves del éxito fulminante de
El mono desnudo
fue la descripción aséptica de las distintas modalidades de cópula entre el macho y la hembra de la especie humana, con una terminología científica que servía de coartada para unas detalladas descripciones casi pornográficas. En 1968, el lector español contaba ya con la primera edición en castellano de la obra, que conoció muchas reediciones
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. Tras ocuparse del celo y el apareamiento entre especímenes humanos de distinto sexo, Morris abordaba la cuestión de «la fijación homosexual» con la frialdad del científico. Gracias a este empleado del zoológico de Londres, supo el lector español que los jóvenes monos machos «adoptan a menudo posturas femeninas sexualmente incitantes y son montados por machos dominantes que, de otro modo, les habrían atacado», pero estos casos sólo representan comportamientos homosexuales temporales, como cuando, a causa de una situación de aislamiento total, se ha podido observar que los machos carnívoros «han copulado con los recipientes de su comida».
Para Morris, los comportamientos sexuales similares en nuestra especie pueden ser «biológicamente ventajosos, porque pueden contribuir a evitar frustraciones sexuales», pero «en el momento en que dan origen a fijaciones sexuales, crean un verdadero problema». Morris no tiene nada en contra de los escarceos homosexuales en los internados escolares con «carácter de ensayo», siempre que cuando llegue el momento nos inclinemos a los comportamientos «biológicamente adecuados, y, entonces, el apareamiento se produce como un fenómeno normal heterosexual». Como zoólogo, Morris asegura que no puede «discutir las peculiaridades sexuales de la moral corriente», sino tan sólo limitarse a aplicar «una especie de moralidad zoológica, en términos de éxito o fracaso en la reproducción». Ello le lleva a concluir que grupos tales como los de monjes, monjas, solterones, solteronas y homosexuales permanentes son todos ellos anómalos desde el punto de vista de la reproducción. La sociedad los cría y ellos se niegan a devolverle el favor. De la misma manera, podemos decir que un homosexual activo no es más anómalo que un monje desde aquel punto de vista.
Sin embargo, Morris esboza una teoría original para condonar tanto la homosexualidad como la soltería empedernida: la amenaza de la superpoblación, que estuvo muy en boga entre los peligros que acechaban a la Humanidad en la época en que fue escrito el libro. «El aumento de densidad de población alcanza un punto extremo en que se destruye toda la estructura social», escribe. «Nuestra especie —añade más adelante— se encamina rápidamente hacia tal situación». En ese contexto, termina Morris, podría argüirse que la necesidad de reducir drásticamente el índice de reproducción destruye todas las críticas biológicas que puedan hacerse a las categorías no reproductoras, tales como frailes y monjas, solteronas y solterones empedernidos y homosexuales permanentes.
Juan Goytisolo parodió esta utilización espuria de la ciencia en un artículo publicado en
Triunfo
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, titulado «Demos la vuelta de una vez a su miserable discurso», en el que invertía los términos, poniendo en evidencia el truco con mucha eficacia. Para ridiculizar el lenguaje antropológico, Goytisolo escribió: «Lévi-Strauss ha descubierto prácticas heterosexuales entre los indios del noroeste del Brasil, y el doctor Mabuse describe en su inolvidable testamento curiosas ceremonias de iniciación heterosexual entre los indígenas de Wallis y Futura». Similar tratamiento burlesco recibe la aproximación histórica al fenómeno:
Los jeroglíficos egipcios nos descubren su existencia [la de la heterosexualidad] desde la décimo cuarta dinastía y el libro sagrado de los mayas se refiere en más de una ocasión a las relaciones carnales de miembros de aquel pueblo con individuos de sexo distinto.
Y continúa:
Si nos atenemos al campo de nuestra civilización, los ejemplos son abundantisimos. En la Roma imperial, algunos poetas expresaron ya su insólita orientación amorosa en términos apenas velados y, según las crónicas de la época, Marco Tulio Cicerón redactó sus elocuentísimos discursos bajo el hechizo de «cierta bella persona (gratia in vultu) del sexo opuesto». Conocidos son los casos de Villon, lord Byron y Víctor Hugo, cuyos versos reflejan sin empacho las singulares preferencias de sus autores. Federico Nietzsche buscó igualmente satisfacciones eróticas en el otro sexo, y sus detractores achacan a dicha rareza su subsiguiente locura.
En nuestro país, añadía Goytisolo, a la lista de heterosexuales famosos que figuran en los manuales de literatura (Lope de Vega, Espronceda, Galdós), debemos agregar otros menos conocidos, descubiertos recientemente por eruditos e investigadores: según el profesor Caruso, de la Universidad de Chatanooga, Garcilaso e incluso el genial Cervantes (tengamos el valor de reconocerlo, aunque moleste a algunos) no fueron totalmente ajenos a esta extendida forma de anormalidad.
El lenguaje de los zoólogos, como Morris, tampoco salía mejor parado:
Los zoólogos han detectado su presencia no sólo entre los celentéreos, sino también entre búhos, delfines y calamares; en lo que toca a la mantis religiosa y su encarnizamiento después de la cópula con su partenaire del sexo opuesto, es un hecho sobradamente conocido para que tengamos que insistir en él.
El texto recuerda la amenaza de la cual alertaba Mauricio Carlavilla en
Sodomitas
cuando esgrimía la invisibilidad de los homosexuales:
Las frecuentes tentativas de trazar un retrato robot del heterosexual o de situarlo en determinados medios sociales han fracasado siempre. Exceptuando algunos casos patológicos, el heterosexual es un individuo de apariencia normal, que no se distingue a primera vista de los demás individuos de su sexo.
Escrita en los primeros tiempos de la Transición, la sátira de Goytisolo terminaba burlándose también del lenguaje paternalista que pedía compasión para el homosexual por su defecto: «En resumen, que debemos ser humanos y comprensivos, porque la heterosexualidad se produce en todos los grupos y familias, y nada nos garantiza que un día no tengamos que enfrentarnos con ella en nuestra propia casa».
En televisión, en las revistas musicales y en el cine, el espectador fue bombardeado asiduamente con la imagen del homosexual como grotesco, exhibicionista y exageradamente amanerado. Esa simplificación, que reducía al gay a la categoría del bufón, respondía a la única versión «políticamente correcta», en el sentido literal que el término adquiere en una dictadura. El ejemplo más denigrante lo ofrece la película
No desearás al vecino del quinto
, de 1970, dirigida por Ramón Fernández y protagonizada por Alfredo Landa, lo que la hacía aún más graciosa, ya que este actor representó durante su época dorada al prototipo del macho ibérico
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. En el cartel anunciador, el vecino del quinto es un rubio de bote (se sabe porque las cejas son negras), que viste un traje lila y zapatos rojos a juego con un pañuelo, carga con un caniche en brazos y pone lo que se llamaba en la época la mano tonta, un gesto con el que, como vimos en
Letras
en 1939, se identificaba popúlar y maliciosamente al homosexual. El argumento de aquella producción de José Frade ironizaba sobre las posibilidades que tenía un ginecólogo de provincias para triunfar profesionalmente si adoptaba una imagen «afeminada» que le sirviera para burlar a los celosos maridos de sus pacientes.
Sin embargo, quienes más explotaron el icono reaccionario del sarasa amanerado fueron los humoristas gráficos. Lo hicieron en antologías de chistes de tamaño de bolsillo y calidad ínfima, pero lo hicieron también en revistas, como
La Codorniz
en las que nunca había dejado de latir una cierta oposición elegante e irónica al Régimen, por lo que sufrió diversos cierres y multas. La revista llegó a publicar un texto supuestamente gracioso en el que se ofrecían diez claves para descubrir a un marica entre las que recuerdo, de memoria, tres: agacharse a recoger una cosa del suelo flexionando las rodillas como las mujeres, ser ancho de espaldas y estrecho de culo y fumar con la mano derecha. En 1973, un personaje que parece copiado del cartel de
No desearás al vecino del quinto
protagoniza un chiste de Madrigal
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. A la melenita rubia se añaden nuevos elementos esterotípicos, como la caída de ojos, una pierna alzada a la manera de los bailarines de ballet clásico y un
foulard
al viento. Tras él, que corre aleteando, una mujer jamona, como mandaba el canon de belleza ibérica, y minifalda de las que van pidiendo guerra, le increpa: «¡Caballero, si sigue no molestando voy a llamar a un guardia!» No tan gracioso, si se recuerda que los guardias detenían regularmente, y los jueces encarcelaban con la misma regularidad, a los homosexuales, cuya orientación estaba castigada con penas de prisión por la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social, que sustituyó a la de Vagos y Maleantes en 1970.