Una Discriminacion Universal (7 page)

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Authors: Javier Ugarte Perez

BOOK: Una Discriminacion Universal
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De cuando la medicina se apropió del pecado

Hasta la segunda mitad del siglo XIX, la medicina no estuvo en condiciones de mostrar su competencia sobre conductas que pertenecían al campo de la moral y sobre las cuales la religión había sido una autoridad indiscutida durante siglos; los filósofos de la Ilustración, en el siglo XVIII, fueron quienes comenzaron a cuestionar esa realidad. Hasta cierto punto, lo que entonces hicieron los médicos fue recuperar el papel de directores del comportamiento que tenían en el mundo griego; como Hipócrates o Galeno, por ejemplo, que inspiraron la dietética, técnica que aconseja sobre el cuidado de uno mismo en el campo de la alimentación, el ejercicio, el reposo y las relaciones sexuales. Para dar ese salto, la medicina, que en parte es una ciencia práctica y en parte una técnica, tuvo que basarse en una ciencia con mayor peso teórico, como es la biología. Por eso, resulta necesario hacer un poco de historia para comprender las repercusiones de la biología en medicina.

Las investigaciones del naturalista inglés Charles Darwin mostraron que la evolución de las especies se producía como consecuencia de la lucha por la vida entre individuos que difieren entre sí en pequeños rasgos. Los seres con capacidades mejor adaptadas al medio viven más tiempo y se reproducen; al hacerlo, transmiten a sus descendientes, de forma entonces desconocida
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, las características que les han permitido sobrevivir. Este mecanismo es perfeccionista en plazos grandes de tiempo porque obliga a las especies a mejorar, es decir, a afinar sus capacidades de reacción al medio en el que se desenvuelven; de los estudios de Darwin se extrae la conclusión de que, tras cada millón de años, la vida se perfecciona. Ahora bien, enseguida aparecieron pensadores, como su primo Francis Galton, que se dieron cuenta de que la sociedad, tal como estaba organizada, había suprimido los mecanismos de competencia entre los individuos para conseguir comida y reproducirse. La consecuencia era que todos los sujetos, incluidos los que no sobrevivirían en condiciones «naturales», tenían descendencia; de esa forma, transmitían inferiores cualidades a sus hijos. El asunto se volvía grave cuando los pobres que se reproducían eran además alcohólicos, sifilíticos, viciosos —donde se incluyen los homosexuales— o se trataba de prostitutas, porque los hijos de todos estos sujetos serían, se pensaba sin asomo de duda, portadores de esos males. Para impedir esa desgracia, en la medida de sus posibilidades, Galton funda una disciplina, la eugenesia, que se propone la mejora del patrimonio genético de una población. La nueva ciencia tuvo un gran arraigo en los países industrializados como Gran Bretaña, Suecia, Alemania y Estados Unidos, en algunos de los cuales (Suecia, Alemania) nacieron Institutos de Biología que se dedicaron a estudiar las características raciales de su población y a proponer medidas para mejorarla; el prototipo era la raza aria o caucásica.

El problema que obsesionaba a las autoridades médicas y políticas de la época era la transmisión de enfermedades —«lacras» o «taras», como se decía en la época— a la descendencia. Cuando las taras pasaban de generación en generación, entonces tenía lugar la
degeneración,
concepto que reúne los miedos y ansiedades de la época. La degeneración se sospechaba que había sucedido en algunas familias reales europeas que sólo se casaban entre sí, como los Austria/Habsburgo. En el siglo XIX el problema se agudizaba porque la población de las ciudades se multiplicaba. En opinión de muchos médicos y expertos en salud pública, como consecuencia del anonimato, la promiscuidad, los espectáculos licenciosos y la escasa moralidad de los pobres, los adultos no se preocupaban por el futuro de sus hijos; no digamos ya por el porvenir de su nación. Desde la obra de Malthus se daba por sentado que los sujetos pobres y analfabetos sacrificaban los hábitos de vida saludables a la búsqueda del placer (consumo de alcohol, la promiscuidad sexual, etc.), sin importarles las consecuencias de sus actos. En un mundo rural, como era el europeo de los siglos anteriores, el comportamiento y los cruces entre individuos estaban sometidos a controles sociales. Pero en la segunda mitad del siglo XIX, con la industrialización y la explosión demográfica de las ciudades, el anonimato favorecía el vicio. Esto hizo temer por las consecuencias que tenía para la nación la conducta de cada sujeto.

No se piense que la degeneración afecta sólo al cuerpo, también lo hace con la mente. En 1882, los doctores franceses Magnan y Charcot publicaron
Inversión de la tendencia genital y otras perversiones sexuales
, donde estudian el fetichismo y la homosexualidad (a la que llaman «inversión sexual»). Estos autores afirman lo siguiente sobre un caso de inversión:

(...) ésta en absoluto es una entidad mórbida, no es más que un episodio de una enfermedad más profunda. Es un síndrome, una de las numerosas manifestaciones que ofrecen los sujetos a los que Morel denomina degenerados. Desde la infancia, los degenerados llevan la marca de una tara cerebral que en algunos individuos puede traducirse simplemente en un desequilibrio mental, compatible por otra parte, como es el caso de nuestro enfermo, con la existencia de facultades brillantes
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Aunque el vocabulario pueda parecer hiriente, Charcot y Magnan no tenían nada contra los degenerados. Al contrario, querían mejorar su estado; incluso, a algunos de ellos los apreciaban, como el paciente que citan, porque el sujeto era profesor universitario y de comportamiento moralmente irreprochable, si se deja de lado su tara cerebral. La asociación entre inversión sexual y elevada cultura la encontramos después en Freud, y con el mismo objetivo, disociar la condena del acto de la reprobación al sujeto; el comportamiento es malo, pero el individuo no tiene por qué serlo
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. Al realizar esta separación surge una pregunta: si los autores describen un acto reprochable en un sujeto de conducta modélica, ¿cuál es el objetivo de esa afirmación? Sin duda, separar la enfermedad de la moral. Dejar la primera en manos de los médicos y ser comprensivo con el enfermo cuando se somete a sus consejos, puesto que no es responsable de su herencia biológica. Al enfermo hay que culparle sólo si se niega al tratamiento porque en eso residiría ahora su responsabilidad, ya que un enfermo nunca es del todo inocente respecto a su mal. Al menos, tiene el deber de curarse por su propio bien, el de su familia y también el del conjunto de la sociedad, que lo soporta en su seno y a veces tiene que costear su internamiento en un hospital. Prueba de la intención de los doctores es la afirmación:

(...) una disposición nativa que encadene la voluntad impulsando a los individuos a actos que no pueden reprimir debe entrañar necesariamente la irresponsabilidad. Es muy importante que se sepa este dato pues los magistrados y los forenses que se han ocupado de atentados contra las costumbres y bajo cuya mirada han pasado individuos esencialmente viciosos parecen hasta ahora poco dispuestos a atribuir a la enfermedad la parte que le toca
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.

Por lo tanto, cada uno debe ocuparse de la tarea para la que está más capacitado. Y el quehacer propio de la medicina es atender casos en los cuales la herencia del sujeto le impulsa a comportarse de forma inmoral, pero no responsable; por lo tanto, carece de culpa. Así que los médicos tienen nuevas tareas: estudiar a los degenerados, combatir su enfermedad y elaborar una opinión experta sobre su grado de responsabilidad en los atentados contra la moral o las leyes. Con respecto al último punto, la tradición continúa en la actualidad.

Cuando el psicólogo Alfred Binet, en 1887, estudia el fetichismo y la inversión sexual añade a las opiniones expresadas por sus colegas una nueva idea, tan turbadora para la moral de la época como la irresponsabilidad de los degenerados. Se trata de su convicción de que la mejor manera de luchar contra las taras es mantener relaciones sexuales frecuentes. Con el agotamiento del deseo viene el olvido de la obsesión porque el sujeto se descarga del origen de la tensión. Lo que es más, la continencia no hace al sujeto mejor porque es una fuente de exaltación de su imaginación:

La continencia no sólo provoca —valga la expresión— el grito del órgano hambriento, también exalta la imaginación erótica (...) Así que a quienes consideren la continencia como un estado de pureza superior a la práctica regular de las relaciones sexuales se les puede contestar que este estado de pureza no siempre existe; muchos continentes que se mantienen puros de cuerpo tienen una imaginación mucho más perturbada que quienes mantienen relaciones. Nos podemos convencer de la validez por desgracia demasiado general de esta observación fijándonos detenidamente en algunos místicos, a la vez continentes y sensuales
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.

Binet realiza esta afirmación porque él no es un alienista, no estudia la degeneración; se trata de un psicólogo que se ocupa de los síntomas y busca su curación. No se pregunta por el origen de los problemas, busca una solución. Con su apuesta por la actividad sexual, desmonta desde la práctica clínica la superioridad moral de la castidad y lleva a cabo una pequeña revolución en la moral científica de su época
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.

La reacción de la iglesia católica ante el desafío

Las nuevas ideas fueron percibidas por la Iglesia como un ataque, lo que resulta lógico porque pretendían usurparle una parte importante de su poder, el basado en la condena o absolución del comportamiento moral. Las teorías que se acaban de exponer, además, cuestionaban la base de dos sacramentos tan importantes para su papel social como son el matrimonio y el bautismo porque reclamaban la intervención del Estado en esas decisiones. Frente a ellas, la religión tenía una función secundaria, de acompañamiento. Por lo tanto, la Iglesia reaccionó contra las nuevas posturas de la medicina con todas sus armas. Las criticó a través de encíclicas y epístolas papales; en ellas, bajo el nombre de
naturalismo
, comenzó la condena —que continúa en nuestros días— de las teorías que defienden que la naturaleza y la razón humanas son las maestras que indican el camino a seguir:

Ahora bien, es principio capital de los que siguen el naturalismo, como lo declara su mismo nombre, que la naturaleza y la razón humana han de ser en todo maestra y soberana absoluta; y, sentado esto, descuidan los deberes para con Dios o tienen de ellos conceptos vagos y erróneos. Niegan, en efecto, toda divina revelación; no admiten dogma religioso ni verdad alguna que la razón humana no pueda comprender, ni maestro a quien precisamente deba creerse por la autoridad de su oficio
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.

Al naturalismo se opone la ley sagrada, dictada a los hombres para toda la eternidad, administrada por la Iglesia y presente en la conciencia de cada persona. Vista la fuerza del envite, la reacción eclesiástica fue más allá de las cartas y encíclicas; como respuesta a los desafíos del mundo moderno se preparó un Concilio, el Vaticano I (1869-1870). Su objetivo consistía en dejar claro que por encima de las conclusiones científicas se encontraban las verdades reveladas por Dios. Para ello, el Concilio decretó la infalibilidad de las decisiones del Papa y declaró anatema a quien contradijera al Sumo Pontífice. Se trató de una apuesta puramente defensiva con la que, aparte de dejar clara su postura, poco logró la Iglesia, ya que las anatemizaciones que lanzó no detuvieron la marcha de la ciencia ni la secularización. Tampoco consiguió suspender el paso del tiempo en los países católicos, salvo casos excepcionales, como el que se dio en España bajo el franquismo.

Para luchar contra el naturalismo, la Iglesia acudió al concepto de ley natural, como llevaba haciéndolo desde el siglo xiv por obra de Tomás de Aquino, y condenó toda forma de análisis del comportamiento que no se basara en la separación entre actos naturales y
contra natura;
el sujeto tenía libertad para elegir entre ellos. Quien seguía los principios naturales puestos por Dios en los hombres se comportaba moralmente y sería apreciado, conforme a ello, en la otra vida. Los sujetos que se conducían de forma antinatural, como los invertidos, serían juzgados conforme a lo que habían hecho más adelante, pero condenado en el presente por la Iglesia, las costumbres y la ley
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. No sólo eran reprobados ellos; también quienes buscaban un placer egoísta, sensual y no reproductivo, como los onanistas, los libertinos y las personas casadas, pero licenciosas, que utilizaban medios para impedir que el acto sexual fuese seguido de la fecundación. Y estos últimos eran quienes más preocupaban a la Iglesia porque el mundo moderno facilitaba la promiscuidad sexual y el uso de métodos anticonceptivos, sobre todo entre las personas que vivían en las ciudades. Eso reducía el número de nacimientos dentro del matrimonio y, por lo tanto, el de bautizos. La consecuencia sería que el porcentaje de católicos en el mundo habría de disminuir frente a otras religiones, y con ellos perdería importancia la institución que los representaba.

Para orientar la postura de los católicos ante las propuestas que llegan de la ciencia, el Papa Pío XI, en su encíclica
Casti connubii,
del 31 de diciembre de 1930, menciona las leyes que impiden casarse a determinados sujetos y señala el camino que los católicos debían seguir frente a esas prohibiciones:

Cuantos obran de este modo, perversamente, se olvidan de que es más santa la familia que el estado y de que los hombres no se engendran principalmente para la tierra y el tiempo, sino para el cielo y la eternidad. Y de ninguna manera se puede permitir que a hombres, de suyo capaces del matrimonio, se les considere gravemente culpables si lo contraen, porque se conjetura que, aun empleando el mayor cuidado y diligencia, no han de engendrar más que hijos defectuosos, aunque de ordinario hay que aconsejarles que no lo contraigan
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.

Así que los médicos pueden desaconsejar en algunos casos el matrimonio —porque es el primer paso para tener hijos— pero no deben dar por segura la transmisión a los descendientes de una enfermedad que esté presente en los padres. La transmisión es posible, pero no segura. Los católicos tampoco debían subordinar el individuo a la comunidad, como no tardarían en hacer en Alemania los médicos, quienes alentaban, en unos casos, y seguían, en otros, la política estatal. La doctrina no cayó en saco roto, como se verá en el apartado siguiente.

En relación con el tema de la homosexualidad, la Iglesia, desde las cartas del apóstol Pablo, siempre ha pensado que ésta era una cuestión de elección personal, de «concupiscencia del corazón»
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. Por lo tanto, algo al alcance de todo el mundo, como ingerir alcohol hasta la embriaguez, pero que se debe desaconsejar y, en último término, condenar. La Iglesia no acepta la orientación sexual hacia personas del mismo sexo. Sólo distingue entre comportamientos que afectan al individuo en su dignidad y que tienen repercusiones para los demás; unos son aceptables, como el celibato y las relaciones sexuales dentro del matrimonio, otros condenables, como la homosexualidad y el placer no reproductivo. Si tiempo después del Concilio Vaticano I la Iglesia mostró atisbos de comprender que existía algo más que una mala conducta, una inclinación interior, lo hizo pidiendo al mismo tiempo la renuncia a ella porque el comportamiento se considera pecaminoso y la inclinación «objetivamente desordenada»
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