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Authors: Javier Ugarte Perez

Una Discriminacion Universal (4 page)

BOOK: Una Discriminacion Universal
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Cuando una persona, a la hora de realizar algo que no afecta a los demás, teme las consecuencias de ser descubierta, es evidente que se encuentra sometida a las normas de su sociedad. Esto ha de ocasionar resentimiento entre quienes desean ser libres para llevar una vida que sólo compete a sus actores. El resultado de incluir determinadas conductas privadas dentro del ámbito penal es que la legislación produce delincuentes al castigar a quien no ha perjudicado a otros. Existen los delitos sin víctima porque la ley penaliza lo que considera vicio, en lugar de perseguir y castigar lo que produce daño; esta última función es la que una sociedad reconoce como principio básico del sistema jurídico y por el que apoya su funcionamiento. De esa política se derivan dos problemas: la creación artificial de delincuentes al poner la ley al servicio de una moral y, como los medios son finitos, la impunidad de los individuos que hacen daño a la comunidad.

El primer hecho, la producción del delincuente, genera una inflación delictiva que va contra la lógica del sistema penal, cuyo objetivo consiste en reducir la delincuencia. Esa es su finalidad, al menos por tres razones: la primera es que los responsables de la seguridad asumen sus cargos con el objetivo de ser eficaces en el combate contra la criminalidad, lo que supone disminuir el número de delitos que aparecen en las estadísticas; la segunda es la sensación de tranquilidad que el descenso —o, en su defecto, su control— proporciona a la población y el ahorro de recursos que conlleva; este hecho ha de traducirse en mayor respaldo político para quienes personalicen los resultados ante la opinión pública. La tercera razón es que existe mayor impunidad entre quienes hacen daño a la sociedad, lo que sucede cuando los infractores no llegan a ser detenidos porque policía, fiscales y jueces emplean sus recursos en otros fines, como la persecución y el castigo de los delincuentes sociales, a quienes también se podría denominar «infractores morales». De darse esa situación, la comunidad es la perjudicada por la ley.

Otro factor que no está en la mente de los legisladores es la corrupción que la persecución de estas conductas puede generar entre los miembros de los cuerpos de seguridad. Al sorprender en flagrante delito a sujetos que —a falta de testigos y de víctimas de esos actos— no van a ser denunciados por lo que hacen, éstos intentarán llegar a un «acuerdo» con quienes tienen la facultad para llevarlos ante un juez u olvidar el asunto; los relatos de homosexuales recogen abundantes situaciones en las que los agentes del orden se olvidan del asunto a cambio de dinero. El resultado conjunto es una creación de personas lesionadas por dos lados: en términos individuales, el sujeto que comparece ante un tribunal y es condenado; a nivel colectivo, el resto de las personas, que sufren mayor indefensión ante quienes le hacen daño en sentido objetivo a través de violencia física o económica (estafas, fraudes). No es de extrañar que las sociedades empeñadas en erradicar ese tipo de conductas se encuentren también entre aquéllas cuyos habitantes padecen mayor número de los demás delitos
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. Como la homosexualidad ha dejado de ser perseguida en el mundo occidental —aunque no se encuentre respaldada por el Estado en todas partes—, se trata de uno de los mejores ejemplos para estudiar la figura de los delitos sin víctimas. En su caso, la historia muestra que una moral que se esfuerza por preservar un cierto
statu quo
se encuentra detrás de los castigos. Si eso resulta evidente respecto a la homosexualidad, es probable que en el resto de delitos donde no existen lesionados suceda algo parecido
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.

Los problemas de la producción y la reproducción y su contexto decimonónico

Al estudiar la hostilidad que se desplegó contra la homosexualidad se encuentra un hecho que sorprende, a poco que se profundice en el tema: la asimetría entre las repercusiones que tiene esa conducta para la sociedad y la tenacidad con la que ha sido perseguida. Para comprender una realidad y unas medidas que parecen tan desproporcionadas, es necesario poner la homosexualidad en relación con contextos más amplios, como las políticas seguidas por los Estados en los campos de la sexualidad y la familia. Es decir, hace falta relacionarla con la heterosexualidad porque representan las dos caras de una misma moneda, a la vez que se interpretan ambas desde los objetivos sociales de la época.

El hecho a destacar es que la represión de la homosexualidad fue de la mano del fomento de la heterosexualidad, tanto directa como indirectamente. Lo primero se hizo a través del ensalzamiento de las uniones entre un varón y una mujer y la reproducción continua de ese modelo en los medios de comunicación; lo segundo, por quedar como única alternativa válida en un mundo de dos polos. Por lo tanto puede usarse una como patrón de lectura de la otra, pero en lugar de realizar el ejercicio tradicional, que analiza la homosexualidad como desviación de la heterosexualidad, es posible invertir los términos y conseguir que la homosexualidad ayude a comprender los objetivos y limitaciones que muestra la orientación opuesta. Conviene dar ese paso por dos razones; la primera es que supone un pequeño gesto de desagravio hacia una vivencia del sexo y el afecto que ha sido estigmatizada, porque siempre había necesitado explicación la inclinación a mantener relaciones con personas del mismo sexo, en lugar de la orientación opuesta. La segunda razón se encuentra en que los estudios sobre sexualidad y sociedad han evolucionado lo suficiente como para comenzar a reconstruir sus relaciones de forma diferente a la tradicional. De esa situación se deriva que los resultados obtenidos por ese camino puedan sorprender.

En el ámbito de las políticas sociales los regímenes fascistas fomentaron rotundamente la natalidad y lo hicieron, además, de manera agresiva. En su apuesta por la pareja heterosexual veían la solución a dos problemas de enorme importancia, la contribución de los sujetos a la creación de bienes, mediante el trabajo, a la vez que al nacimiento de nuevos individuos que les sirvieran para fortalecer su gobierno. Sobre el lecho conyugal descansaba la producción a la vez que la reproducción, que como su nombre indica mantiene una estrecha relación semántica con la producción
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. La dificultad de los gobernantes consistía en convencer a la población para que asumiese esas cargas con escasas ayudas materiales, porque los dirigentes fascistas se mostraron generosos con las ideas y las consignas, pero resultaban cicateros a la hora de proporcionar asistencia de manera continuada.

Para asegurar el éxito en ambos objetivos, las autoridades políticas, seguidas de las religiosas y las médicas, identificaron a cada género con una tarea concreta y le hicieron sentirse orgulloso de realizarla: mientras los varones ganaban el pan con su trabajo, las mujeres se ocupaban de las criaturas y del bienestar en el hogar. Cada uno tenía un ámbito específico de responsabilidad que el otro debía respetar. Los familiares sin cargas (abuelos, tíos, hermanos solteros) debían ayudarles en lo que pudieran. Resulta obvio que la apuesta por la maternidad dificultaba la incorporación de las mujeres al mercado laboral y que supuso un revés para su situación desde varios puntos de vista; esto lastró los resultados del movimiento feminista, ya obstaculizado en su actuación por razones políticas. No obstante, como las decisiones se tomaron en el contexto de la crisis económica de 1929 y, pasadas la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Civil española, en la reconstrucción de la posguerra, para los dirigentes el problema lo constituía el desempleo, especialmente el masculino. Años después, cuando la fase económica fue de prosperidad y los varones resultaban insuficientes para cubrir todos los puestos de trabajo, las mujeres comenzaron a incorporarse al mercado laboral. En ese momento, el modelo entró lentamente en crisis, aunque habría que esperar al final de los años setenta para que ésta se hiciese evidente. La decisión de extremar los rasgos de género y glorificar la pareja heterosexual no fue exclusiva de los fascismos. Al contrario, se trata de una medida que compartieron con muchas democracias del periodo de entreguerras, como la francesa. Por esos rasgos comunes, la apuesta debe enmarcarse en el giro de ciento ochenta grados que dieron los Estados desarrollados en sus políticas demográficas a medida que nacía y se desarrollaba la época contemporánea.

Conviene hacer un repaso a la historia de los dos últimos siglos para entender el contexto en el que se movían los dirigentes fascistas. El punto de partida es el crecimiento indiscutible de la población europea durante el siglo XVIII; fue un hecho derivado de la mejora de la higiene y de la alimentación, tanto de la cantidad como de la variedad de comestibles. Una de sus consecuencias fue que a principios del siglo XIX se había extendido el miedo malthusiano al exceso de población, porque se pensaba que la agricultura sería incapaz de cosechar alimentos para tantas personas. Aunque se invirtiera capital en las granjas, en su
Ensayo sobre el principio de la población,
Malthus afirmaba que la producción no seguiría el ritmo de crecimiento de la población, porque nunca lo había hecho; Ricardo, en los
Principios de economía política y tributación
, apoyaba su temor y lo respaldó con argumentos económicos. Ambos pensadores creían que acabaría por aparecer una escasez que tendría carácter permanente y que generaría una gran inestabilidad política, como la que se había vivido en Francia en el siglo XVIII, durante los años previos a la Revolución. El hambre había sido uno de los principales desencadenantes de la crisis, económica a la vez que social, que explotó en 1789 y se extendió los siguientes años.

En cambio, uno siglo después el temor al exceso de población se había transformado en el contrario, que escasearan brazos para impulsar el crecimiento de la industria y los servicios. En la segunda mitad del siglo XIX se había constatado que las hambrunas formaban parte del pasado y que una población en crecimiento no causaba trastornos; antes sucedía al contrario, el excedente que generaba su trabajo impulsaba la economía y proporcionaba recursos al Estado para crear infraestructuras y alentar una expansión colonial. Lo que sucedió entre un periodo y otro —vale decir, entre un miedo y otro— fue que las necesidades alimenticias de los europeos se cubrieron gracias a mejoras experimentadas en el sector agropecuario (como la rotación de cultivos, el uso masivo de estiércol como abono y la aplicación de descubrimientos químicos), así como por la puesta en cultivo de los campos americanos —desde Canadá a Argentina— que suministraba abundantes cosechas de cereales y gran cantidad de carne. En los nuevos barcos de vapor, esos alimentos eran transportados con regularidad y a precios asequibles.

Además de conjurarse el temor al hambre, en la segunda mitad del siglo XIX tuvo lugar un cambio en el sistema productivo que modificó radicalmente las condiciones de vida. Hacia 1870 comienza el segundo periodo de la revolución industrial, momento que coincide con el intento de formar o asentar imperios ultramarinos. Los Estados europeos se encontraban en condiciones de sacar partido de ambas situaciones, el desarrollo económico bajo nuevas bases —electricidad, química y motor de explosión— junto a una expansión colonial que se llevaba a cabo con el objetivo de que las tierras sometidas suministrasen materias primas, de forma regular y a bajo coste, a la industria de la metrópoli. El imperialismo fue una política común porque los mercados cautivos se consideraban imprescindibles para consumir los excedentes que generaba la industria en los periodos de sobreproducción; de esa forma pensaban evitar las crisis que habían sacudido el siglo XIX, con su secuela de cierre de industrias y movilizaciones sociales. La condición indispensable para el éxito de ambas apuestas consistía en lograr un incremento acusado del número de habitantes, que trabajarían en las nuevas fábricas, en una red de transportes y comunicaciones de alcance mundial o en la administración de las colonias.

Aunque una demografía en rápido crecimiento parecía la condición
sine qua non
para lanzarse a semejantes empresas, se daba la circunstancia de que, en ese momento, la población parecía menos deseosa de descendencia que en las décadas anteriores. Como los dirigentes no encontraban razones que les permitieran comprender el descenso de la natalidad, comenzaron a temer la decadencia de la nación a través de la degeneración de cada uno de los individuos que la formaban. En ese miedo jugaron un papel fundamental, como promotores y difusores de ideas, tanto la biología como la medicina psiquiátrica. El resultado de su trabajo conjunto fue la extensión del pensamiento eugenésico, es decir, la convicción de que la nación mejoraría a través de la selección biológica de los individuos que debían procrear, al igual que mejoraban las cosechas y la cabaña ganadera al realizar una selección entre semillas y razas animales. Así comenzó a expandirse una angustia por el futuro de los arios en Alemania, los anglosajones en Gran Bretaña y Estados Unidos, y los latinos en Francia, Italia y España, entre los gobiernos de los respectivos países. En esos años se perdía un gran número de seres humanos en los mejores años de su vida— y muchos otros se volvían estériles o incapaces para el trabajo— a causa de vicios como el alcoholismo y la prostitución; también se producían muertes por la extensión de enfermedades como la tuberculosis y la gripe. Por supuesto, los accidentes laborales ocasionaban numerosas bajas. Finalmente, se temían los malos hábitos que producían enfermedades, caso de la sífilis; sobre los últimos se concentraban las condenas morales.

Para combatir tantos perjuicios para la población había que aumentar su número de efectivos; así, las pérdidas demográficas que se sufrían por un lado, se compensarían por el otro con ganancias que iban a fortalecer la capacidad de actuación de los Estados e impulsar la economía. Ahora bien, desde el punto de vista de la inversión de los recursos públicos el estímulo de la natalidad podía llevarse a cabo por dos caminos: las ayudas económicas a las familias humildes o las medidas ideológicas, basadas en la propaganda.

Como las segundas mantenían la frugalidad del gasto, en todos los Estados se pusieron de moda campañas simbólicas de apoyo a los matrimonios —como los premios a una gran natalidad, la revalorización del papel de las madres, la paternidad responsable, etc.— además de educar a las mujeres en la administración del hogar y el cuidado de los niños, con el objetivo de disminuir la mortalidad infantil. Sin embargo, en pocos lugares se levantaron auténticos sistemas de ayudas a las parejas con dos o tres hijos, que constituían la mayoría de las familias; para hacerlo, las respectivas burguesías y conglomerados industriales hubieran tenido que estar dispuestos a contribuir a la tarea con su dinero, a través de donaciones a instituciones benéficas o mediante el pago de impuestos más elevados. Los gobernantes apenas encontraron ese apoyo y los dirigentes fascistas, en particular, se resistían a aprobar medidas que atemorizaran al capital; por eso, utilizaron lo que tenían a mano, unos medios de comunicación que difundían las virtudes de las familias numerosas.

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