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Authors: Javier Ugarte Perez

Una Discriminacion Universal (2 page)

BOOK: Una Discriminacion Universal
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Establecidos esos principios, en la práctica coexistían los discursos oficiales que estigmatizaban la homosexualidad junto a una orientación afectiva y sexual que se distribuía proporcionalmente entre la población. Al ser grande la distancia entre la clase gobernante y la gobernada, resultaba difícil pensar que hubiera intereses compartidos por los sujetos que pertenecían a cada uno de los grupos, más allá de un deseo de libertad en el terreno afectivo que resultaba impensable que se pudiera alcanzar en la práctica. Sin embargo, como no existe política sin componendas, los homosexuales que tenían dinero o estaban bien relacionados podían vivir tranquilos siempre que se diesen estas circunstancias: unas relaciones discretas —o, lo que viene a ser lo mismo, el ocultamiento público de sus inclinaciones— y el acatamiento de los valores del régimen en el resto de los ámbitos. Muy otra era la suerte de los obreros y de quienes tenían un bajo nivel cultural, ya que su capacidad de negociación con los grupos de poder era nula; en el caso de que sus preferencias fuesen conocidas —por ejemplo, por ser sorprendidos en la intimidad con alguien de su sexo— sobre ellos caía toda la fuerza de la ley
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En ese contexto, existía un perfil social que hacía que los varones homosexuales fuesen vulnerables y otro que los volvía inmunes a la represión. En el primer caso se situaban los solteros con escasa formación que, además, desempeñaban oficios manuales; en el segundo, los padres de familia con buenos niveles de educación y altos salarios. Las autoridades tenían miramientos con los cabezas de familia por su contribución a la natalidad y lo respetable del modelo de vida que encarnaban. Si el sujeto, además, había disfrutado de una buena educación, podía defenderse o discutir mejor las imputaciones que se le hacían intentando demostrar que todo se debía a un error o a una mala interpretación de los hechos; de disponer de recursos económicos, contrataba a un abogado que hiciera ese trabajo. Con los jóvenes camareros, peluqueros o albañiles, que carecían de recursos culturales y económicos para exculparse, no se tenían miramientos.

Como destacan algunos colaboradores del libro, merece la pena señalar algunas diferencias entre el tratamiento que el franquismo y el nazismo dieron a la homosexualidad. Por ejemplo, mientras el primero salvaba al hombre casado y condenaba a los jóvenes en busca de aventuras, el nazismo hizo lo contrario. Para los dirigentes alemanes, el adulto homosexual era irrecuperable para la raza por tener muy asentadas sus inclinaciones. También constituía un peligro para la juventud porque se le suponía dispuesto a aprovechar cualquier oportunidad para intentar seducir a muchachos inexpertos; al hacerlo, les transmitiría el gusto por su vicio. Además, de tener hijos, éstos podrían heredar la lacra que —suponían— portaba su padre, haciendo que la homosexualidad se extendiera. La razón para una diferencia tan acusada de planteamiento se encuentra en los objetivos demográficos de cada régimen: mientras unos buscaban el crecimiento bruto de la población, en números absolutos (Franco, Mussolini), otros se inclinaban por el aumento diferencial en relación con su calidad. Para Hitler, los sujetos debían mostrar salud, vigor y ausencia de lacras o taras; que no le importaban los números totales sino determinadas características lo demuestra el trato que dio a los judíos.

Las autoridades fascistas del sur de Europa dirigían Estados cuyo territorio carecía de materias primas y una economía que sufría una falta crónica de capital; en esas condiciones, se esforzaron por aumentar el único recurso abundante con el que contaban: su población. Al generar un abundante proletariado que era incapaz de plantar cara al capital, confiaban en animar la inversión y desarrollarse económicamente. Como resultado de sus esfuerzos, proporcionaron a las empresas una masa obrera dispuesta a aceptar las condiciones de trabajo que les ofrecieran.

En cambio, los dirigentes alemanes estaban mejor posicionados ante las necesidades de la producción, ya que disponían de materias primas y trabajadores formados, así que podían seleccionar los medios que iban a emplear para lograr sus objetivos políticos. En ambos casos la economía se encontraba al servicio de la política; la diferencia consistía en que en Alemania la situación era de mayor prosperidad. El resultado fue que el régimen alemán encontraba en el joven una promesa de regeneración, por lo que había que darle una muestra de confianza para que enmendara su vida, si es que había cometido errores y se había corrompido en parte
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Hace pocos años que en España ha comenzado un movimiento que se ocupa de investigar lo que sucedió en el país durante aquellas décadas. Se trata de un proceso paralelo a la recuperación de testimonios de quienes vivieron la época como marginados y víctimas de la dictadura, sea por su ideología política o por situarse al margen de los patrones vigentes en la sociedad. Como fueron muchos los lastimados por la política que se impuso al terminar la guerra, es difícil —y también necesario— conocer tantas versiones diferentes de lo ocurrido. Los testimonios de los miembros de las clases populares son los más interesantes porque la visión de los vencedores en la contienda que transcurre entre 1936 y 1939 era conocida, pero no sucede lo mismo con las opiniones de quienes la perdieron. Es innegable que el curso celebrado en Badajoz en 2006, al que se aludió en la presentación, como el libro que la amplía, guardan relación con el proceso de recuperación de la memoria entre personas que sufrieron durante tantos años.

Semejanzas y diferencias con otras marginaciones

El estudio de la homosexualidad se enmarca dentro de la corriente de recuperación de la memoria por la coincidencia en el periodo de tiempo y la ignorancia sobre gran parte de lo sucedido, sumado al hecho de que las clases populares constituyeran el centro de la represión. Sin embargo, es necesario señalar algunas características que diferencian a este colectivo de otros y que ayudarán a entender mejor la sociedad de la época, así como los objetivos políticos de sus dirigentes. La primera cuestión a considerar es que la discriminación se superpuso a la marginación. La persecución política se expresó en la aprobación de leyes discriminatorias; se trata de una medida que estaba en línea con la visión que tenía la mayoría de la sociedad de esa forma de vida, puesto que se correspondía con la marginación que sufrían los homosexuales por el resto de la población. De ese cruce de fuerzas resultó lo que se podría llamar «un doble repudio» que volvió muy difícil la situación de ese colectivo en el periodo franquista, aunque el solapamiento de rechazos no se trate de algo exclusivo de este periodo ni de la historia de España. En la mayor parte del mundo occidental, los homosexuales también eran discriminados por la ley y marginados por la sociedad durante esas décadas; en el último caso por los prejuicios que existían sobre su manera de vivir.

Se puede hablar de doble repudio allí donde la homosexualidad se encuentra penalizada, porque es seguro que la población asume el rechazo que expresa la ley, antes o después de que ésta sea aprobada; de lo contrario, el trabajo de las instituciones encargadas de la represión se encontraría con la oposición de los ciudadanos, lo que se convertiría en un obstáculo imposible de superar. La diferencia consistió en que los gobernantes franquistas se esforzaron para que la unión entre la condena de la ley y el rechazo de la sociedad resultase sólida, haciendo para ello un amplio uso de los escasos medios de los que disponían. La marginación a la que se superpuso la discriminación tampoco surgió de una forma espontánea, sino que fue el resultado de una herencia moral que había comenzado a condenar las relaciones entre personas del mismo sexo décadas atrás; bajo la figura de la sodomía, se perseguían desde hacía siglos. Dentro de esa tradición, lo que hizo el régimen de Franco fue agravar la situación al incluir la figura de los homosexuales dentro de la Ley de Vagos y Maleantes. En su origen, se trata de una legislación aprobada por el gobierno de la República, en 1933, que fue ampliada por la dictadura en 1954. No es que bajo la Segunda República la homosexualidad estuviese bien considerada, pero los homosexuales podían exponer su punto de vista y ciertas formas de vida ante el resto de la población. El reflejo de sus experiencias, aunque contuviese componentes autocríticos y mordaces, resultaba útil para los jóvenes que comenzaban a sentir esas inclinaciones porque les orientaba sobre los pasos que podían seguir: las maneras de socialización, la construcción de una identidad, los lugares donde podían conocer a otros homosexuales, etc.
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. A partir de 1939, los relatos en primera persona se volvieron imposibles y los únicos discursos que se escucharon fueron los de los expertos en medicina y decencia que hablaban de los homosexuales como sujetos inclinados al desorden moral, al mental o a ambos a la vez.

Antes de ser incluidos en el Código Penal los homosexuales eran marginados sociales; al añadir su estigmatización dentro de la legislación, pasaron a ser también discriminados. Por un lado se les incluyó como inculpados en supuestos de los delitos de abusos deshonestos, escándalo público y corrupción de menores que, en su caso, fueron agravados con penas mayores a las que recibían los heterosexuales por los mismos actos. Por otro lado, como veremos, se crearon jurisdicciones especiales que sólo se aplicaron a su caso; la primera de ellas fue la Ley de Vagos y Maleantes, en su formulación de 1954, y más tarde la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social de 1970. Por lo tanto, el régimen dificultó su vida al obligar a la población a tratar a esos sujetos como delincuentes e impedirles organizarse para defender sus derechos. También volvía ardua la formación de parejas estables, puesto que si dos hombres pasaban juntos mucho tiempo o convivían, se hacía evidente que entre ellos existía una relación que la ley había convertido en delictiva, lo que no sucedía bajo la legislación de la Segunda República. En ese hecho se encuentra el origen de la inestabilidad que se atribuye a las uniones entre personas del mismo sexo; como se ve, la dificultad para que dos hombres permanecieran juntos de por vida no deriva de la psicología de sus integrantes, sino que se trató de un producto derivado de la aplicación de la ley. Al penalizar comportamientos que tienen un origen privado, los gobernantes hacían imposible la formación de familias, dificultaban que otras personas siguieran el mismo camino y obstaculizaban la apertura de la sociedad hacia esa minoría. El resultado de incluir la homosexualidad entre los delitos fue orientar la evolución social en una dirección predeterminada. A esos hechos debe añadirse que la condena legal tiene importancia porque, con frecuencia, el repudio social es un producto secundario de la legislación. Para muchas personas, las leyes orientan sobre la bondad o maldad de las conductas: si prohiben algo, por fuerza ha de ser nocivo.

Un segundo rasgo es que los homosexuales no entraban dentro de la categoría de delincuentes políticos, sino en la de sociales; en eso, compartían características con otros grupos, como los toxicómanos o las prostitutas. Es difícil pensar que los represaliados de esos colectivos pudieran llegar a constituir frentes que se opusieran de forma organizada a la dictadura; menos aún que la apoyaran. En cuanto tales, los homosexuales no se organizaron políticamente, al menos hasta los años finales del franquismo. Además de la persecución que padecían, el hecho se debe a que su estigma les impedía encontrar apoyo en otras minorías, incluso entre personas que también sufrían la marginación. La situación de los delincuentes sociales era muy diferente a la de los opositores políticos, perseguidos con saña por las fuerzas del orden pero valorados por gran parte de la población; apreciados, sobre todo, a partir de finales de la década de los sesenta, cuando el país se moderniza, supera parte de los traumas del pasado y se extiende el deseo de libertad. Esto se tradujo en un trato diferencial dentro de muchas familias, para las que no era lo mismo cobijar a un hijo socialista o ateo que homosexual; lo segundo era peor.

Tras la muerte de Franco, los homosexuales comenzaron a organizarse políticamente; una de las formas de manifestar sus demandas fue a través de comunicados y manifiestos redactados para conocimiento de la opinión pública. En ellos reclamaban la derogación de la legislación discriminatoria, como la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social —que, aprobada en 1970, había sustituido a la de Vagos y Maleantes—, y una mayor libertad en el terreno político y sexual, con independencia de las preferencias de cada persona; en esas fechas, seguían considerándose víctimas sociales. En un mundo de represión general, la situación de las lesbianas trascurría por otro camino. A las mujeres solteras se les exigía pudor, decencia y castidad; aunque carecieran de esas virtudes, lo mejor era que las aparentaran. Si una mujer que viviera sola invitaba a entrar en su casa a hombres, la opinión que tendrían de ella sus vecinos sería pésima. En cambio, las reuniones con amigas mantendrían su reputación incólume. No se puede afirmar lo mismo en el caso inverso: un varón soltero que llevara amigos a su casa se echaría a la espalda una fama lo bastante problemática como para conseguir que la policía se movilizara para conocer las actividades que se realizaban al cerrarse la puerta de la vivienda; fuesen éstas de carácter político, sexual o de cualquier otra índole. Por el contrario, si invitaba a mujeres, sería envidiado por otros hombres. Las lesbianas tenían que ocultarse más que los gais; si pagaban ese peaje eran mayores sus probabilidades de vivir sin otras molestias que las derivadas del hecho de ser mujeres. Debido a esas diferencias, el número de expedientes de lesbianas condenadas por su condición es incomparablemente menor que el de gais; de forma paradójica, se beneficiaban de los prejuicios asentados en unas autoridades que no concebían la existencia del placer y el amor entre mujeres.

Dentro de un sistema general de control y coacción, es digno de señalar un punto de contraste. En las grandes ciudades siempre existieron espacios donde los hombres podían relacionarse sexualmente entre ellos; por ejemplo, cines (como el famoso Carretas, de Madrid), urinarios, bares de encuentro homosexual que se ocultaban tras otra apariencia o parques tras la puesta del sol. Es evidente que muchos ciudadanos sabían de la existencia de estos lugares por haber entrado en ellos sin conocer «el ambiente» que allí concurría o por comentarios que les habían llegado. Sin embargo, pocas veces se producían denuncias. Resultaría un tema digno de estudio saber cómo fue posible que bajo un régimen fascista, de una coerción más o menos acusada según los años, convivieran normas de fuerte represión de la (homo) sexualidad con un cierto mirar para otro lado de la población. No existía libertad para expresar muchos aspectos de la personalidad, pero si todos los sujetos hubiesen interiorizado las normas morales con la profundidad que pretendían las autoridades, la opresión aún hubiera sido mayor.

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