Read Una Discriminacion Universal Online
Authors: Javier Ugarte Perez
La reacción de los médicos católicos ante los envites de las doctrinas eugenésicas se basó en considerar que la Biología no podía afirmar la existencia de rígidas leyes de herencia, puesto que éstas se desconocían. Aunque de unos padres enfermos pudieran seguirse hijos enfermos, la filiación no era segura
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. Uno de los autores que mejor recogen las ideas católicas es el doctor Antonio Vallejo Nágera, quien, en su obra
Higiene de la raza. La asexualización de los psicópatas
, se ocupa extensamente del tema. No sólo de mejorar la raza porque, como señala el subtítulo, también se preocupa de que la psicopatía —término con el que designa un conjunto de comportamientos entre los que se incluyen la homosexualidad— disminuya su presencia en la población.
Vallejo Nágera, tras exponer los datos que se manejaban en la época sobre esterilizaciones llevadas a cabo en Estados Unidos por los diferentes Estados hasta el año 1926, y que sobrepasaban la cifra de ocho mil intervenciones —en gran parte, concentradas en California—, afirma que:
Las leyes de la herencia no son verdaderas leyes biológicas que se cumplan fatalmente y con constancia. Trátase de fórmulas cortas a que se intentan reducir la inmensa cantidad de hechos de observación y de experimentación acumulados sobre la herencia, principalmente sobre las variaciones de semejanza, que constituye en la herencia el hecho más esencial. Tales leyes de herencia explican, en cierta manera, la proporcionalidad de la transmisión hereditaria de las enfermedades mentales, pero no suministran prueba alguna a favor de la inevitabilidad de la herencia
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El autor no tiene armas para luchar contra la idea de degeneración; no podía tenerlas cuando la Biología de las naciones más avanzadas se empeñaba en su existencia, a partir de indicios más que de pruebas. Así que su trabajo consiste en cuestionar el determinismo, es decir, la seguridad de que las características de los padres se reproducirán en sus hijos. Su postura se basa en afirmar que, pese a las esterilizaciones llevadas a cabo en Estados Unidos y Suecia, en esos países no se ha comprobado la disminución en el número de tarados; por otro lado, las leyes de la herencia distan de estar claras.
Al poner en duda el determinismo ataca a la eugenesia sin mencionarla, porque sólo cabe defender esta política como consecuencia del rígido cumplimiento de leyes de herencia establecidas de antemano. Si se produce la degeneración, ésta no tiene lugar porque todo el mundo contraiga matrimonio y alumbre descendencia, sino porque, sobre todo, lo hacen quienes no deberían tener hijos. El problema no es la libertad de los sujetos, sino que tuviera lugar una contraselección a favor de los débiles y enfermos y en contra de los sanos y fuertes.
Entonces, la cuestión es la siguiente: ¿cómo se puede luchar a la vez contra la degeneración mientras se preserva la doctrina católica de no intervención del Estado en estos asuntos? El autor da dos respuestas para escapar a cada uno de los extremos. La primera es que, frente a la eugenesia, debe defenderse la higiene de la raza, de ahí el título de su obra. Y la Iglesia no lucha contra la higiene de las poblaciones; es decir, no se opone a la mejora de los individuos si se consigue por medios honestos como el deporte, la higiene y una alimentación adecuada. Tampoco niega la Iglesia que sea mejor fomentar la descendencia de los individuos capacitados; a lo que se opone es a que las parejas tengan hijos fuera del sacramento eclesiástico y a que los Estados impidan que determinados individuos procreen
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La segunda respuesta consiste en afirmar que con el aumento de la natalidad de todas las capas y clases sociales los problemas de la degeneración desaparecen porque la experiencia demuestra que la degeneración de una raza sobreviene por contraselección, cuando se limita la natalidad de los normales y vigorosos y aumenta la de los deficientes físicos y psíquicos.
La higiene de la raza descansa en el aumento de la natalidad, con objeto de que todas las clases sociales se reproduzcan proporcionalmente, de manera que se mantenga el equilibrio en la transmisión de los valores raciales
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Con estas afirmaciones resuelve ambas cuestiones con inteligencia, puesto que se preservan los principios eclesiásticos mientras se fomenta el nacimiento de nuevos católicos, asunto en el que la Iglesia siempre ha mostrado gran interés; preocupación no menor que la mostrada por el régimen de Franco en su esfuerzo por asentar un Estado poderoso, acorde con la pretensión de resurgimiento imperial que cultivaba. La nación padecía por su carencia de recursos materiales, así que una población sana y joven constituía una base indispensable para la prosperidad. Al mismo tiempo, se niega cualquier posibilidad de contemplar la homosexualidad como otra cosa que la dejación egoísta de la responsabilidad que tienen los individuos con su raza, nación y Dios.
En un texto posterior que sigue la misma línea, Vallejo Nágera afirma que la fecundidad de los enfermos es menor que la de los sanos, porque sus problemas trastornan tanto la vida social que son escasas las posibilidades de que estas personas tengan hijos. Por dos motivos, porque no resultan atractivos como parejas y porque su nivel de suicidio es mayor. En el caso de los homosexuales, además, «por ser en ellos frecuente la infecundidad»
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. Sentadas las dificultades para engendrar de quienes no merecen ser padres, sin necesidad de que intervenga el Estado, surge un nuevo problema, y es cómo luchar contra la concepción fuera del matrimonio entre las personas sanas. Porque Vallejo Nágera resolvía la dificultad del bautismo, pero quedaba sin fundamentar el sacramento matrimonial y se había visto que Binet había propuesto la actividad sexual frecuente como solución a numerosos problemas clínicos, sobre todo el fetichismo. Por ello, el discurso anterior tenía que ser complementado con uno nuevo. El doctor José de San Román, también preocupado por la higiene de la raza, afirma que la continencia es la única forma de luchar contra la degeneración porque ésta preserva de contraer enfermedades venéreas —como la sífilis— que se transmiten a la pareja, pero también a los hijos:
Si se tiene en cuenta que para conservar la salud y la fortaleza de la raza son postulados esenciales, de un lado la prevención de enfermedades en el individuo y de otro la consecución de una descendencia sana, libre de afecciones o taras morbosas transmitidas por herencia, vemos claramente destacados los términos del problema que nos plantea la continencia en relación con la higiene de la raza
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En plena Guerra Civil, la preocupación de ambos médicos es la regeneración de la raza. Además de las pérdidas en vidas humanas que el conflicto acarreaba y la necesidad de reponer esas bajas, el hecho prueba lo hondo que había calado el miedo a la degeneración entre los científicos occidentales. Ahora bien, frente a eugenistas puros, como los norteamericanos o alemanes, que proponían en la época medidas radicales, desde el campo católico se apuesta por la regeneración mediante la castidad. Porque la degeneración no se ha producido tanto por malos hábitos de vida, o por las condiciones insalubres de trabajo, parece sugerir San Román, cuanto por la trasmisión de enfermedades crónicas asociadas, en gran parte —como en el caso de la sífilis—, a una actividad sexual pecaminosa que tiene lugar con prostitutas o con individuos del mismo sexo. De ninguna manera se contraen enfermedades casándose con una persona sencilla y buena. Si se tienen en cuenta las lagunas que había dejado en su análisis sobre las otras causas de degeneración, el autor no tiene otro recurso que cargar las tintas sobre los problemas que genera la sífilis. El mal aumenta los gastos de las empresas por los días de baja del enfermo y los del Estado por el coste de los tratamientos, pero también disminuye la natalidad porque, en algunos casos, ocasiona infertilidad
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La continencia es también la solución que propone el más famoso médico español de la época, Gregorio Marañón. El autor reflexionó sobre la homosexualidad en diversas ocasiones
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, por lo que algunas de sus afirmaciones merecen tenerse en cuenta al representar, en buena medida, la opinión de la época y ser la suya, además, una voz respetada. Por ejemplo, la siguiente afirmación es característica de su posición y de la sociedad que le rodea:
Yo he recibido en mi despacho confesiones inesperadas de gentes que jamás despertaron la menor sospecha de su instinto torcido ni aun en sus más íntimos allegados (...) No hay que decir que, en estas cuestiones, la fe y la disciplina religiosa suelen ser la razón suprema de que la conducta se haya mantenido limpia y el alma en paz. En ésta, como en todas las tempestades del espíritu, la ayuda de Dios es, claro, lo esencial
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Vemos, como conclusión de este periodo, que tanto Vallejo Nágera como San Román, y Marañón, por la parte católica, como los médicos eugenistas de las naciones protestantes, dejan de lado las penosas condiciones de vida de una gran parte de la población, a consecuencia de la masificación urbana, las crisis económicas y los desastres bélicos de los años treinta y cuarenta. En lugar de preocuparse por mejorar la situación de las clases humildes, vuelcan sobre su comportamiento la solución de los problemas sociales, en la estela de una tradición que arranca de Malthus. La diferencia es que en las naciones desarrolladas, poseedoras de una tecnología avanzada y administraciones eficaces, se propone la intervención del Estado, mientras que en las menos desarrolladas —y católicas— la solución era la continencia.
Los tiempos duros de la autarquía terminaron a finales de los años cincuenta, tanto en España como en el resto de Europa. La diferencia fue que a España no llegaron las ayudas del Plan Marshall, que permitieron que otros países europeos superaran las peores consecuencias de la guerra en pocos años. Por eso, frente a una mejora notable de la situación en Italia y los países centrales del continente, en España el progreso fue relativo. En 1955, sin embargo, la ONU admitía el ingreso de la nación, cuando lo había rechazado diez años antes. Los motivos para la apertura hay que buscarlos tanto en el apoyo que Franco recibió de Estados Unidos, en justa correspondencia por la fidelidad mostrada en su frente contra el comunismo, como en el respaldo del Vaticano, en razón del nacionalcatolicismo que defendía el régimen. Para conseguir esta ayuda exterior, la dictadura tuvo que terminar con algunos de sus rasgos fascistas, como el Ministerio del Movimiento o el saludo brazo en alto. La Falange disminuyó su influencia y presencia pública, pero esa pérdida se compensó con un respaldo aún mayor de la Iglesia como sostén del régimen. Algo que se expresó en el Concordato de 1953 y en el fasto que las autoridades pusieron durante toda la década en la celebración de las festividades religiosas.
Los tratados con Estados Unidos también se firmaron en 1953. No fueron buenos para España, ya que a cambio de algunos millones de dólares en créditos blandos se permitía a los Estados Unidos el uso del espacio aéreo y marítimo de la nación. El acuerdo consistió en levantar una serie de bases militares sobre las que el Estado español, en la práctica, dejó de ejercer su soberanía. En cambio, el pacto fue bueno para Franco, que de esa forma superaba el aislamiento internacional, recibiendo al presidente Eisenhower en 1959 con toda la repercusión diplomática de la que fue capaz. El mismo año se pusieron en marcha las varias medidas del plan de estabilización, que por un lado iba a suponer la emigración de millones de españoles a los países de la Europa central, y a las comunidades españolas ricas, y por otro pondría las bases para un despegue económico. Este tendría lugar en la década siguiente y permitiría al régimen, por primera vez, contar con cierto sostén material. Por lo tanto, 1959 es el año en el que los acuerdos firmados en 1953 con Estados Unidos y la Iglesia, y las políticas que alentaron, comienzan a mostrar sus frutos y abren el camino para comprender la segunda etapa del régimen, que llega hasta su final.
Esto tiene repercusiones en el tema que nos ocupa porque la apertura supuso que, por primera vez, comenzaran a cuestionarse algunos de los planteamientos morales anteriores, aunque se hiciese de forma tibia. En el caso de la medicina, se comienza a reivindicar como objetos de su trabajo a los homosexuales, como había sucedido en el resto de las naciones occidentales. Ahora bien, a finales de los años cincuenta ya no se puede argumentar sobre la base de la degeneración, como veinte años antes. Por un lado, el régimen nazi había mostrado a lo que se podía llegar apelando a políticas basadas en una ideología racial; por el otro, la genética ya había sentado las bases de la herencia, puesto entre paréntesis el determinismo y dado entrada a factores que afectaban a la descendencia y con los que antes apenas se había contado, como las mutaciones, la influencia del medio, etc. Por lo tanto, el discurso médico tuvo que utilizar otros recursos para reclamar su magisterio, sin enfrentarse tampoco a la Iglesia. Es decir, tenía que mostrar que los homosexuales eran enfermos, además de sujetos inmorales; las dos cosas a la vez, no una en lugar de otra.
El doctor Valentín Pérez Argilés, en la sesión inaugural del curso académico en la Real Academia de Medicina de Zaragoza de 1959, muestra las pautas que se siguen. Ante los tibios argumentos que algunos doctores exponen frente a la homosexualidad, equiparando su caso con el de los diabéticos y exonerándolos así de culpa —lo que era una crítica indirecta a posiciones defendidas por Marañón— ante sus inclinaciones, señala que la comparación entre unos y otros es falsa, por cuanto:
La comparación sería más justa si dijera: «Tampoco el tuberculoso es responsable de su tuberculosis; pero tendrá una grave responsabilidad cuando por odio al resto de la Humanidad sana (dolo), o desinteresándose del riesgo de su contagiosidad (dolo eventual), o por ignorancia, etc. (culposamente), se dedique a la siembra de sus esputos bacilíferos»
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Es decir, también los tuberculosos pueden ser inocentes de haber contraído su enfermedad, pero, a diferencia de los diabéticos, pueden contagiarla, y esto es lo que la ley no debe permitir y la razón por la cual deben ser perseguidos. Por ejemplo, por la ley de Vagos y Maleantes en su formulación de 1954. El poder público no puede reaccionar igual ante una enfermedad contagiosa que frente a otra que no lo es. Sin embargo, para realizar esta afirmación es necesario haber dado por sentada la capacidad de contagio de la homosexualidad. ¿La tiene? El doctor Pérez Argilés ha dejado de afirmar que ese comportamiento sea algo heredado, como se pensaba antes. Esto ha quedado desechado; además, era una teoría poco «católica», como se ha visto. Entonces, ¿a qué se debe el peligro de la homosexualidad, si es inmoral, está perseguida por la ley y reprimida por las costumbres y no se transmite como herencia a los hijos? El autor guarda una base científica en la mano con la que nadie ha contado, la teoría de los reflejos condicionados de Pavlov. Los homosexuales no existen porque hayan nacido como tales, como sostenían Freud y otros autores; esto, como mucho, vale para unos pocos casos. Los varones se vuelven homosexuales porque, de jóvenes, fueron corrompidos por individuos mayores que les iniciaron en un placer equivocado y del que luego no pudieron prescindir: