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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Una familia feliz (29 page)

BOOK: Una familia feliz
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—¡Buh!

Las siamesas huyeron aterradas, gesticulando con sus cuatro brazos, y Hopalong corrió tan deprisa como le permitían sus piernas de hombre viejo.

—Tendría que haberme ido a la residencia con Tanitou —maldijo entretanto.

Fue alucinante: todos mis torturadores estaban fuera de combate. ¡Mi padre me había salvado!

En aquel momento, que hubiera engañado a mamá me pareció totalmente irrelevante. Me arrimé a una de sus piernas; olí que era la pierna donde me había meado y me pegué a la otra. Saltaba a la vista que papá era feliz porque yo volvía a quererlo, y me dijo:

—Te fquiefro.

¿Cuándo me lo había dicho por última vez?

De acuerdo, nunca me había dicho «fquiefro», pero tampoco «te quiero» desde hacía mucho tiempo. Seguro que entonces yo aún era un niño pequeño.

Luego, incluso me acarició cariñosamente la cabeza. Tampoco tenía ni idea de cuándo me había acariciado por última vez con tanta dulzura.

Qué curioso, a veces no nos damos cuenta de lo mucho que echamos de menos algo hasta que volvemos a experimentarlo.

Se me hizo un nudo en mi garganta de licántropo y de pronto me sentí más próximo a papá que nunca. Para mí, aquél fue el momento más feliz de nuestro disparatado viaje. Y por eso susurré:

—Yo también te fquiefro.

Mi papá alto y fuerte tragó saliva, conmovido. Luego se inclinó hacia mí y me abrazó. Con mucha suavidad y cariño.

Pero nuestro formidable momento padre-hijo encontró un final repentino: una tormenta de arena se cernía sobre nosotros. No era una tormenta de arena normal, claro. Era Ada la que soplaba por encima de nuestras cabezas. Volvimos a ver su cara arenosa. Y gritó:

—Papá... Max... ¡socorro!

Luego se deslizó hacia el suelo en forma de arena, se transformó ante nuestros ojos en la momia Ada y se desplomó, muy debilitada. Cuando papá y yo nos disponíamos a correr hacia ella, se levantó una nueva tormenta de arena. Naturalmente, se trataba de Imhotep. Él también descendió al suelo, pero no se transformó en su figura humana, sino en un escarabajo enorme. Y a buen seguro que fue el primer escarabajo de la historia de nuestro planeta que anunciaba pomposamente:

—Preparaos para morir, ¡miserables!

Mientras yo me notaba que escondía inconscientemente el rabo entre las piernas, papá siguió conectado en modo salva hijos. Caminando pesadamente sobre la arena, se acercó furioso al escarabajo y le gritó:

—Esfcarafafjo, ¡pfam fculo!

—¿Qué? —preguntó confuso Imhotep, el escarabajo, y se quedó quieto un momento.

Grave error, porque papá aprovechó ese breve instante de confusión para agarrar al enorme escarabajo. Éste le disparó un ácido desde sus manos, pero papá le levantó los brazos, y no le dio. Así pues, el veneno negro se esparció sin orden ni concierto por el aire. Y yo traduje sonriendo lo que papá había gruñido a voces:

—Mi padre dice que el escarabajo recibirá ahora una buena azotaina en las posaderas.

EMMA (20)

Baba Yaga me condujo con una antorcha en la mano por una escalera de caracol que descendía a lo más hondo de las mazmorras. A cada peldaño que bajaba, oía menos los lamentos de los prisioneros, pero me angustiaba más. Comencé a tiritar. Y no porque sólo llevara puesto un albornoz. No, era por el sufrimiento que flotaba en el aire y que parecía concretarse más a cada paso. Daba la impresión de que se materializaba, me rodeaba el cuello y me asfixiaba como una boa constrictor.

—¿Adónde vamos? —pregunté temerosa.

—A ver hijo mío —contestó Baba.

—¿Está aquí? —pregunté horrorizada.

—Drácula captura él como rehén, yo puedo verlo ahora porque creado a ti. Su guardia personal no detiene mí. Ése es trato yo con él.

En aquel momento casi comprendí por qué Baba nos había hecho todo aquello a los Von Kieren. Nos había sacrificado por amor de bruja madre.

Al llegar a lo más hondo de las mazmorras, Baba iluminó una gruta con la antorcha y vimos... a su hijo.

¡Y era un niño de verdad!

Un crío de unos siete años, encadenado de pies y manos, y con heridas purulentas abiertas por todo el cuerpo. Por eso el sufrimiento allá abajo era tan grande, porque era el sufrimiento de un niño.

—¡Golem! —exclamó Baba.

Corrió hacia el pequeño, tiró la antorcha al suelo y abrazó a la criatura ensangrentada que gemía.

El olor de Golem era insoportable, estaba hecho una pena. Cogí la antorcha y alumbré en su dirección.

—¡Ahhhh! —chilló el pequeño, y se tapó la cara con el brazo para protegerse. Después de tantos años en la oscuridad, el fuego de la antorcha era demasiada luz para él. Retrocedí unos pasos, y el Golem dejó de gritar y lloró quedamente.

—¿Éste es tu hijo? —pregunté—. ¿Cómo puede ser... tan pequeño?

—Yo creé a él con barro —explicó Baba mientras acariciaba con ternura al crío.

—¿Puedes crear vida? —pregunté perpleja.

—¿No pueden todas mujeres?

—No con magia.

—Todo nacimiento es mágico —contestó.

No se podía replicar nada.

—Yo creé a él —dijo Baba— porque yo comprendo que sólo amor hace feliz. Por desgracia, yo entero de eso muy tarde en vida. Pero no demasiado tarde.

Eso me llegó al alma, puesto que yo acababa de abandonar a mi familia.

Baba se volvió de nuevo hacia Golem e intentó tranquilizar al niño, que gimoteaba.

—¡Todo irá bien!

Tanto ella como yo sabíamos que mentía. Pero ¿qué iba a decirle al pequeño? ¿«Chiquitín, qué bien que volvamos a vernos... Ah, por cierto, voy a morir dentro de unas pocas horas»?

Baba le besó las heridas al niño. Lo hizo con lágrimas en los ojos. Poco a poco, los gemidos del crío se fueron silenciando. Se calmaba gracias al amor de su madre. Aliviado porque creía que se quedaría con él y podría salvarlo. Pero Baba Yaga no podía salvar a nadie.

Y yo no podía volver con Drácula después de todo lo que había visto. No quería ayudarlo a convertir la Tierra en una mazmorra como aquélla. Sin embargo, no tenía sentido huir; Drácula me encontraría en cualquier lugar del planeta y, si hacía falta, me obligaría a ser su novia y a engendrar los vampiros con los que quería destruir el mundo.

No parecía haber escapatoria, pero de repente se me ocurrió una idea fantástica: Drácula necesitaba a la vampira Emma para llevar a cabo su plan, pero no podría hacer nada con la Emma humana.

—¡Vuelve a transformarme en mí misma! —le pedí a Baba—. Así el mundo estará a salvo.

—Yo no puede.

—Ejem... ¿Cómo dices? —pregunté sorprendida.

—Yo no puede. Hechizo no puede ser rompido con otro hechizo.

—Entonces ¿con qué? —pregunté confusa. Al parecer, la bruja no podía ayudarnos; y si eso era cierto, la habíamos perseguido todo el tiempo para nada.

—Hechizos sólo rompen con dicha...

—¿Con dicha qué?

—Con dicha, con filicidad —fue la respuesta—. Sólo filicidad interior completa puede romper hechizo. Sólo si tú siente hondo momento de filicidad, tú otra vez humana.

—Sigo sin entenderlo. ¿Por qué? —repliqué.

—Yo puede hechizar a ti porque tú vulnerable. Y tú vulnerable porque tiene momento de infilicidad...

—... y sólo un instante de felicidad puede deshacerlo —completé.

Por fin había comprendido la lógica de la magia. Pero estaba muy lejos de sentirme feliz. Y en esas mazmorras, más lejos de lo que nunca había estado antes.

—Pero —objeté—, entretanto he tenido momentos de felicidad absoluta, o sea que tendría que haberme transformado hace mucho.

Preferí callarme que lo había dicho pensando en la comida con Drácula, en sus masajes y, naturalmente, en el sexo fenomenal con él.

—Típico de vosotros, humanos —se burló Baba—, confundís placer con filicidad.

En eso, yo era culpable de la acusación.

—Y no sólo tiene tú que sentir filicidad total —prosiguió Baba—, también familia tuya. Vosotros hechizados a mismo tiempo con mismo hechizo. Ellos también eran infilices. Todos normales sólo si...

—... también nos sentimos felices en el mismo instante —completé. Con tristeza. Porque mi familia no estaba conmigo. Y aunque lo hubiera estado, los Von Kieren seguramente no podríamos vivir juntos un momento así.

Entonces, ¿qué podía hacer para desbaratar los planes de Drácula? ¿Suicidarme con comprimidos de ajo de la marca Ilja Rogoff? ¿Sacrificar mi vida por la humanidad para que Drácula no pudiera formar un ejército? Me faltaba el valor para eso. Por mucho que lo intenté, no encontré en mi interior a un Jesús que estuviera dispuesto a morir por los demás. Sin embargo, en mi búsqueda interior encontré a un Espartaco que no tenía ni idea de que existiera dentro de mí.

—Entonces, sólo queda una posibilidad —anuncié al más puro estilo Espartaco—, tendré que luchar contra Drácula.

—¿Tú quiere luchar contra él? —preguntó Babá espantada—. Tú aún más estúpida que estúpida que estúpida...

—Lo sé —dije suspirando—. Lo sé. Pero tengo que intentarlo.

—Tú no conseguirá sola —dijo—. Tú necesita aliados.

—¿Se te ocurre alguno?

—Sí...

—¿Quién? —pregunté con curiosidad; quién podía ayudarme en mi lucha imposible...

—Tu familia.

La bruja me pilló a contrapié.

—Yo hechizo y vienen aquí.

—Pero entonces los pondrás en peligro... —protesté.

—Mientras Drácula vive, vosotros todos en peligro —replicó, levantó el amuleto y se puso a mascullar de nuevo—:
Brajanci transportci...

FRANK (3)

EMMA (21)

Aparecieron todos en la mazmorra con gran estrépito y mucho azufre: Frank, Ada, Max..., incluso Cheyenne y Jacqueline. Mientras los demás tosían entre los vapores del azufre, yo miré interrogativa a Baba Yaga, que contestó:

—Familia no sólo propia sangre.

Había dicho algo cierto: Cheyenne y Jacqueline nos habían acompañado un buen trecho del camino y, por lo tanto, en cierto modo formaban realmente parte de nuestra familia descompuesta. Malo para ellas, porque ahora también se encontraban en grave peligro.

Mientras el humo se disipaba poco a poco, intenté no mirar a Frank a la cara, pues tenía un nudo en el estómago porque me sentía culpable de haberlo engañado. Él también rehuía mi mirada, igual que Max rehuía la de Jacqueline y ella la de Max. Al parecer, también había ocurrido algo entre ellos. Pero descubrir de qué se trataba ocupaba aproximadamente el número 4.238 en mi lista de prioridades.

Cheyenne preguntó enseguida por el puesto número uno de la lista:

—Ejem, es fantástico volver a veros, aunque estas mazmorras me recuerdan un poco la cueva donde hice el amor con el Che Guevara en Bolivia, pero... ¿qué hacemos aquí?

—¿Y dónde estamos exactamente? —añadió Ada—. ¿Y por qué llevas un albornoz y vas en ropa interior?

No pensaba contestar la última pregunta.

—¿Y quién es el niño encadenado?

—Es mi hijo —contestó Baba, y se desplomó agotada junto a su pequeño. Usar la magia para traerlos le había costado sus últimas fuerzas.

—Bueno, en mi clase hay unos cuantos que tienen madres viejas —comentó Ada—, pero esto es una exageración.

—¡Tiene que volver a transformarnos! —dijo Max señalando a Baba Yaga.

Pensé si debía contarle a mi familia que la bruja no podía deshacer el hechizo. Que sólo recuperaríamos nuestros antiguos cuerpos si todos sentíamos a la vez un instante de felicidad absoluta. Pero decidí no hacerlo. ¿Para qué iba a atormentarlos pintándoles un escenario tan poco realista como el éxito de las curas de desintoxicación de Charlie Sheen? Además, teníamos que despachar un asunto. Así pues, dije:

—Estamos en las mazmorras de Drácula y tenemos que salvar a la humanidad. Y eso sólo es posible si somos monstruos.

—Cuando crees que no te puede ir peor —dijo Ada suspirando—, te cae encima otro montón de mierda.

Sin embargo, Frank me miró con los ojos brillantes y muy celoso, y me preguntó:

—¿Dráfcufla? ¿Pfolfo?

—¡Nada de pfolfo! —me apresuré a mentir, igual que un político delante de una comisión investigadora—. Y si aquí hay alguien que no debería hablar de «pfolfo», ése eres tú, ¡míster Pfolfo a la octava potencia!

El brillo desapareció de los ojos de Frank, que desvió la mirada consciente de su culpabilidad. En asuntos de infidelidad, un ataque es la mejor defensa.

—Mandó a Suleika a paseo por el desierto —lo defendió Max.

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