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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Una familia feliz (30 page)

BOOK: Una familia feliz
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Eso me desconcertó y desinfló mi agresividad.

—Por favor, acepta de nuevo a papá —me rogó Max, mirándome con sus ojos de hombre lobo fiel.

Desvié la mirada hacia Frank sin querer. Él volvió la cabeza con cautela hacia mí, y parecía realmente tener la esperanza de que lo perdonara.

¿Quería hacerlo?

¿Podía?

Vi en mi mente a Frank, el Frank humano, revolcándose con Suleika. Acto seguido, me vi en mi mente revolcándome con Drácula, y maldije a mi mente por no ser capaz de ofrecerme imágenes más agradables.

Ada contestó por mí:

—¡Pero el muy cerdo la ha engañado!

Qué locura: precisamente mi hija rebelde me defendía.

—No insultes a papá, ¡no es un cerdo! ¡Nos ha salvado la vida!

Max defendió a su padre y con ello indujo a Ada a dejar en paz a Frank. Su furia se desvaneció, y le dijo a su hermano:

—Vale, vale... Puede que tengas razón.

Por lo visto, Frank les había salvado la vida mientras yo no estaba con ellos. En las últimas horas, él había hecho mucho más por nuestra familia que yo. Horas en las que yo me entregaba a la pasión con Drácula.

Dios mío, ¡cuánto me avergonzaba!

Y, con la vergüenza, volvieron a mi mente las imágenes de mis revolcones con Drácula. Unas imágenes ante las que me pregunté si, en el caso improbable de que algún día pudiera perdonar a Frank, él me perdonaría a mí.

—No es que quiera interrumpir vuestro capítulo de «Gossip Girl» —intervino Jacqueline—, pero ¿no ha dicho alguien no sé qué de salvar a la humanidad? No es que la humanidad me parezca guay, pero si deja de existir, a lo mejor tampoco habrá cerveza. Ni tabaco. Y eso sería una mierda.

Me apresuré a explicarles la profecía de Haribo y los siniestros planes de Drácula. Cuando acabé, todos estaban bastante sorprendidos. Jacqueline fue la primera en recuperar la palabra:

—Creo que no he oído bien. Será que todavía voy fumada.

—¿Ibas fumada? —preguntó Max mirándola inseguro.

Ella lo miró no menos insegura y contestó:

—Por eso ayer me reía tanto.

Max sonrió tímidamente. Jacqueline también le sonrió tímidamente. Y yo seguí sin tener la más mínima idea de qué pasaba entre los dos.

Frank, que tardó un rato hasta que su cerebro oxidado lo procesó todo, se encolerizó ante la idea de que Drácula quisiera dejarme embarazada miles de veces. Se agachó en el suelo de la mazmorra y dibujó con uno de sus dedazos en la tierra:

Frank quería defenderme de Drácula. Salvarme de él. Igual que había salvado a los niños. Como monstruo de Frankenstein, tenía más fuego en su interior del que había tenido siendo humano. Mostraba una cara que había ocultado durante mucho tiempo.

O que yo no había visto nunca.

Entonces lo comprendí: Suleika había visto esa cara. Sólo yo, su mujer, no la había visto. Hacía mucho que no había observado a Frank con detalle, mucho que no me había preguntado qué dormitaba en su interior, por debajo de su fachada de hombre estresado por el trabajo. Sí, seguramente hacía mucho que no conocía a Frank.

—¿Alguien tiene idea de cómo vamos a sacudir a Drácula? —dijo Ada yendo al grano, y con ello me arrancó de mis pensamientos—. Tenemos que salvar el mundo.

Allí estaba de nuevo: la Ada idealista y resuelta. Al contrario que en nuestro último enfrentamiento delante de la pirámide, esta vez me alegré de verdad de ver a mi hija tan llena de energía.

—No fácil vencer a Drácula —dijo Baba, que seguía abrazando al pequeño Golem—, pero vosotros tiene una posibilidad.

—¿Cuál? —inquirió Max.

—Drácula baña cada día en su baño de Lázaro. Con fango y hierbas mágicas. Ahora él hace.

Así pues, ¿no estaba trabajando como me había dicho en la piscina, sino disfrutando de una fangoterapia?

—¿Y para qué necesita un baño de fango mágico? —preguntó Ada.

—Él es inmortal, pero necesita baño para no ser viejo.

—O sea que, sin el baño, sería un inmortal con Alzheimer, incontinencia y tabletas Corega—concluyó Max.

—¿Y de qué nos sirve eso? —Ada empezaba a perder la paciencia.

—Drácula dentro de baño, no puede salir y objetivo fácil —explicó Baba.

—¿Y cuándo tiempo se baña el tío?

—Hasta que sol pone.

Jacqueline sacó el iPhone, buscó en Google y anunció:

—Eso será dentro de un cuarto de hora.

Me pasaron dos ideas por la cabeza: primero, que a mí también me gustaría tener un proveedor de telefonía móvil que ofreciera tan buena cobertura. Luego, que en los próximos quince minutos la familia de monstruos Von Kieren decidiría el destino del mundo.

MAX (10)

El miedo invadió mi cuerpo, porque fui el único que pensó que Drácula tendría a su servicio a seres atroces que lo escoltarían durante el baño recreativo. Si cualquier malvado de tercera categoría contaba con matones siniestros a sueldo, con más razón los tendría uno de primera clase como el príncipe de los malditos. Pero ni mi miedo ni los mercenarios de Drácula eran el problema prioritario; antes teníamos que preocuparnos por saber cómo podíamos aniquilarlo.

—Ajos, seguro que no hay en este castillo —deduje en voz alta—. No será tan tonto. Un vampiro no llega a viejo siendo un cretino.

—¿Un qué? —preguntó Jacqueline.

—Idiota —tradujo Ada.

—Tampoco habrá estacas de madera a montones —añadió Cheyenne.

Mamá asintió con la cabeza:

—Acabo de darme cuenta de que no he visto ni un solo trozo de madera en todo el castillo.

—Entonces, Drácula no es un idiota —constató Jacqueline.

—Y tampoco habrá agua bendita para que podamos verterla en el baño de barro —suspiró Ada.

Todos ponían cara de desánimo. Sólo nos quedaban catorce minutos hasta la puesta de sol y no se nos ocurría una idea ni por asomo. Miré a Jacqueline: si el día anterior, cuando hablamos por teléfono, sólo se había reído porque había fumado... entonces no se había reído de mí. Eso sería maravilloso. No significaba que correspondía a mis sentimientos, pero al menos no se había burlado de ellos.

Ahora bien, si la humanidad era eliminada, Jacqueline también dejaría de existir. Ni idea de qué pasaría con nosotros, los monstruos. Pero yo no quería un futuro sin Jacqueline, ni siquiera si ella no me quería.

Las sinapsis neuronales de mi cerebro trabajaron a destajo por salvar a Jacqueline, se mandaron señales y se conectaron aquí y allá para llegar a una solución. Y las sinapsis ofrecieron resultados:

—¡Seguro que hay sal y aceite de oliva en el castillo! —exclamé.

Los demás me miraron como si no tuviera todos los números atómicos en la tabla periódica.

—No sabía que la sal podía destruir a los vampiros —dijo mamá.

—Y no tienen la presión alta —añadió Cheyenne.

—Y seguro que el aceite de oliva no obliga a huir a los vampiros —comentó Ada.

—Ufta —metió baza también papá.

—Sí —dije sonriendo—, pero con sal, aceite de oliva, agua y un poco de bálsamo se fabrica agua bendita. Y tenemos bálsamo. Las vendas de momia de Ada fueron embalsamadas. Sólo tenemos que rascar un poco.

Todos se quedaron asombrados, y Ada me dedicó una sonrisa de aprobación.

—Hermanito, no tienes un pelo de tonto —dijo, y me dio una palmadita en el pecho.

No recordaba cuándo fue la última vez que mi hermana me había sonreído tan cariñosa. Probablemente, cuando de pequeño encontré su ratoncito Diddl debajo del mueble del comedor. La sonrisa de Ada era otro ejemplo del fenómeno consistente en no darse cuenta de que se echa algo de menos hasta que se recupera.

Papá liberó con sus fuertes zarpas al hijo de Baba Yaga, dejamos a la bruja debilitada en la gruta y subimos las escaleras a toda prisa. Al cabo de unos cien peldaños, Jacqueline me pidió que me parara un momento. Nos pegamos a un muro, dejamos pasar a los demás y prometimos seguirlos enseguida. Cuando todos estuvieron a una distancia desde la que no podían oírnos, Jacqueline me dijo con una dulzura que nunca le había visto antes:

—No sólo no tienes un pelo de tonto, también eres bestialmente valiente.

—No, no lo soy —dije meneando afligido la cabeza—. La adrenalina inunda mi cuerpo por el miedo que me da saber que pronto nos enfrentaremos a Drácula.

—No me refería a eso —dijo sonriendo—. Has hecho una cosa mucho más valiente que luchar contra un vampiro.

No entendí a qué se refería.

—Me dijiste que me querías. Yo no me habría atrevido nunca —dijo en voz baja. Y al decirlo, pareció realmente femenina. Pero no lo mencioné; quería evitar la colisión, provocada adrede por ella, de su pie contra mis partes.

—Tu valor me ispira —confesó dulcemente.

—Se dice «inspira» —la corregí.

—¿Vas a destrozar este momento haciéndote el listillo? —se burló.

—¿Qué momento? —pregunté inseguro.

Mi corazón de hombre lobo se puso a latir de pronto tan deprisa como pudo, que ya es decir, porque sabido es que el corazón de los lobos late 7,83 veces más deprisa que el de los humanos.

—Este momento —replicó Jacqueline.

Se inclinó hacia mí y me dio un beso tierno, cariñoso, en mi morro de lobo.

A veces no sabes lo que te has perdido en la vida hasta que lo experimentas por primera vez.

ADA (12)

No había subido tantas escaleras desde que la tarada de nuestra tutora nos había llevado de excursión a la catedral de Colonia, para alegría de los fumadores de la clase.

—Si tuviera diez años menos... —gimió Cheyenne.

—... tendrías sesenta y ocho —se burló mamá con cariño.

—... y estaría igual de acabada —le dio la razón Cheyenne.

Se sentó agotada en un peldaño y nos pidió:

—Dejadme aquí. Soy una molestia.

—Pero aquí no estás a salvo —replicó mamá.

—Tampoco lo estaré si voy con vosotros.

—Me encantaría poder objetar algo —dijo mamá suspirando, abrazó a Cheyenne como sólo se abraza a la gente que no sabes si volverás a ver algún día, y añadió—: Me alegro de no haberte despedido.

—Yo también. Aunque por eso he acabado aquí —comentó Cheyenne sonriendo.

Jacqueline, que se había vuelto a reunir con nosotros acompañada por Max, corrió hacia la vieja hippie y le dio un beso de despedida. Qué disparate, yo siempre había pensado que lo más cariñoso que podía hacer Jacqueline era tirarle a alguien una lata de cerveza a la cabeza.

—Vendremos a buscarte —le prometió a Cheyenne—, y luego nos echaremos unas caladas, mamá.

—¿La has llamado mamá? —preguntamos mi madre y yo al unísono, bestialmente sorprendidas.

—¿Nunca os han dicho que sois clavaditas? —se burló Jacqueline.

Papá levantó la mano:

—Fyo.

—¡No somos clavaditas! —protestamos nosotras a coro.

—No, qué va... —se burló Jacqueline.

—Vuestro parecido es secundario ahora —urgió Max—. ¡Hay que darse prisa!

Tenía razón, claro. Dejamos atrás a Cheyenne, como a un soldado herido en una película americana; seguimos subiendo a paso ligero las escaleras y luego corrimos por unas galerías llenas de celdas. Ver el sufrimiento de las hadas, los ángeles de la guarda y los elfos que estaban encerrados dentro fue un verdadero horror. Su imagen me inundó de una furia increíble. Yo personalmente le vertería a Drácula el agua bendita en el baño y, acto seguido, echaría sus cenizas en el comedero de los cerdos.

—¿Dónde están las llaves de las celdas? —pregunté.

—¡No tenemos tiempo de liberarlos! —contestó mamá.

La miré furiosa. No quería ver sufrir a aquellas criaturas ni un segundo más.

—Primero tenemos que ocuparnos de Drácula.

Tenía razón, claro. Por poco que me gustara. Carecía de sentido liberarlos si luego se acababa el mundo. Y en las condiciones en que estaban, esas criaturas no podían ayudarnos ni un poquito a luchar contra Drácula.

No obstante, no conseguí apartarme: era la primera vez que veía con mis propios ojos sufrir tanto a alguien. Era muy distinto de verlo en televisión. Y de repente tuve claro qué quería hacer con mi vida si salíamos vivos de allí: ayudar a los necesitados. No se trataba de desencadenar revoluciones ni de derrocar dictadores, se trataba de reducir el sufrimiento. Para eso no hacían falta momias con superpoderes, sino personas comprometidas con los demás.

Vaya, si alguien me lo hubiera dicho dos días antes, le habría preguntado si había respirado demasiado incienso.

—Ven de una vez —me urgió mamá.

Asentí y salimos corriendo de las mazmorras al verdadero edificio del castillo. Mientras corríamos, mamá nos explicó:

—Drácula tiene un cocinero con tres estrellas.

—Si trabaja para él, será un mamón con cuatro estrellas —contesté.

—La mayoría de los cocineros con estrellas cocinan para gente no muy agradable, porque son los únicos que pueden permitírselos —comentó mamá, haciendo crítica social.

—En cualquier caso, un imbécil que hace malabares con tenedores no podrá detenernos —contesté mientras abría de un empujón la puerta batiente de la cocina.

—También se podría formular la hipótesis contraria —dijo Max tragando saliva y señalando al cocinero.

El tío estaba junto a los fogones, en el centro de una cocina, toda de acero inoxidable. Era un demonio salido del infierno, medía más de dos metros de altura y tenía cuernos en la frente y una cola con púas en la punta, igual que un mangual. Si te encontrabas de cara con una cosa así, no volvías a preocuparte nunca más por las espinillas. Por desgracia, el hecho de que el demonio llevara puesto un gorro de cocinero no lo hacía parecer más inofensivo. Nos miró y gritó cabreado:

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