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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Una familia feliz (31 page)

BOOK: Una familia feliz
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—Fuera de mi cocina, ¡aquí hay normas de higiene muy estrictas!

Papá se dirigió de inmediato hacia él. Seguro que pronto fregaría el suelo con el demonio, igual que había hecho con el escarabajo Impotente.

Con un sonoro «ufta», le atizó un puñetazo al demonio en su cara roja. Pero luego gritó y se cogió la mano. Al parecer, el demonio tenía la piel más dura que el acero. Sonriendo, éste le pegó un sartenazo a papá, que cruzó volando la cocina y chocó contra una estantería llena de ollas. Cayó inconsciente al suelo, las ollas le llovieron encima de la cabeza dura y sonó una melodía semejante a la de un carillón desafinado.

—El demonio tiene una fuerza enorme —gimió Max.

—Vaya, no me había dado cuenta —dije tragando saliva.

El cocinero demoníaco tenía otras preocupaciones:

—¡La salsa bearnesa está rebosando!

«Menudo problemón», pensé.

—Verá... —Mamá lo intentó con la comunicación—, sólo queremos un poco de sal y aceite de...

No continuó. El demonio también le pegó un sartenazo, ella también voló contra la pared y aterrizó junto a papá. No se podía derrotar a aquella criatura infernal mediante la fuerza bruta. Por lo tanto, tocaba averiguar qué tal iba de voluntad. Con un canguelo bestial y tembleque en las rodillas, me acerqué a él justo cuando apartaba del fogón el cazo de la salsa. O lograba hipnotizarlo o me atizaría igual que había hecho con papá y mamá. Sólo que yo no me quedaría atontada en un rincón como ellos dos. Semejante golpe me arrancaría la cabeza de momia del cuello.

Llegué junto a los fogones y dije:

—Eh, tú, Tim Mälzer...

El demonio me miró, clavé mi mirada en sus ojos rojos, que brillaban demoníacamente, y le pedí:

—Quiero que nos des sal y aceite de oliva.

—¡Será un placer! —contestó.

Respiré aliviada. Mi plan funcionaba. El demonio se dejaba hipnotizar. Cogió sal y aceite. Pero el diablo cocinero no me los dio.

—¿Qué pasa? —pregunté desconcertada.

Sonrió malicioso.

—¡Que os den!

Y se rió diabólicamente, en el sentido literal de la palabra. Detrás de mí oí murmurar a Max:

—El sentido del humor de este demonio es de lo más deplorable.

En cambio, el cuchillo de cocina que acababa de coger era de lo más impresionante. Y de mala manera.

—Haré paños de cocina contigo—dijo el chef infernal con una sonrisa de oreja a oreja.

Miré el enorme cuchillo, y me dio más miedo que todas las cosas sobrenaturales que había vivido los últimos días. Mucho más.

Nunca había entendido por qué en las películas de psicópatas las adolescentes con minifalda siempre chillan, en vez de salir corriendo cuando el asesino en serie se les planta delante armado con un cuchillo. Entonces lo comprendí, y yo misma sólo fui capar de proferir un grito.

El demonio levantó el cuchillo. Sentí más miedo que nunca en toda mi vida, pero no fui capaz de dar ni un paso. Estaba paralizada y oía mis gritos como si fueran un eco lejano.

El demonio asestó el golpe...

... y, en ese preciso instante, mamá se interpuso de un salto.

El cuchillo le dio de lleno en el corazón.

Mamá se llevó las manos al pecho y se desplomó delante de mí.

—¡Mamá! —grité.

La parálisis se disipó y me precipité hacia ella. Tenía una puñalada profunda en el pecho y no se movía... Dios mío, ¡no se movía!

Max corrió también hacia mamá y husmeó inquieto a su alrededor, gimiendo despavorido.

—¡Por el purulento Belcebú! —exclamó suspirando el demonio al darse cuenta de lo que había hecho—. ¡He matado a la vampira! Drácula se vengará sin piedad cuando se entere. ¡Será mejor que me largue! —Y se quitó el gorro de cocinero mientras murmuraba—: ¡Prefiero volver a asar hamburguesas humanas en el infierno antes que contárselo!

Dicho y hecho; se esfumó en el aire con un estrépito de bums, pufs, pams, y no volvimos a verlo.

Abracé a mamá, me quedé mirando fijamente la herida abierta en su carne y me eché a llorar.

—Mamá... Mamá...

Max aullaba a moco tendido:

—¡Auuuuuuuuuuu!

No podía pensar en nada, ni en que mamá se había sacrificado por mí, ni en que yo era la culpable de su muerte, ni en lo que le pasaría a la humanidad... Por mi cabeza sólo pasaban imágenes de cuando me sentada en su regazo, con el pijama puesto y ella me leía libros... Y de ella tapándome en la cama y dándome tres besos... en la frente, en la nariz y en los labios... Y mientras esas imágenes me pasaban a toda velocidad por la cabeza, todo mi cuerpo se estremeció con un llanto convulsivo. Lloré... y lloré... y lloré...

De repente oí una voz suave:

—Snufi...

¡Era mamá!

La tenía en mis brazos, y hablaba. Flojito, ¡pero hablaba!

Max paró de aullar.

—No es para tanto —susurró mamá—. Los vampiros no tenemos corazón.

Estaba viva. Estaba viva. Dios mío, ¡estaba viva!

Max se meó de alegría.

Y yo lloré de alivio.

Y de vergüenza.

Porque, tonta de mí, le había echado en cara que no me quería por hija.

Pero mamá había arriesgado su vida por mí.

Y cuanto más comprendía cuánto le importaba, más se mezclaba otro sentimiento con la vergüenza, y acabé llorando de felicidad.

EMMA (22)

La puñalada me provocó un dolor infernal, pero al cabo de un minuto ya estaba curada y sólo se veía una cicatriz, que también desapareció al cabo de unos segundos. Los vampiros teníamos una capacidad de cicatrización impresionante. No era de extrañar que sólo pudieran eliminarnos con cosas tan absurdas como el ajo o el agua bendita.

Con todo, yo no había calculado esa curación milagrosa: en el instante en que el demonio intentó clavarle el cuchillo a Ada, sólo seguí mi instinto de madre. Mi propia vida me daba igual, quería salvar a mi hija. Y me sentía aliviadísima por haberlo logrado.

Me levanté. Ada me abrazó y me dio un beso muy fuerte en la mejilla. Eso casi volvió a derribarme: ¿mi hija me besaba? ¿Mi hija adolescente? ¿Me besaba? ¿A mí?

Quizás estaba muerta y había ido a parar a una vida después de la muerte, que era de lo más estrambótico.

—A ver si acabáis de sobaros —nos interrumpió Jacqueline—, que aún tenemos que mojar un pequeño problema con el agua bendita. Y no nos queda mucho tiempo.

Señaló hacia la ventana de la cocina y vimos que el sol se estaba poniendo por encima de las montañas de Transilvania.

—Además, estás pisando una meada de perro —añadió.

Bajé la vista hacia mis pies desnudos y, efectivamente, estaba en medio de un charquito de líquido caliente.

—Yo... —dijo Max sonriendo abochornado— ¡voy a despertar a papá!

Salió corriendo y le lamió ruidosamente la cara a su padre.

Frank se levantó aturdido mientras yo, siguiendo las instrucciones de Max, preparaba una jarra de agua bendita con agua, aceite de oliva, sal y el bálsamo que pudimos rascar de las vendas de momia de Ada. Luego salimos a toda prisa de la cocina, fuimos al vestíbulo del castillo y nos dirigimos a un viejo ascensor con puertas de reja y el interior forrado de terciopelo granate. Entramos y nos apiñamos en aquella jaula, que olía a moho. Frank estuvo a punto de chocar con el techo, y todos observamos el cuadro con los botones de los distintos pisos, numerados del uno al trece.

Apreté el trece porque estaba segura de que un individuo como Drácula viviría ahí, y el ascensor se puso en marcha rechinando, como correspondía a un chisme tan viejo. Max se arrimó a las piernas de Jacqueline, y ella lo acarició. Definitivamente, me había perdido algo en el desarrollo de su relación.

En el noveno piso, la mirada de Frank y la mía se cruzaron por descuido, y los dos la desviamos con rapidez. Busqué desesperadamente un punto donde mirar, y fijé la vista en el indicador de los pisos: ... 11, 12, 13... ¿Qué nos esperaba?... ¡13! ¡Se oyó «ping»!

Habíamos llegado. Las puertas se abrieron a sacudidas. Tensos y en silencio, nos adentramos en un pasillo antiguo donde había muchos cuadros colgados. A cada paso que daba, sujetaba con más fuerza la jarra del agua bendita.

—Rembrandt, Renoir, Van Gogh —enumeró impresionado Max a los viejos maestros.

—¿Van Gogh? ¿No es ése el que entrenaba al Bayern de Múnich? —preguntó Jacqueline.

Max iba a corregirla, como era costumbre en él, pero se lo pensó dos veces y se limitó a sonreírle. Sólo a quien se quiere de todo corazón se le salva la cara de ese modo.

A pesar de la situación, sentía mucha curiosidad por saber exactamente qué había entre los dos; al fin y al cabo, yo era madre y él era mi hijo. Así pues, le pregunté en voz baja:

—¿Salís juntos?

—Yo... creo que sí —contestó Max tímidamente.

Me alegré por él, yo también apreciaba a Jacqueline por su valentía y su sinceridad. Mejor una chica así para mi hijo que una muñequita que supiera más de maquillaje que de la vida. Entonces, Max dijo algo que me sorprendió mucho:

—Y te lo debo a ti.

—¿A mí?

—Tú me dijiste que podía superar mis miedos, y eso me dio valor.

Me miró con los ojos radiantes de gratitud. Y eso que la noche anterior me había maldecido. Sí, ya era oficialmente un adolescente, con los cambios de humor que eso comportaba. Si sobrevivíamos a la aventura en el castillo, tendría que aguantar otra pubertad.

—Esperad —dijo Ada, que se había parado de repente—, me ha caído algo en la cabeza.

Los demás también nos paramos. Ada se quitó una bolita marrón de la cabeza. La examinó y dijo:

—Tengo una sensación... de mierda. —Nos enseñó la bolita sujetándola con los dedos y añadió—: En el sentido literal de la palabra.

Levantamos la vista lentamente hacia el techo. De allí colgaban murciélagos.

ADA (13)

Una docena aproximada de bichos se balanceaban cabeza abajo del techo. Luego echaron a volar y a dar vueltas lanzando pitidos a nuestro alrededor. Amenazadores. Siniestros. Siempre pasando a un pelo de nuestras cabezas.

—Me gustan más cuando sólo se cagan —comentó Jacqueline.

A mí también. Pero incluso ese revoloteo fue genial comparado con lo que vendría después: los murciélagos frikis se transformaron en vampiros de dos metros y medio de altura, con trajes negros y gafas de sol también negras. Tenían pinta de ser capaces de matar a sus enemigos de 1.234 maneras diferentes, y sin darles tiempo de enterarse de que ellos también tenían enemigos.

—Debe de ser la guardia personal de Drácula —dijo mamá tragando saliva.

El más alto de todos se nos acercó. Se quitó las gafas de sol y nos lanzó una mirada asesina con sus ojos rojos, una mirada que decía: no estoy a partir un piñón con nadie. Ni un plátano. Ni un menú ahorro del McDonald’s. Lo único que se come conmigo es sangre humana.

En voz baja, pero profunda, amenazadora y penetrante, le dijo a mamá:

—En circunstancias normales, mataríamos de inmediato a cualquiera que se atreviera a acercarse a los aposentos de Drácula, pero tú eres la novia del príncipe. Por eso sólo mataremos a los que no son vampiros.

—¿Sólo? —preguntó aterrorizado Max—. ¿Cómo que «sólo»?

Los vampiros aullaron con ansia asesina. Fue tan desagradable que casi añoré el cuchillo del demonio cocinero.

—¡Les tiraré el agua bendita! —nos dijo mamá en voz baja.

¡No podía hacerlo! Tenía que guardar el agua para Drácula. No debía desperdiciarla para salvarnos. Aunque eso significara que nunca me estrenaría con un chico porque iba a ocurrirme algo tan tonto como morirme.

Mamá estaba a punto de verter la jarra sobre los guardaespaldas, pero la detuve cogiéndole el brazo.

Uf, cuando me ponía altruista, ¡era insoportable!

Enfrentarme a la guardia era un suicidio. No podía mirar simultáneamente a doce vampiros a los ojos para hipnotizarlos, y seguro que esos tíos no se dejarían impresionar por una lluvia de ranas ni por un enjambre de mosquitos. Ni siquiera la peste podía hacerles nada. Por lo tanto, no me quedaba otro remedio: ¡la terrible maldición de la momia!

Lo malo era que la maldición probablemente sería tanto como un suicidio. Immo me había explicado que la maldición causaba la muerte fulminante de las víctimas, pero, por desgracia, la momia también podía diñarla. Seguro que se debía a algún tipo de retroacción mística.

Soltar la maldición era sencillo. Sólo había que decir: «Yo os maldigo.» No obstante, yo le di un toque personal y grité:

—¡Yo os maldigo, cabrones!

Los vampiros se desplomaron en el suelo al instante.

Y yo me desplomé con ellos.

—La madre y la hija son realmente clavadas. ¡Se sacrifican la una por la otra! —murmuró Jacqueline elogiosamente.

Y tenía razón: por lo visto, mamá y yo nos parecíamos de veras, no sólo en tonterías como ser pecho plano o en que siempre nos acalorábamos tanto con los demás que al final estallábamos. Yo también tenía la abnegación de mamá. Quizás no era tan deplorable ser como ella. Pero, evidentemente, no pensaba reconocerlo nunca delante de ella, eso sería demasiado adulador. Además, estaba demasiado ocupada diñándola.

EMMA (23)

Los vampiros yacían en el suelo convertidos en esqueletos, y salía humo de sus huesos pelados. La maldición de la momia no dejaba las cosas a medias.

Ada yacía inconsciente junto a ellos, pero aún respiraba. Lenta y superficialmente. Había sobrevivido. De aquella manera. Pero ¿volvería a despertar?

Me quedé mirándola, enferma de preocupación, sin saber cómo podía ayudarla, hasta que Jacqueline dijo algo muy odioso:

—Nos queda un minuto.

Poco después dijo algo aún más odioso:

—59 segundos.

Sabía que tenía que separarme de Ada si no quería que su sacrificio hubiera sido en vano. Pero no podía.

—58...

—¡De acuerdo! —vociferé, pero no me aparté de Ada.

—¡57!

—He dicho ¡DE ACUERDO!

—Vaya, una que se estresa.

Le pedí a Frank que levantara a nuestra hija del suelo y la llevara con nosotros. La cogió cariñosamente en sus enormes brazos. Casi como antes, cuando Ada aún era una niña pequeña. En el fondo, Frank siempre había sido un buen padre. Maldito trabajo. Con tantas horas extra, su empleo había sido para el pobre tan perjudicial como Drácula para la humanidad.

Echamos a correr hacia el fondo del pasillo, donde había una puerta de roble alta. Detrás debían de encontrarse los aposentos de Drácula. Abrí la pesada puerta y, en efecto, el príncipe de los malditos estaba dentro de su baño de Lázaro, en una sala prácticamente vacía. Era muy distinto de como lo había imaginado. Drácula flotaba subiendo y bajando lentamente dentro de un enorme cilindro de metacrilato que parecía una columna de anuncios translúcida. El líquido donde estaba sumergido despedía destellos de un azul transparente, y él parecía sumido en un profundo sueño. Además de él, dentro del tanque sólo había una caja de plata depositada en el fondo. Ni idea de qué había en el interior ni de qué se llevaba uno a un baño como aquél. ¿Un patito de goma? ¿O acaso alguien como Drácula tenía más bien una piraña de goma? ¿Una hiena de goma? ¿Un Gadafi de goma?

BOOK: Una familia feliz
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