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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Una familia feliz (25 page)

BOOK: Una familia feliz
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Ante todo, deseaba no haberle dicho nunca que la quería. ¿Qué me había creído? ¿Cómo iba ella a querer a un hombre lobo? Por no hablar de un tal Max.

No obstante, la cuestión de cómo iba a querer a un tal Max resultaba irrelevante, puesto que yo nunca volvería a serlo. Los Von Kieren ya no teníamos ninguna posibilidad de volver a transformarnos en personas normales y menos aún en la familia normal que, bien pensado, era evidente que nunca habíamos sido.

¿Qué tenía que hacer con mi vida? ¿Quedarme con papá? ¿Con un hombre que de momento tenía dificultades para hacer sumas de una cifra y al que ahora despreciaba profundamente? ¿Con un hombre al que me encantaría acercarme para mearme en su pierna y luego mordérsela? (Desde el punto de vista del paladar, la sucesión inversa de las acciones seguramente sería mejor.)

No, ¡no podía quedarme con ese hombre! Por lo tanto, tenía que intentar arreglármelas solo siendo un hombre lobo. Pero ¿cómo lograrlo? ¿Ganándome la vida actuando en televisión? ¿Durante cuánto tiempo funcionaría? ¿Cuánto duraría como espectáculo en los medios de comunicación antes de que me enviaran a «La isla de los famosos»?

En ese preciso instante volví a recordar los peligros a los me expondría si me daba a conocer como hombre lobo parlante. Fijo que caería en el punto de mira de los científicos, que se encargarían de que en los juzgados no me clasificaran como
homo sapiens
, sino como animal. Y luego desaparecería durante los siguientes cincuenta años en un laboratorio. Eso si sobrevivía allí dentro durante tanto tiempo.

¡No podía permitirlo! La cosa estaba clara: tenía que seguir de incógnito. Pero ¿cómo? ¿Me unía a una manada de lobos? En la fauna de Egipto no había lobos. Y los zorros del desierto no picarían el anzuelo si hacía ver que era uno de ellos. Y si no descubrían el engaño, los zorros del desierto estarían intelectualmente tan por debajo de mi categoría que yo nunca querría unirme a su manada.

Siendo un hombre lobo, sólo existía una posibilidad de ganar dinero para comida y alojamiento y, al mismo tiempo, permanecer fuera del alcance del radar de los científicos: tenía que unirme a un pequeño circo. Por ejemplo, al que actuaba en el complejo turístico. ¡Por fin tenía una estrategia! No era una estrategia para echar cohetes. Pero era factible.

Me acerqué a papá y meé en su pierna. Luego le pegué un mordisco. Y me enfadé al instante porque, con el enfado, no me había acordado del orden correcto. Luego me largué, con mal sabor de boca. ¡Al circo!

EMMA (15)

Cuando en las grandes películas épicas ves en la pantalla a alguien llorando por un paisaje maravilloso —en el Tíbet, en la jungla o, como yo, en el desierto—, te sientes muy conmovido en la sala y piensas: «Oh, ¡qué sentimientos más profundos!»

Sin embargo, en aquellos momentos comprendí una cosa: los sentimientos profundos son una mierda.

Qué no habría dado yo por estar aburriéndome delante de la caja tonta, viendo algo tedioso, como un debate parlamentario sobre los peajes, mientras comía patatas chips.

Y qué no habría dado por poder acallar el hambre con una bolsa de patatas fritas. Y es que el estómago había empezado a ladrar durante mi épica cabalgada emocional a través del desierto. Al principio, lo ignoré; todavía estaba demasiado ocupada llorando. Pero luego se puso a pedir la palabra cada vez más alto, hasta que ya no pude ignorar su llamada, que decía: «Eh, ¡tengo un hambre canina! Y con “canina” me refiero a “darle a los caninos y chupar sangre”.»

El efecto de la pastilla de Drácula disminuía. A una velocidad de vértigo. Tan deprisa que durante el resto de la cabalgada dejó de importarme si Frank se lo había montado con Suleika ocho veces en la cama o siete veces en el trapecio.

No tenía ni idea de hacia dónde me dirigía, pero el hambre hacía que no me importara. Por lo visto, el camello quería regresar al complejo turístico, cosa que tampoco se le podía tomar a mal teniendo en cuenta el rumbo que la noche había tomado hasta entonces. Antes de que pudiera sopesar si quería ir al hotel, pasamos junto al circo, donde la función había acabado hacía rato, y llegamos a la puerta principal de las instalaciones. En la entrada vi a un Klaus y a una Barbara discutiendo:

—Quita, quita, que tú podrías apuntarte a Mal Aliento Internacional —criticó Barbara.

—Y tú podrías apuntarte a Huevos Pasados por Agua Internacional —replicó Klaus.

Con esos dos me apañaría. Para mí ya no eran turistas, eran comida.

Bajé del camello, que cruzó sin mí la puerta arqueada del complejo. Las dos comidas no se dieron cuenta de mi presencia y continuaron discutiendo.

—¡Y tú podrías apuntarte a Narcotizar Animales con Sudor de Pies Internacional! —insultó Barbara.

—Hola —saludé, intentado intervenir en la conversación.

—Y tú a Pelos en la Cara Internacional —replicó Klaus sin hacerme caso.

—¡HOLA! —dije más alto.

—¿No ve usted que estamos hablando? —refunfuñó Klaus.

—¿Y no ve usted que me da lo mismo? —contesté.

Klaus me miró a la cara, reconoció mi sed de sangre y se puso a temblar:

—Sí..., sí..., ya lo veo...

—¡Bien! —contesté.

—¿Por qué tiene esos colmillos tan grandes? —me preguntó Barbara atemorizada.

—¿No esperarás en serio que conteste: «Para comerte mejor»?

Barbara negó asustada con la cabeza.

Mi ansia de clavar los colmillos en su cuello era enorme.

—Ejem... —dijo Klaus—, ya va siendo hora de que me apunte a Me Esfumo Internacional.

—¡Klaus! —exclamó Barbara aterrorizada.

Cuando comprendió que la dejaba sola, ella también quiso huir, pero la agarré antes de que pudiera largarse.

—Voy a buscar ayuda —le gritó Klaus antes de desaparecer en el interior del hotel, y sus palabras no sonaron creíbles.

—Un auténtico héroe —me burlé.

—¡¡¡KLAUSSSSS!!! —gritó Barbara despavorida.

El hombre la había abandonado. Pero no me compadecí de ella. ¿Quién siente compasión por la comida?

—Ayúdame, Klaus... Retiro lo del sudor de pies—gimoteó la mujer.

—Barbara... —dije.

—¿Sí? —preguntó asustada.

—Prefiero que la comida tenga la boca cerrada.

Se calló y gimoteó para sus adentros. Abrí la boca y acerqué los colmillos a su cuello. Sus gimoteos me traían sin cuidado. Todo me traía sin cuidado. Menos su sangre. ¡Quería su sangre dulzona, aromática, tentadora!

Enajenada, le hice un rasguño en la piel del cuello con mis colmillos. Enseguida bebería, acallaría mi ansia desmesurada. Sin embargo, antes de que pudiera consagrarme a ello, oí:

—¡Emma!

Ésa no era la voz de un Klaus.

Aparté los colmillos del cuello de Barbara, pero seguí sujetándola. Y entonces lo vi: Drácula.

El paisaje del desierto nocturno le sentaba de maravilla. Parecía todavía más guapo y aristocrático que antes. Increíblemente apetecible. Pero, en ese momento, ni de lejos tan apetecible como la yugular de Barbara.

—¿No pensarás en serio beber su sangre? —me preguntó Drácula con voz suave.

—¡Pues claro que sí!

—¡Eso te hará infeliz!

—Puede, pero primero me hará feliz —contesté.

—Déjalo —insistió.

—¡Escucha a este hombre! —dijo Barbara.

—¡Creía que habíamos quedado en que la comida no habla! —le rugí, y volvió a guardar silencio.

—¡Tómate esta pastilla! —me pidió Drácula alargándome otra de sus píldoras rojas, que servían de sucedáneo a los vampiros.

En el cuello de Barbara ya brotaban las primeras gotitas de sangre en los dos puntos donde le había rasguñado la piel con mis colmillos.

—¡Prefiero el original al sucedáneo! —exclamé, y me dispuse a chuparle la sangre a Barbara.

En vez de contestar, Drácula lanzó una píldora en mi dirección. Con un ímpetu enorme. Y certero. Me dio de lleno en la boca abierta y cayó en mi esófago a través de la laringe. Me atraganté y tosí, pero la pastilla ya estaba en mi cuerpo. Y surtió efecto velozmente: el ansia desaforada se apagó de inmediato y solté a Barbara.

—Vete —le dije aturdida.

No supo qué contestar.

—Ya no eres comida —dije—, vuelves a ser Barbara.

—No me llamo Barbara, sino Astrid —comentó.

—¿Sabes qué me importa a mí eso?

—¿Un rábano?

—Chica lista, Astrid. Y ahora desaparece o Astrid recibirá...

—¿... una patada en el culo? —preguntó.

—¡Chica lista, Astrid, muy lista!

La mujer salió corriendo hacia el resort y la oí gritar:

—Quita, quita, que ahora mismo llamo a un abogado experto en divorcios.

—Humanos —dijo Drácula suspirando—,son tan prescindibles...

El enajenamiento por la sangre se había evaporado. Drácula había impedido que me convirtiera en una asesina. Eso quizás era incluso lo más grande que jamás nadie había hecho por mí. Le estaba profundamente agradecida por ello.

Sin embargo, el hecho de que ya no estuviera enajenada no fue una bendición total, porque los demás sentimientos volvieron a aparecer de golpe. Me habría puesto a llorar otra vez allí mismo por mi familia.

—¿Tienes planes para esta noche? —preguntó Drácula—. Si no los tienes, vuela conmigo.

—¿Los vampiros pueden volar? —pregunté.

La idea me distrajo un poco de mi lucha contra los lacrimales.

—Si nos transformamos en murciélagos, sí.

—Puaj —dije. La idea me resultó desagradable.

—Pero yo propondría volar en mi jet privado —dijo Drácula sonriendo, y señaló un jet que había aterrizado a menos de cien metros.

Lo medité un momento.

Luego contesté:

—Una propuesta rematadamente buena.

MAX (8)

Sobre mi cabeza, un jet volaba por el cielo cuando me deslicé junto a la carpa del circo, que se llamaba Maximus. En las jaulas que había junto a la carpa roncaban dos tigres decrépitos y un gorila enorme, gordo, probablemente adiposo. En el centro de la pequeña área de desierto que ocupaba el circo había un carromato que debía de pertenecer al director. A favor de esa hipótesis hablaba el hecho de que en ese vehículo ponía en letras grandes:
Der Grosse Maximus
. De ese nombre podía deducirse que Maximus era un director de circo que hablaba alemán. Además, cabía suponer que un hombre que se llamaba a sí mismo el Gran Maximus no sufría precisamente de falta de ego. Seguro que hablaba de sí en tercera persona.

No obstante, poco importaba qué prototipo psicológico representaba el tal Maximus en el género humano; tenía que hablar con él porque, si una criatura como yo podía encontrar refugio en algún sitio, ese sitio era aquél. Allí vivían ya unas cuantas criaturas extrañas: a través de la ventana iluminada de un carromato, vi quitarse la ropa a una mujer con piel como de serpiente. Los pechos de esa mujer serpiente fueron los primeros que vi en directo en mi vida, y no estuve seguro de qué debía opinar de aquella visión.

En otra caravana colgaba un cartel donde se anunciaba:
Jo y Bob
, las hermanas siamesas del trapecio. Y delante de la carpa, apoyada en un poste, dormía una mujer gorda, borracha y barbuda. Sí, en ese entorno, ¡seguro que no llamaría la atención!

Subí los pequeños escalones de madera podrida y oí unos ronquidos fuertes a través de la puerta. Maximus tenía una voz de potencia máxima, eso era seguro.

Al llegar al descansillo, piqué con la pata en la puerta. Maximus roncó un poco más fuerte. Así pues, continué martilleando la madera hasta que en vez de ronquidos oí:

—Mierda, ¿quién osa molestar a Maximus a estas horas de la noche?

Lo que imaginaba: Maximus hablaba de sí mismo en tercera persona.

—Como seáis vosotras otra vez, siamesas idiotas —rugió—, os daré tal patada en ese culo que compartís ¡que ya no sabréis ni dónde está el puñetero Siam!

Aquel hombre no parecía precisamente un empresario cordial.

—¡Vengo a pedir trabajo! —grité con valentía a través de la puerta cerrada.

—¡No necesito mozos para viajar conmigo! —contestó bramando.

—¡Vengo a trabajar de atracción de circo!

—¿Qué ofreces?

—Tiene que verlo usted mismo.

Al cabo de unos instantes meditando, el gran Maximus contestó:

—De acuerdo, pero si no me convence, les diré a las hermanas siamesas que te den una paliza. ¡Tienen dos ganchos de izquierda sensacionales!

Tragué saliva. Y esperé. Por lo visto, el director del circo tenía que vestirse. Después de lo que me pareció una eternidad, la puerta se abrió por fin y apareció el gran Maximus en albornoz..., y era bajito. Para ser exactos: era liliputiense. Uno de esos antipáticos que tiran de los pelos en las peleas o le muerden la oreja al contrincante.

—Ya veo que el nombre de «El gran Maximus» es una autorreferencia irónica —dije valeroso.

—¿Por qué irónica? —contestó agresivo. Por lo visto, no le veía la ironía a su nombre por ningún lado—. ¿Y qué demonios significa «autorreferencia»?

—Es cuando... —quise explicarle.

—¡Cierra el pico! —me interrumpió.

Luego me observó y no le sorprendió en absoluto tener delante a un hombre lobo que hablaba. Era evidente que estaba acostumbrado a criaturas como yo.

—¿Cómo te llamas?

—Max.

—Si quieres trabajar en el Circo Maximus, ¡no podrás llamarte así!

—¿Eso significa... que puedo quedarme?

—Tendrás techo, comida gratis y 25 dólares al mes.

—¿Sólo 25 dólares?

—¿Dónde vas a gastar tanto dinero siendo un lobo?

El argumento era irrefutable. Aun así, yo no estaba conforme. Si iba a ser un vagabundo, al menos no sería de los que se contentan con poco. Por lo tanto, haciendo acopio de todo mi coraje, dije:

—¡Quiero 50 dólares!

—Soy Maximus el Grande —contestó el liliputiense en albornoz; rebuscó en sus bolsillos y sacó un puro muy gordo—, ¡no Maximus Rockefeller!

—50 dólares o me voy —insistí.

—Tampoco soy Maximus, el hombre que te necesita —contestó, y se encendió el puro placenteramente.

Dudé. ¿Me iba? Pero ¿adónde?

—Por la pinta que haces, diría que no tienes mucho donde elegir —constató.

Seguro que era el único liliputiense del mundo que podía hablarte por encima del hombro.

—De acuerdo, 25 dólares —acepté apretando los dientes.

—20 —me corrigió con frialdad.

—¡Hace un momento eran 25! —protesté.

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