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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Una familia feliz (21 page)

BOOK: Una familia feliz
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La caravana estaba formada por turistas alemanes que tenían pinta de llamarse todos Klaus y Barbara, y de ser de pueblo, suabos de Böblingen para ser más exactos. Cuando les veías las pantorrillas quemadas por el sol, comprendías por qué algunos musulmanes querían prohibir que los turistas fueran por ahí con poca ropa. (El argumento religioso probablemente sólo era una excusa para no tener que decir con toda sinceridad «no queremos ver vuestras pantorrillas fofas».) A pesar de todo, aquellos Klaus y aquellas Barbaras eran la imagen más bonita que podía imaginar en aquel momento. Con todo, aún era más bonita la imagen de la guía, una belleza árabe que parecía salida de las Mil y una noches. Normalmente, una mujer como aquélla me habría provocado complejo de inferioridad, pero allí me pareció una santa. Al menos, hasta que Frank la miró hechizado y preguntó:

—¿Fsuleifka?

Casi parecía que la conociera de algún sitio y por eso me pregunté desconcertada: «¿Fsuleifka, cómo que Fsuleifka?»

La caravana siguió avanzando hacia la civilización con nosotros de paquete. Al principio, viajé como si estuviera en trance. Iba montada en un camello, sufriendo en aquel calor agobiante detrás de un turista gordo llamado Klaus. La higiene corporal no ocupaba un lugar preferente en su lista de prioridades. Para ser exactos, con su olor se podían ahuyentar jabalíes. Pero, al menos, no despedía olor a ajo.

A los turistas suabos les parecimos siniestros. Al principio, algunos no quisieron llevarnos con ellos, pero no se atrevieron a decirlo claramente y usaron excusas como: «Quita, quita, que si los llevamos al hospital, llegaremos tarde al bufé.»

Pero Fsuleifka, que seguramente se llamaba Suleika, les explicó con palabras muy claras que no pensaba dejar a nadie tirado en el desierto. Durante su discurso, hizo gala de la autoridad de una reina árabe, de manera que ninguno de los turistas se atrevió a contradecirla.

A Max lo ataron solo a un camello. Como estaba callado, los turistas no se enteraron de que era capaz de hablar y no les dio tanto miedo como el resto de los Von Kieren. («Quita, quita, que nuestro perro se cargaría a ese bicho como si nada.»)

Para hacerle sitio a Max, hubo que colocar a una Barbara con un Klaus, y a él no le hizo ninguna gracia. («Quita, quita, que yo he pagado por un camello para mí solo. ¡Tendré que hablar con el organizador!»)

Ada se montó con Suleika, y Frank tuvo que cambiar de camello constantemente, porque los pobres casi se desplomaban después de recorrer unos pocos centenares de metros con él a cuestas. Ante esto, una Barbara comentó mosqueada:

—Tendríamos que llamar a Animal Internacional.

—Cariño, se dice Amnistía Internacional —la corrigió Klaus, quisquilloso.

—No me refería a eso, Klaus —contestó enfadada Barbara.

—Pues ya me dirás a qué te referías.

—A Animal Internacional.

—Pero es que Animal Internacional no existe, sólo Amnistía Internacional.

—Klaus, podrías apuntarte a Listillos Internacional —contestó Barbara con acritud.

—Y tú a Analfabetos Internacional —replicó Klaus, ahora también furioso.

—Y tú a Creídos Internacional.

—Y tú a Celulitis Internacional.

—¡Y tú a Vete a la Mierda Internacional!

En cierto modo, fue tranquilizador escuchar a alguien a quien el matrimonio le iba peor que a mí. Y ya que estábamos, entre el vaivén provocado por el paso de camello me fijé en que Frank no le quitaba el ojo de encima a Suleika. También lo hacían la mayoría de los Klaus, cosa nada extraña con aquellas Barbaras. Y eso ponía de mala uva a las Barbaras, que miraban a sus Klaus como si estuvieran a punto de telefonear a su pueblo para hablar con un abogado experto en divorcios, que seguramente se llamaría Pastagansen, y averiguar cómo se podía armar una guerra de los Rose lo más sangrienta posible. Hubo una que incluso masculló:

—Como vuelvas a mirar a esa guarra, te hago papilla.

Frank conocía a Suleika de algo, eso era seguro. Aunque ella no lo había reconocido con su aspecto actual. Probablemente del viaje a Egipto con sus amigos. La pregunta que me pasó por la cabeza fue la siguiente: ¿había habido algo entre ellos o sólo había sido su guía turística? Mientras él estaba en Egipto, yo pasé en Berlín aquellas noches en vela con un nudo en el estómago, en las que creí notar que me ponía los cuernos.

Pero, no, ¡eso era absurdo! No porque Frank fuera incapaz de hacerlo —de eso no estaba tan segura—, sino porque Suleika era una belleza llena de encanto y Frank... Bueno, Frank era sólo Frank. Al menos aún lo era cuando estuvo de vacaciones en Egipto.

Así pues, decidí no preocuparme, me aferré al apestoso Klaus y recé por salir pronto del desierto y no morir con el olor de Klaus en la nariz. El camello al que habían atado a Max se acercó al nuestro y cabalgamos juntos. Estuvimos un rato callados, hasta que Max dijo con tristeza:

—Tengo miedo de que nos quedemos así para siempre.

Mi reflejo maternal fue decirle:

—No hay nada que temer.

—Si analizamos los hechos, esa afirmación podría calificarse de absurdidad.

Era evidente que las consabidas respuestas de madre no servirían de ayuda. Si quería encontrar la llave del corazón de Max, tenía que ayudarlo a superar el miedo.

—Yo también tengo mucho miedo... —comencé.

—Eso tampoco me tranquiliza —replicó.

—Sólo quería decir que es normal tener miedo...

—En los libros, los héroes siempre vencen el miedo, igual que yo con los zombis, pero no vuelven a las andadas a las primeras de cambio.

—Eso se debe a que los héroes de los libros no viven cosas nuevas cuando termina la historia —contesté—. Pero tú sigues viviendo. Siempre tendrás nuevos miedos, igual que todo el mundo. ¡Pero los superarás!

—¿Y cómo has llegado a esa conclusión?

—Superarás tus miedos porque ahora sabes que puedes superarlos.

Max me miró no muy convencido.

—¿Lo dices en serio?

—Quien ha vencido una vez a los zombis, los vencerá siempre.

—Y, en este caso, los zombis son una metáfora de los miedos, ¿no? —preguntó.

—Exacto —dije sonriendo—. Y a las chicas les parecen geniales los chicos que se enfrentan a sus zombis —concluí.

Max se ruborizó.

—No soy la única mujer que piensa que eres fantástico —dije.

—¿Te refieres a Jacqueline...? —preguntó.

Asentí con la cabeza.

—¿Tú crees que ella y yo...? —continuó preguntando.

Volví a asentir con la cabeza.

—¡Hala! —dijo.

Otra vez volví a asentir con la cabeza.

Max estaba radiante de optimismo. Por lo visto, también había encontrado la llave de su corazón.

Cuando no faltaba mucho para llegar a las pirámides, Suleika, que dominaba perfectamente tanto el alemán como el inglés, dijo:

—Enseguida estaréis a salvo.

Por un instante, pareció que todo había mejorado un poquito para nosotros, los Von Kieren. Pero sólo por un breve instante, porque entonces el cielo se oscureció. Se levantó una tormenta de arena. Y no era una tormenta de arena normal.

La arena, que se arremolinaba en el aire como un huracán y ennegrecía el cielo, no era clara, sino oscura, negra. El ruido de las ráfagas de viento era ensordecedor. La arena negra nos azotaba la cara y nos corroía las entrañas al respirar. Pero eso no era lo más aterrador. Ni de lejos.

Con la arena negra que se arremolinaba, la tormenta formó en el cielo un rostro oscuro, terrorífico. Aquel rostro tenía unas profundas cavidades negras donde deberían estar la boca, la nariz y los ojos. Y con una voz aterradora, atronadora y poco natural, gritó:


¡Soy Imhotep!

A los Klaus y a las Barbaras les entró miedo, y uno de los Klaus comentó:

—Éste es un caso para Me lo Hago Encima Internacional.

Hasta yo me habría apuntado a esa organización.

El rostro que formaba la tormenta de arena continuó gritando:


¡Imhotep es el amo de Egipto!

—Ese nombre suena a «impotente» —dijo Ada en voz baja.


¿Te burlas de Imhotep?
—gritó Imhotep.

—Me temo que te ha oído —balbuceó Max.

—Yo también me lo temo —dijo Ada tragando saliva.


¡La venganza de Imhotep será terrible!
—gritó el terrorífico rostro en el cielo.

Entonces, una parte de la tormenta se transformó en una enorme mano negra que descendió velozmente hacia la caravana, cogió a Ada y la encerró en el puño. Pude ver a mi hija gritando, pero el viento huracanado era demasiado fuerte para oírla. Por un momento tuve miedo de que aquel puño aplastara a Ada. ¡Pero la mano negra ascendió por los aires sujetándola con firmeza! Luego lanzó a mi hija en el negro abismo que formaba la boca de Imhotep. Y la boca se cerró. Ada desapareció en el interior de los oscuros nubarrones. Y no la vimos más.

El rostro de la enorme nube de arena negra también se disipó y la tormenta se alejó a la velocidad de un huracán.

Al cabo de menos de medio minuto, volvía a reinar una calma chicha. El sol brillaba más claro que antes. La pesadilla había terminado. Y había comenzado una pesadilla todavía peor: mi hija había desaparecido.

—¡ADAAAAAAAAA! —grité desesperada.

La única respuesta que obtuve fue de una Barbara que comentó:

—El año que viene me quedaré en casa.

CHEYENNE (1)

Con el encantamiento, los Von Kieren habían desaparecido del Prater como si se los hubiera tragado la tierra. La bruja también, y yo procuré poner tierra de por medio con Jacqueline. No tenía ganas de que la bofia me pidiera la documentación porque, si comprobaban mis datos en los ordenadores de la policía, averiguarían enseguida que tenía pendiente alguna que otra orden de detención. Por ejemplo, una por haberme esposado en Gorleben al ministro de Medio Ambiente alemán, y luego haberme encadenado con él a las vías del tren para detener el transporte de residuos radioactivos. Había estado todo el rato encima del ministro y, según sus propias palabras, aquéllas habían sido las cuatro horas más largas de su vida. Pues no haberle dado tanto a la cerveza antes.

Paré la furgoneta, a la que yo llamaba
Charly
(por Charles de Gaulle, que en mayo del 68 se había escondido dentro conmigo), en las afueras de Viena. Me senté con Jacqueline, que todavía estaba bastante afectada por los sucesos, en la parte de atrás de
Charly
, en el suelo, y encendí una pipa de agua. Me la había regalado Yasser Arafat después de aconsejarle que se tapara la calva con un elegante pañuelo palestino cuando se dejara ver en público.

—¿Le has puesto hierba? —preguntó Jacqueline señalando la pipa de agua.

—No, col y patata.

Jacqueline se sorprendió.

—Pues claro que tiene maría —dije sonriendo.

—Pero tú eres adulta, ¿no te la juegas ofreciéndome? —preguntó desconfiada.

—¿Tengo cara de que eso me importe?

—No, la verdad es que no —dijo Jacqueline, que también sonrió.

—Nos hemos ganado una buena pipa —dije.

Di una calada y se la pasé a Jacqueline. Ella también fumó y me preguntó intranquila:

—¿Tú crees que la bruja ha matado a los Von Kieren?

—No, habríamos visto los restos —contesté casi convencida.

Jacqueline dio otra calada.

—Me gustan los Von Kieren —dijo.

—Tienes gustos raros.

—Sobre todo Max.

—Lo dicho, tienes gustos raros.

—¿Tú crees que volveré a verlo? —preguntó Jacqueline con una mezcla de esperanza y miedo.

De eso no estaba segura, no teníamos ni idea de dónde había enviado la bruja a los Von Kieren con el encantamiento. A lo mejor los había convertido en hormigas y por eso no los habíamos visto. ¿Quién podía saberlo? Pero si una cosa había aprendido en la vida era que una mentira agradable suele ser mejor que una verdad desagradable. Por eso contesté:

—¡Pues claro que volverás a verlo!

La miré esbozando una sonrisa lo más relajada posible, a lo que me ayudaron los efectos de la pipa. Jacqueline me sonrió también más relajada, a ella también empezaba a hacerle efecto la hierba. Después de un rato en silencio y de dar una buena calada, suspiró.

—Me gustaría tener una abuela como tú.

—¿Abuela? —pregunté haciéndome la ofendida.

—¿Tía? —corrigió.

—Suena mucho mejor.

Dio otra calada, se estiró relajadísima sobre los cojines de felpa y sonrió.

—Madre también molaría.

Eso me llegó al alma. Por mucho que le hubiera dicho a Emma, me arrepentía de dos cosas en la vida: de no haber estado con Jim Morrison la noche en que murió y de no haber tenido hijos con él. Jim sí quería, pero yo siempre le contestaba: «Tenemos toda la vida por delante.»

Seguía yendo una vez al año al cementerio Père Lachaise de París, y pintaba grafitis en su tumba, igual que hacían los fans de The Doors. Cada año escribía las mismas palabras: «Te amaré siempre.»

Me asaltaron las lágrimas.

El arrepentimiento es lo peor de la vejez.

A su lado, la incontinencia es una auténtica fiesta.

Miré a Jacqueline, que se había acurrucado sobre los cojines. Tenía toda la vida por delante. Ojalá sin arrepentimientos.

—¿Estás llorando? —preguntó.

—No —mentí—. Me ha entrado humo en los ojos.

Me sequé las lágrimas y dije:

—Sería un honor para mí ser tu madre.

—¿Te estás cachondeando? —preguntó perpleja Jacqueline.

Negué con la cabeza.

—Eres la primera persona que conozco a la que le gustaría ser mi madre —dijo quedamente, y de pronto pareció muy frágil.

Era lo más triste que había oído jamás.

Y había oído muchas cosas tristes en mi vida.

Le cogí la mano, se la acaricié con cariño y sonreí.

—Pero pobre de ti como me llames mami.

Las dos comenzamos a troncharnos de risa, fumadas.

EMMA (13)

Ada.

Había desaparecido.

Arrastrada a la nada por un torbellino. Muerta, seguramente.

No, ¡no podía pensar eso!

Quien piensa así, ¡abandona! ¡Y yo no podía abandonar! ¡Ni hablar!

Era poco probable que Ada estuviera muerta. Imhotep había jurado que su venganza sería terrible. Y una muerte rápida no es una venganza terrible. Al menos a los ojos de semejantes monstruos. Una venganza terrible que se precie requiere tiempo.

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